La principal misión para la cual nos ha creado Dios está precedida en el día a día de incontables otras. Si sabemos ser generosos en el combate cotidiano lo seremos también en la hora «H».

 

¡Cuántas veces no nos hemos admirado con las maravillas de la naturaleza vegetal al apreciar sus frutos y perfumes! Raramente, sin embargo, nos acordamos considerar las mil y una «dificultades» por las cuales ha pasado una planta determinada para llegar a su estado actual: la semilla murió, se adaptó al suelo, se volvió un pequeño brote, subsistió a la intemperie, a las hormigas, a las sequías, a los vientos e incluso resistió a las pisadas de los transeúntes. Pero, finalmente, venció, creció y llegó a su esplendor.

Esa trayectoria de dificultades, sin embargo, no se encuentra únicamente en la vida de un minúsculo vegetal, sino en cualquier obra. Cuando contemplamos, por ejemplo, la imponente catedral de Colonia, ¿quién osaría dudar de que no fue necesario enfrentar numerosos obstáculos hasta el término de su construcción? Es cierto que los sufrimientos y luchas de los que contribuyeron en el desenlace de una gran hazaña, a pesar de que en ocasiones son olvidados por los hombres, están guardados en el corazón del Creador —para quien nadie es un héroe anónimo—, y a lo largo de los siglos ayudan a muchos fieles a alcanzar gracias.

No existe vida sin lucha

Todo esto es tan sólo un símbolo de lo que pasa en el interior de los hijos de Dios. A cada uno de nosotros nos ha creado por una inmensa generosidad de su amor, con el fin de que crezcamos en la santidad, edificando virtudes en nuestra alma. Nos confió una misión específica; y para su pleno cumplimiento nos sustenta y acompaña con su gracia.

No obstante, la trayectoria para la realización de esa misión nuestra no es recorrida sin cruces, sin perplejidades, sin pruebas, sin renuncias e incluso sin fracasos. La idea de una vida donde todo encaja conforme a nuestros planes, sin sufrimientos, no es real. Ya nos lo advirtió el divino Maestro: «Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga» (Mt 16, 24).

A lo largo de nuestra vida, muchas veces la Providencia nos pide generosidad de nuestra parte, como en el caso de la pequeña semilla que necesitó morir para florecer en un frondoso árbol. Entonces, ¿cómo nos preparamos para dar los pasos a los cuales nos llama el Creador?

Yael – Mausoleo de Joseph Sec, Aix-en-Provence (Francia)

Un alma que supo dar su «fiat»

Al abrir la Sagrada Escritura nos encontramos con numerosos ejemplos de almas elegidas que, en la hora de dar el paso necesario para el cumplimiento de su misión, supieron decir «sí», como hizo María Santísima en Nazaret al asentir con su «fiat» a la obra de la Redención.

Uno de esos heroicos personajes lo vemos en el libro de los Jueces. Se trata de una mujer cuyo pasado se desconoce, pero que marcó la Historia como modelo de fidelidad en la hora «H»: Yael, esposa de Jéber, el quenita.

La narración que el Antiguo Testamento hace de su gloriosa gesta comienza en el momento en que Débora, jueza y profetisa, llama a Barac, hijo de Abinoán, y le ordena de parte de Dios que reúna diez mil hombres de los hijos de Zabulón y de Neftalí para combatir a los cananeos. Aquel acepta la orden, aunque con una condición: que Débora lo acompañe. La profetisa accede, pero le dice: «No te corresponderá la gloria por la expedición que vas a emprender, pues el Señor entregará a Sísara en mano de una mujer» (Jue 4, 9).

La batalla fue todo un éxito: Dios estaba con ellos y venció al general enemigo, quien tuvo que bajar del carro y huir a pie (cf. Jue 4, 15). Tan sólo faltaba encontrarlo y dominarlo para que fuera alcanzada la victoria completa.

Mientras tanto Sísara buscaba refugio y llegó hasta donde estaba Yael, mujer astuta, que se aprovechó de su complicada situación y se puso a su disposición para «ayudarlo»: le invitó a que entrara en su tienda, lo cual él aceptó con prontitud; éste se sirvió de lo que ella le ofrecía y, exhausto, se durmió profundamente, pero antes le había pedido que permaneciera en la puerta y que no le diera a nadie información alguna sobre él.

Había llegado el momento auge de la vida de esta admirable y valiente mujer… La victoria completa del pueblo elegido estaba en sus manos y Yael, sin temor, dijo «sí» al intrépido acto que Dios le pedía en aquel instante: «agarró una estaca de la tienda y tomó el martillo en su mano, se le acercó sigilosamente y le clavó la estaca en la sien hasta que se hundió en la tierra» (Jue 4, 21).

Débora – Mausoleo de Joseph Sec, Aix-en-Provence (Francia)

Cumplida su misión salió al encuentro de Barac y se apresuró en darle la noticia que le permitió proclamar la victoria: el enemigo yacía sin vida en su tienda con las sienes atravesadas por un palo. «El Señor humilló aquel día a Yabín, rey de Canaán, ante los hijos de Israel» (Jue 4, 23).

Una heroína que mereció participar de la victoria

Lo que más impresiona en la actitud de Yael es su seguridad en el actuar, su truculencia, determinación y esperteza. Sin que fuera preciso recibir avisos humanos, discernió el momento específico de hacer aquello para lo que Dios la había llamado. Fiel en seguir la voz interior, derrotó al enemigo y cumplió la profecía hecha por Débora, sin conocerla: «El Señor entregará a Sísara en mano de una mujer» (Jue 4, 9).

¿Qué es lo que hizo ella para que, en la hora «H», ejecutara con tanta sabiduría la voluntad de Dios?

Como ya hemos dicho, de su pasado nada se conoce, pues solamente de su vida este episodio es el único hecho que narran las Escrituras. Pero, partiendo del presupuesto de que nemo repente fit summus,1 y de que importantes obras siempre son precedidas por muchas dificultades, podemos imaginar cómo habrá sido la vida de Yael, antes de derrotar al general cananeo. Ciertamente supo vencer a lo largo de su existencia otros muchos «sísaras» interiores, fruto de las malas tendencias derivadas del pecado original en cada uno.

¿Cómo se habrá comportado ante las tentaciones y las malas inclinaciones desde su infancia? No es posible imaginar que su vida haya sido la de un alma relativista, preocupada tan sólo con su comodidad. Seguramente que nunca dejó de tener presente su deber, sobre todo para con Dios, y que siempre trató de enfrentar con valentía aquello que más le costaba.

Yael clava una estaca en la sien de Sísara, cuadro atribuido a León Coginez

Erraríamos si juzgamos que la vida de Yael fue una sucesión de éxitos. La firmeza con que enfrentó a Sísara y la sabiduría con la cual actuó en fracciones de segundo evidencian una continua y vigilante batalla en busca de la fidelidad al Creador. Por eso puede pasar para la Historia como una heroína con quien Dios quiso compartir la victoria.

Estamos llamados a vencer otros «sísaras»

Nuestra misión no será, sin duda, encontrar un «Sísara» en la entrada de la tienda. Pero ¿quién de nosotros no carga en el alma «sísaras» que han de ser extirpados? Podrá ser una tendencia al orgullo, a la pereza, a la ambición, a la envidia, a la maledicencia, al comodismo, a la falta de rectitud de conciencia o a tantos otros vicios que pululan a cada instante en nuestro interior, queriendo ganar terreno en nuestros corazones.

Para extirparlos hemos de ser radicales como Yael: sin inseguridades, con energía y valentía, es necesario «clavar la estaca» en esos defectos que nos obstaculizan el progreso espiritual. Sin vacilar, debemos pedir el auxilio de la gracia divina y expulsar de nuestra alma todo lo que nos aparta de Nuestro Señor Jesucristo.

Tengamos presente, no obstante, que la principal misión para la cual hemos sido creados está precedida de incontables otras. Si sabemos ser generosos en el combate cotidiano, dando los pasos rumbo a la perfección que Dios nos pide, lo seremos también cuando Él nos presente algo mayor. Y así, de batalla en batalla, con los ojos puestos en el Redentor y en María Santísima, sabiendo que las fuerzas no vienen de nosotros y que la victoria nos es dada por Ellos, estaremos preparándonos para ser fieles, como Yael, en la hora «H» de nuestra misión específica.

La derrota de Sísara, por Luca Giordano – Museo del Prado, Madrid

Sin duda somos más felices que Yael, pues, habiendo nacido después de la venida del Redentor, hemos sido más beneficiados por su sangre, y hemos recibido como nuestra a su propia Madre. Ella, la fortaleza de los flacos y el alivio de los miserables, nos ayudará en el arduo combate.

 

Notas

1 Adagio latino que significa: «nadie se hace grande de repente».

 

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