El lector que haya recorrido con diligencia esta edición especial de la revista Heraldos del Evangelio, homenaje póstumo a Mons. João, muy probablemente lo ha hecho impulsado por un deseo más o menos consciente de adquirir una visión completa de su persona. Sin embargo, al llegar al presente artículo, quizá experimente la impresión contradictoria de no haber conseguido ese objetivo. Después de todo, ante su multifacética personalidad, surge la pregunta: ¿quién fue exactamente Mons. João?
Esclavo de María, padre, fundador, caballero, apóstol, formador, sacerdote… Monseñor João reunía en sí todos estos atributos, es cierto. Pero ninguno de ellos le explica por entero. Es más, incluso sumados, uno tiene la impresión de que no agotan la riqueza de su figura, ni nos proporcionan una síntesis acabada de ésta. Falta algún elemento, una clave de interpretación para conocer el unum de su personalidad.
Acerca del gran fundador de los salesianos, con quien había convivido mucho, San José Cafasso dijo de él con razón: «Don Bosco es un enigma…».1 Insinuaba así que nadie había abarcado del todo la fisonomía moral de este sacerdote, dados los variados matices que presentaba y lo mucho que escondía detrás de un carácter altamente accesible. Parafraseando al santo italiano, bien podríamos decir: «Mons. João es un enigma…». ¿Cómo descifrarlo? Guiados por los principios de la doctrina católica, especialmente de la teología de la historia, arriesguemos al menos un intento que, como conclusión de estas páginas, pueda ofrecernos una imagen más completa de él.
La luz primordial
Entre las muchas explicaciones hechas por el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira, se halla la que denominaba luz primordial. Acompañemos cómo nuestro fundador la describió resumidamente en una de sus principales obras, la que trata de su padre espiritual y maestro:
«Conforme explicaba él, siguiendo a Santo Tomás de Aquino,2 Dios, al ser infinito, es tan rico en sustancia que no podría reflejarse adecuadamente en una sola criatura, aun cuando ésta fuese favorecida por los dones más preciosos. Luego, al considerar desde toda la eternidad la multitud de ángeles y hombres que crearía a fin de participar de su felicidad, también determinó los distintos aspectos de sí mismo que cada uno de estos seres inteligentes estaría llamado a adorar y representar de manera particular, en la tierra y en el Cielo.
»Ésas son las luces primordiales, verdaderas vocaciones específicas, que, en su conjunto y de manera limitada, reflejan las maravillas que existen en Él en grado infinito. Son llamadas luces por ser modalidades peculiares de la luz divina, y primordiales porque deben constituir el principal objeto de la atención de quien las recibe. […]
»Así, para una persona la luz primordial será la fortaleza en uno de sus matices, mientras que para otra podrá ser la suavidad en el trato y, para una tercera, cierta forma de recogimiento y contemplación».3
Dotado de un agudo carisma de discernimiento de los espíritus, el Dr. Plinio percibía con facilidad el llamamiento específico de cada persona que se acercaba a él, hasta el punto de que se hizo costumbre entre sus discípulos preguntarle acerca de su propia luz primordial en conversaciones de dirección espiritual.
«Es la armonía»
Como hemos visto, en los años de su juventud Mons. João experimentó abundantes consolaciones sobrenaturales en el contacto con aquel que se constituiría guía de sus pasos. Así pues, en una ocasión en la que conversaba en privado con su padre espiritual, le preguntó cuál era su luz primordial, recibiendo sin titubeo una respuesta concisa pero profunda: «Es la armonía».
Siendo aún muy joven, el sentido más amplio de esta afirmación no estaba muy claro para Mons. João en aquel momento, lo que le llevó a pensar que se trataba de una referencia a su conocida afición por la música. Sin embargo, el tiempo demostraría el enorme alcance de esa particular vocación suya, así como —y sobre todo— manifestaría el grado de clarividencia que encerraba el aparentemente sencillo análisis del Dr. Plinio.
Entonces, ¿cómo Mons. João reflejó la perfección divina de la armonía a lo largo de su existencia? Ciertamente no fue sólo por su apostolado a través de la música… Quien convivió con él se sorprendería al contemplar su capacidad para conciliar las más diversas realidades, con miras a la realización de los ideales a los que se había entregado.
Por citar uno entre miles de ejemplos, no era raro que Mons. João congregara a su alrededor un vasto auditorio de ambos sexos, con una franja de edad que abarcaba desde el comienzo de la adolescencia hasta la sexta o séptima década de la vida. Con total soltura, disertaba sobre elevados conceptos teológicos, presentándolos con tal atractivo que la parte más joven de la audiencia podía seguirlos con interés, sin que los mayores dejaran de sacarle provecho para su propia instrucción y progreso espiritual.
Este particular me recuerda la ocasión en que un ilustre visitante, distinguido prócer del mundo académico eclesiástico, se pasaba enfática e inconscientemente la mano por el rostro, lleno de estupor, al ver cómo Mons. João mantenía la atención de un público tan diferente, tratando — por cierto, de un modo inédito— materias que, sólo con mucho esfuerzo, lograba transmitirles a sus alumnos universitarios de posgrado…
Más allá de la mera relación humana
No obstante, si la luz primordial de Mons. João brilló en su relación con el prójimo, armonizando a miles de personas de los más variados orígenes culturales y sociales, también es verdad que ella trascendió el mero ámbito de las criaturas humanas.
Leyendo cierta vez un artículo escrito por el Dr. Plinio, nuestro fundador encontró una definición de armonía que le ayudó mucho a entender su vocación: «Existe armonía cuando las relaciones entre dos seres son acordes a la naturaleza y el fin de cada uno. La armonía es el obrar de las cosas unas en relación con las otras, según el orden».4
Por consiguiente, el concepto de armonía se revelaba extremadamente profundo. En primer lugar, se refiere a toda la creación, desde el más ínfimo mineral hasta el más alto de los ángeles, a María Santísima y al mismo Jesucristo hombre. Además, abarca la idea de la finalidad de estos seres: deben relacionarse en función del orden querido por Dios, para que se produzca la verdadera armonía. En otros términos, la perfección divina que Mons. João estaba llamado a representar, alcanza su apogeo sólo cuando los planes de la Providencia para el universo se realizan plenamente.
Esa meta estuvo presente en cada momento de la vida de nuestro fundador, que, según sus palabras, se caracterizó por el deseo de «establecer, por amor a Dios — nunca por amor a sí mismo—, una relación ordenada entre distintos seres, tanto mayor cuanto más elevados fuesen éstos, […] realizando el encanto de la gran armonía que debía existir en el paraíso terrenal entre todos los hombres».5 Y si parece una exageración filial extender ese anhelo al orden de la creación entera, para disipar tal impresión basta considerar el empeño expresado por Mons. João por ordenarlo todo según los designios divinos. Y cuando hablamos de todo incluimos minucias como un manjar culinario, una verja, una granja de animales o la decoración de una sala.
Aspiración a la armonía universal
Un anhelo tan osado no surgió por casualidad; tiene una génesis sublime.
Con acuidad profética, el Dr. Plinio penetró en los arcanos de la Santísima Trinidad y allí discernió la plenitud, nunca realizada, del plan de la creación. Su percepción se reveló de tal manera completa que llegó a abarcar, en una visión de conjunto, no sólo el presente, sino toda la historia. Ahora bien, al considerar el recorrido de la obra divina desde sus comienzos, pudo comprobar, consternado, cuántas veces el demonio logró contrariar los designios de la Providencia, conquistando ilusorios triunfos en la gran guerra de los siglos.
Hecha esta explicación, el Dr. Plinio decidió constituir como ideal de su vida llevar a cabo el emocionado rescate de ese venerable legado que comprendía todo lo que, a lo largo de los tiempos, formó parte de aquel plan original aparentemente frustrado por las artimañas de Satanás y por las infidelidades de los hombres. Para ello congregó seguidores y lanzó una reconquista que llegó a designar como el llamamiento a levantar los estandartes caídos al margen de los caminos de la historia. Consideremos algunos de sus comentarios al respecto.
«Mi misión, nuestra misión, que es una, se perfiló ante mis ojos de un modo muy sencillo: encontré a lo largo de mi camino una serie de estandartes arrojados al suelo, derrotados, maltrechos, pisoteados, que simbolizaban las diversas causas que habían tenido defensores en el pasado y que ya nadie defendía».6 De la indignación ante semejante ultraje a Dios nació el deseo de «recibir con amor todas las cosas contrarrevolucionarias que el mundo rechaza, acogerlas con transportes de amor. […] Debemos querer albergarlo todo. […] Agasajar todos los estandartes arrojados al suelo y, por amor a la Virgen, restaurarlos y llenarlos de luz. […] Todo, todo, todo. Todo lo que está siendo negado, todo lo que está siendo pisoteado, tiene un altar en nuestras almas».7 Y concluía: «¿En qué representa esto una victoria? En el hecho de que todos los ideales traicionados o abandonados, todos los deberes no cumplidos, todas las causas no defendidas, que parecían muertos o agonizantes, regresaron al campo de batalla».8
Dotado de una especial comprensión y amor por esta altísima misión, Mons. João pronto percibió que su llamamiento era plasmar en realidades concretas las maravillas que habitaban el alma del Dr. Plinio, llevando sus deseos hasta su consumación. Así, muchos de los «estandartes» cuyo abandono constituía un desafío del demonio a Dios a lo largo de la historia, fueron erguidos de nuevo y vengados por las realizaciones de nuestro fundador, mediante una eximia fidelidad a gracias extraordinarias y a la persona de su maestro.
Desde este prisma se explica la odisea esbozada en las páginas de la presente edición. Las construcciones, el nuevo estilo de vida, la aprobación pontificia de tres instituciones, las mil y una formas de apostolado, la doctrina inatacable, la absoluta integridad moral, los innumerables servicios prestados a la Santa Iglesia: todo nació de este anhelo de instaurar el orden y la armonía deseados por Dios, cumpliendo su plan para la creación.
Una meta sublime, sin duda, pero no del todo concluida. De hecho, considerada en su amplitud, tal misión trasciende con creces todo lo que Mons. João consiguió realizar en vida. ¿Cómo podemos entonces entenderla como algo plausible? ¿Sería una genuina esperanza o una mera ilusión?
En Dios es donde los hombres cumplen sus misiones
Aunque decisivas, porque definen su destino eterno, todas las misiones específicas que un hombre puede cumplir en la tierra son, a los ojos de Dios, tareas menores. Cuando el individuo las desempeña adecuadamente —sirviendo, alabando y reverenciando al Señor— salva su alma y, al llegar al Cielo, conoce su verdadera misión. Ésta se cumple junto a la Santísima Trinidad, en la visión beatífica.
Tal afirmación podría sorprender, pero algunos ejemplos pueden hacerla más comprensible. Santiago el Mayor, a pesar de haber ejercido durante muy poco tiempo un apostolado —aparentemente— no muy exitoso, recibió una apasionante misión post mortem como «jefe de una cruzada y protector de una nación»,9 con incalculables frutos para la Santa Iglesia y la civilización cristiana. ¿Y qué decir de Santa Teresa del Niño Jesús o de tantos otros santos que, según una visión humana, no hicieron más que asentir a un llamamiento que nunca lograrían cumplir en vida?
Ahora bien, ¿cómo podemos aplicar, sin retroceder en el tiempo, este principio a Mons. João? ¿Cómo pronosticar la realización post mortem de su misión? La respuesta a esta pregunta — como a todas las demás que podríamos plantearnos sobre la persona de nuestro fundador— está en Nuestra Señora.
Monseñor João y el Reino de María
Primogénita de la creación y espejo cristalino de las perfecciones divinas, María Santísima realiza, en plenitud y en todos sus pormenores, el plan original de Dios para su obra.10 Ella, junto con Nuestro Señor Jesucristo, es el arquetipo no sólo de la humanidad sino también de la Santa Iglesia. De estos supuestos se infiere que la historia constituye el proceso por el cual el rostro visible de la Esposa Mística de Cristo se asemejará enteramente a su sublime modelo, la Virgen Madre, «gloriosa, sin mancha ni arruga ni nada semejante, sino santa e inmaculada» (Ef 5, 27).
Como parte de este proceso, la Providencia hizo que, a través de luces sobrenaturales, que tanto el Dr. Plinio como Mons. João previeran el futuro reinado de Nuestra Señora, lo idearan en sus corazones y, en el germen que para ello significaron sus proezas, de alguna forma lo empezaran incluso en medio del imperio de la Revolución.
En efecto, cuando debido a la creciente decadencia generada por este proceso cinco veces secular y en avanzado estado de éxito, la humanidad parecía encaminarse hacia su ocaso, Dios llamó a Mons. João para que fuera como un istmo mediante el cual todas las maravillas del pasado que parecían muertas encontraran, renovadas, una continuidad. Aparentemente derrotadas en otro tiempo, hoy causando asombro a los corifeos del falso progreso, se yerguen ufanas en una obra que durante años desafía los tifones del mundo, convencida de que al proceder así se convierte en la semilla más fértil del grandioso porvenir entrevisto no sólo por su fundador, sino por tantos otros grandes profetas a lo largo de la historia.
Bien podemos decir que, en sus insondables designios, Dios sometió el futuro a la límpida correspondencia de un varón. Cumplida su misión en la tierra, y de alguna manera prolongada en todos aquellos que lo siguen sin pretensiones, a pesar de sus miserias, Mons. João depositó su decisiva contribución con vistas a la efectiva realización del plan divino para la creación, que no es otro sino el Reino de María, en el cual se verá atendida la súplica formulada por el Redentor en la oración perfecta: «Hágase tu voluntad, así en tierra como en el Cielo».
De tal convicción, apenas esbozada en estas pobres líneas, brota un himno filial de gratitud a aquel que, a partir del 1 de noviembre de 2024, inició su post misión, en la eternidad. ◊
Notas
1 AUFFRAY, Augustine. Un grand éducateur: Saint Jean Bosco. 6.ª ed. Lyon-Paris: Emmanuel Vitte, 1947, p. 485.
2 Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. I, q. 47, a. 1.
3 CLÁ DIAS, EP, João Scognamiglio. El don de sabiduría en la mente, vida y obra de Plinio Corrêa de Oliveira. Città del Vaticano-São Paulo: LEV; Lumen Sapientiæ, 2016, t. IV, pp. 52-53.
4 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. «A cruzada do século XX». In: Catolicismo. Campos dos Goytacazes. Año I. N.º 1 (ene, 1951); p. 1.
5 CLÁ DIAS, EP, João Scognamiglio. Conferencia. São Paulo, 19/2/1998.
6 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Reunión. Amparo, 16/12/1985.
7 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Charla. São Paulo, 25/8/1977.
8 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Reunión. São Paulo, 5/8/1986.
9 GUÉRANGER, OSB, Prosper. El Año Litúrgico. El Tiempo después de Pentecostés. Primera Parte. Burgos: Aldecoa, 1955, t. IV, p. 648.
10 Cf. CLÁ DIAS, EP, João Scognamiglio. ¡María Santísima! El Paraíso de Dios revelado a los hombres. Lima: Heraldos del Evangelio, 2021, t. II, pp. 36-39.