A excepción de los tiempos apostólicos, la Santa Iglesia tal vez nunca haya vivido un período de tantos acontecimientos terribles y gloriosos como en el siglo xvi. La evangelización del Nuevo Mundo y la Contrarreforma con el Concilio de Trento, entre numerosos otros, constituyen un legado de inestimable valor dejado para tiempos futuros, pese a pérdidas lamentables, como los cismas protestantes en Inglaterra y en Alemania.
Algo parecido ocurrió también entre los sucesores de Pedro. Lamentablemente, junto a grandes lumbreras de la fe como San Pío V, la cátedra de la verdad fue ocupada por hombres pusilánimes y de cuestionable probidad, cuyas actitudes contrastan a menudo con la elevada misión que el Espíritu Santo les ha confiado.
Analizando de cerca el sinuoso camino de la historia de los pontífices, encontramos una figura importante, pero poco conocida: Marcelo Cervini, elegido en 1555 con el nombre de Marcelo II.
Orígenes marcados por la virtud
Marcelo Cervini nació en 1501, oriundo de una familia de la nobleza de Montepulciano (Italia). Su padre, Ricardo Cervini, era un gran intelectual y gozaba de mucho prestigio en Roma, donde había colaborado con el papa León X en la reforma del calendario. Consciente de su deber paterno, educó a su hijo desde pequeño en las ciencias sagradas y profanas, ambas de mucho interés para Marcelo, quien unía como un arco gótico la inteligencia y la más sincera humildad.
Para concluir sus estudios, el joven fue enviado a Siena, ciudad bien conocida por su vida licenciosa. Sin embargo, se mantuvo firme en medio de innumerables ocasiones de perdición, siendo siempre ejemplo de rectitud y sencillez para sus compañeros.
En torno a 1523 partió hacia Roma, conviviendo mucho tiempo en los círculos de estudiosos y eclesiásticos del Vaticano, donde recibió constantes favores e incumbencias del pontífice reinante, Clemente VII. Finalmente, después de años de servicio a la Santa Sede, en 1539 fue elevado al cardenalato por el papa Pablo III.
Fiel servidor de la Iglesia
A partir de entonces, el purpurado ejerció el oficio de legado pontificio en relevantes misiones diplomáticas, demostrando siempre su fidelidad a los intereses de la Santa Iglesia, sobre todo en el Concilio de Trento, durante el cual fue uno de los presidentes. Su rigidez e integridad —como suele ocurrir— le granjearon no pocos enemigos, entre ellos el propio emperador Carlos V que, al intentar sobornarlo, recibió una terrible reprensión.
Tras la muerte del papa Julio III, el cónclave de abril de 1555 acabó eligiendo por unanimidad a Cervini como sumo pontífice, a pesar de los esfuerzos en contrario de sus oponentes. Conservando su nombre de bautismo, sería coronado como Marcelo II. Un único voto le fue desfavorable: el suyo, dirigido a su vez al prestigioso cardenal Gian Pietro Carafa, futuro papa Pablo IV, entonces decano del Sacro Colegio y partidario, como él, de una buena reforma eclesiástica.
En esta impresionante elección «fue decisiva su vida intachable y su criterio rigorosamente eclesiástico. Marcelo Cervini había ya, hacía mucho tiempo, realizado en sí mismo la reforma y siendo Papa ardía por suprimir abusos y restablecer la unidad de la fe y la paz universa».1
Como vicario de Cristo, demostró tener temple firme, estar convencido en sus ideas y, principalmente, haber extremado su celo por el rebaño de Dios que le había sido confiado. Nada más ascender al solio de San Pedro promovió la tan deseada reforma en las costumbres del clero, entonces bastante decadentes. Y para remediar el lamentable nepotismo, ampliamente practicado por sus predecesores, prohibió la entrada de sus parientes en Roma sin su expreso consentimiento, además de considerar a regañadientes la hipótesis de favorecerlos con bienes eclesiásticos.
Sin embargo,… no pudo llevar más adelante sus planes, que tanto prometían para el futuro de la Iglesia.
En las manos de la Providencia
«Si mi vida ha de ser útil a la Iglesia de Dios, Él me la guarde; si no, antes la deseo breve, para no aumentar mis pecados».2 Así le respondió a alguien que le deseaba un largo y próspero reinado el día de su elección como sumo pontífice. A primera vista tal afirmación puede resultar chocante, pero San Pablo ya la había respaldado, y Marcelo tenía muy claro las palabras del Apóstol: «Ninguno de nosotros vive para sí mismo y ninguno muere para sí mismo. Si vivimos, vivimos para el Señor; si morimos, morimos para el Señor; así que, ya vivamos ya muramos, somos del Señor» (Rom 14, 7-8).
Y eso es lo que pasó. Después de oficiar las ceremonias de Semana Santa, Marcelo II enfermó gravemente y falleció a los pocos días, ante el asombro de toda la cristiandad. Su pontificado duró tan sólo veintidós días, diez de los cuales transcurrieron con el pontífice completamente inválido…
Lo que para los hombres fue motivo de consternación —sobre todo para los buenos— era, no obstante, el deseo de Dios. Sin duda, únicamente en el día del juicio sabremos qué intenciones tenía el Todopoderoso al llevarse a un siervo de tan prometedoras esperanzas y que reinó por tan poco tiempo como sucesor de Pedro.
Un ejemplo para ser imitado
Los restos de Marcelo II fueron depositados en una sencilla tumba en la basílica vaticana, según su deseo. «Que no el sepulcro las cenizas honra, mas las cenizas honran el sepulcro»,3 escribirían allí más tarde.
A instancias de San Roberto Belarmino, sobrino del Papa, el compositor Giovanni Pierluigi da Palestrina escribió en memoria del difunto una de sus obras polifónicas más famosas: la Missa Papæ Marcelli.
Cuánto nos sorprendemos al ver, en hechos como ése, la manera en que la Providencia guía los acontecimientos. Independientemente de cuál hubiera sido el porvenir terrenal del papa Marcelo, lo cierto es que el Señor le pidió total flexibilidad y renuncia a su propia voluntad y a sus aspiraciones, por muy probas y santas que fueran, para el cumplimiento de los designios divinos. Cuántas veces nos resulta más fácil realizar obras y alcanzar logros que resignarnos ante un pequeño contratiempo deseado por Dios, pero que va en contra de nuestros planes…
Marcelo II es un ejemplo de pastor digno de ser admirado, pero sobre todo imitado. ◊
Notas
1 WEISS, Juan Bautista. Historia Universal. Barcelona: La Educación, 1929, vol. IX, pp. 681-682.
2 PASTOR, Ludovico. Historia de los Papas. En la época de la reforma y restauración católica. Barcelona: Gustavo Gili, 1927, t. XIV, p. 37.
3 Ídem, p. 52.