Ornato y luz primordial

El hombre se vestirá, por fuera, a imagen de las virtudes que lo habitan por dentro, conforme a su vocación de ser un auténtico reflejo del Creador.

Una sabia enseñanza del Prof. Plinio Corrêa de Oliveira indica el doble propósito de la indumentaria: cubrir el cuerpo y revelar el alma. El oficio de hacer vestidos es tan elevado que el propio Dios quiso confeccionarlos para la primera pareja, alcanzada por las consecuencias del pecado (cf. Gén 3, 21).

Desde la más remota antigüedad — en un caleidoscopio tan variado como numerosas son las naciones que existen en el orbe— la ornamentación del cuerpo humano ha jugado un papel eminente, revelando en la sofisticación y belleza de los atuendos el nivel cultural y moral alcanzado por cada pueblo.

Considerando que los griegos denominaban cosmos al universo, en el sentido de ornamento, San Hilario de Poitiers1 propone que lo entendamos como el ornato de Dios. Santo Tomás de Aquino, por su parte, afirma que el hombre «tiene cierta semejanza con el universo, y por eso se le llama microcosmos».2 La humanidad constituye, pues, el adorno del universo (cf. Gén 1, 27), lo que parece conferir a la costumbre de ataviarse un carácter casi sagrado y revelador de los aspectos más elevados del alma y de la sociedad.

De hecho, siempre hemos usado telas, piedras y metales para adornarnos, pero en tiempos pasados este hábito poseía una dimensión hoy insospechada, eminentemente metafísica. Para la mentalidad medieval, por ejemplo, existía una correlación entre las gemas y los astros: las piedras preciosas eran las estrellas que Dios ponía a nuestro alcance, mientras que las estrellas eran las piedras preciosas con las que Él adornaba el universo sideral.3

Por lo tanto, se consideraba que la cosmética —cuyo significado original comparte la raíz griega de cosmos, que significa orden, pero también disponer y vestirdebía garantizar la armonía entre el microcosmos, que es el hombre, y el macrocosmos, representado por el firmamento. En consecuencia, se consideraba que las piedras no debían usarse arbitrariamente como adornos, sino que era necesario respetar patrones simbólicos en los que la jerarquía, la riqueza y la variedad de formas —manteniendo algo de unitivo y permanente— resaltaran el carácter único de cada ser humano.

En este sentido, el Dr. Plinio4 acuñó la expresión «luz primordial» para designar cada vocación específica —tanto de individuos como de colectividades— de reflejar, dentro de los límites de la criatura, las maravillas existentes en Dios en grado infinito. Se llaman «luces» porque son modalidades peculiares de la luz divina, y «primordiales» porque deben constituir el principal objeto de atención de quienes las reciben, como su principal camino de santificación.

Algo de esto lo encontramos, precisamente, en la pulcritud de las vestimentas tradicionales de los pueblos. En la medida en que hay fidelidad al designio divino, aparecen como reflejos de la «luz primordial» que cada nación está llamada a manifestar, conforme a su psicología, su historia y sus características culturales. En las sociedades católicas, esta realidad no era privilegio de las minorías: los trajes típicos del pueblo llano, al igual que los de las élites, tenían rasgos propios y pintorescos, con refinamientos de belleza, elegancia y distinción, según las diferentes regiones. Y tal costumbre elevaba a toda la sociedad en su conjunto.

Incluso en nuestro mundo globalizado, observamos que cuando alguien busca identificarse con su pueblo de origen, no viste un traje actual, sino uno que, en tiempos pasados, alcanzó cierta excelencia de belleza y afinidad con los mejores valores morales de su cultura. Las fiestas nacionales, por ejemplo, son una de las raras ocasiones en las que escapamos de la masificante dictadura de la moda para regresar a lo maravilloso que, por su excelencia, participa de lo perenne.

Es comprensible, pues, que haya quien defina la moda como aquello que se adopta cuando no se tiene una identidad propia, ya que —como se ha explicado antes— seguir patrones arbitrarios, fundamentándose únicamente en el mimetismo, es indicio de una profunda falta de conocimiento sobre uno mismo.

Afirmaba Chesterton: «El cristianismo siempre está fuera de moda porque siempre es cuerdo; y todas las modas son ligeras demencias. Cuando Italia está loca por el arte, la Iglesia parece demasiado puritana; cuando Inglaterra está loca por el puritanismo, la Iglesia parece demasiado artística. […] La Iglesia siempre parece ir por detrás de los tiempos, cuando en realidad va más allá de los tiempos».5

Nuestra patria es el Cielo, donde estaremos libres de las contingencias del tiempo y del carácter crónicamente fugaz —y siempre caduco— de las cosas terrenales. Así pues, la recuperación del sentido metafísico del ornato del hombre podrá devolvernos criterios de belleza basados en el Bien absoluto, resaltando la dimensión social de las luces primordiales individuales: el hombre se vestirá, por fuera, a imagen y semejanza de las virtudes que lo habitan por dentro, conforme a su vocación de ser un auténtico reflejo del Creador. ◊

 

 

Notas


1 Cf. San Hilario de Poitiers. De Trinitate. L. I, n.º 7: PL 10, 30.

2 Santo Tomás de Aquino. Suma Teológica. Suppl., q. 91, a. 1.

3 Cf. Bucklow, Spike. The Alchemy of Paint. Sheffield: Marion Boyars, 2009, p. 218.

4 Con respecto a este tema, véase: Clá Dias, ep, João Scognamiglio. El don de la sabiduría en la mente, vida y obra de Plinio Corrêa de Oliveira. Città del Vaticano-Lima: LEV; Heraldos del Evangelio, 2016, t. iv, pp. 52-54.

5 Chesterton, Gilbert K. The Ball and the Cross. New York: John Lane, 1909, p. 148.

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