10 de agosto – XIX Domingo del Tiempo Ordinario
Existen diferentes grados y tipos de miedo provocados por estímulos físicos, psicológicos, sociales e incluso religiosos. Algunos de ellos están narrados tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento para advertirnos contra la falta de fe y la desconfianza en Dios. Por ejemplo, justo después del primer pecado, Adán le respondió al Señor, que lo estaba buscando: «Me dio miedo, porque estaba desnudo, y me escondí» (Gén 3, 10); y San Pedro, caminando milagrosamente sobre el agua, «al sentir la fuerza del viento, le entró miedo» (Mt 14, 30).
Desde otro aspecto, la Sagrada Escritura también aborda el miedo como factor para alcanzar la virtud: «El comienzo de la sabiduría es el temor del Señor» (Prov 9, 10). Este temor reverencial nos enseña a confiar en el poder de Dios, a desapegarnos de las cosas terrenas y a afrontar con valentía los peligros, pues se fundamenta en la fe, en la humildad y en el amor a Dios.
Si los efectos del miedo natural son perturbación, agitación y pavor, los del temor reverencial son calma, serenidad y confianza. El que sufre los primeros tiene poca fe en Dios; el que experimenta los otros se acerca a Él y busca la santidad. Así se entiende mejor el salmo responsorial de esta liturgia: «Los ojos del Señor están puestos en quien lo teme, en los que esperan su misericordia, para librar sus vidas de la muerte y reanimarlos en tiempo de hambre» (32, 18-19).
El Evangelio, a su vez, enfatiza nuevos aspectos del temor reverencial cuando Jesús afirma: «No temas, pequeño rebaño, porque vuestro Padre ha tenido a bien daros el Reino» (Lc 12, 32). Esta exhortación, llena de dilección, confianza y certeza de la victoria, encierra una promesa de premio y de gloria para quien sea fiel, retomada en otro versículo: «El señor lo pondrá al frente de todos sus bienes» (Lc 12, 44).
Los frágiles y tímidos discípulos son favorecidos por la mirada complacida del Padre, que les promete el Reino eterno. Ahora bien, ¿quién le ha agradado más que la Santísima Virgen? Las palabras de Jesús recuerdan la salutación angélica que le fue dirigida: «No temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios» (Lc 1, 30). El canto del magníficat también expresa ese maravillamiento del Todopoderoso y la promesa de gloria hecha a Nuestra Señora: «Porque ha mirado la humildad de su esclava. Desde ahora me felicitarán todas las generaciones» (Lc 1, 48).
A propósito de este Evangelio, Mons. João Scognamiglio Clá Dias, EP, comenta: «María, desde nuestra naturaleza, fue quien elevó su alma virginal para engrandecer al Señor y hacer de Él su tesoro. […] Ella nos enseña a hacer de esta tierra una escuela preparatoria para el Cielo, pues aquí los tesoros perecen, son viles, a menudo nos degradan, afligen y empobrecen. […] Lo contrario ocurre con los tesoros del Cielo: nos ennoblecen, consuelan y nos aseguran una eternidad feliz».1
Que nuestros corazones estén ávidos de entrar en esa escuela preparatoria para el Cielo inaugurada por la Santísima Virgen, cuyo fundamento es la humildad, la sumisión y la esclavitud de amor a Dios. ◊
Notas
1 Clá Dias, ep, João Scognamiglio. «¿Basta rezar?». In: Lo inédito sobre los Evangelios. Città del Vaticano. LEV, 2012, t. vi, pp. 276-277.