XXX Domingo del Tiempo Ordinario – 26 de octubre
El Evangelio de este domingo nos presenta la parábola del fariseo y el publicano, narrada por el Señor a «algunos que confiaban en sí mismos por considerarse justos y despreciaban a los demás» (Lc 18, 9), es decir, a algunos soberbios. En ella, Jesús retrata a dos hombres que suben al Templo de Jerusalén a orar: un fariseo y un publicano.
El primero, de pie, da gracias a Dios por no ser pecador como los demás hombres; se jacta de sus virtudes, no le pide al Señor ni ayuda ni perdón por sus faltas. El segundo se mantiene a distancia, reconociendo su indignidad, baja la cabeza, admite que es pecador y le ruega al Altísimo que sea propicio con él. El divino Maestro afirma que el publicano salió del Templo justificado, pero el fariseo no, porque «Dios resiste a los soberbios, mas da su gracia a los humildes» (Sant 4, 6).
No obstante, ¿en qué consiste la soberbia?
Es propiamente un apetito desordenado de la excelencia misma, pecado que se manifiesta de diversas maneras, como, por ejemplo: intentar sobresalir a cualquier precio; considerarse mejor que los otros rebajar a los demás; ufanarse de bienes espirituales o materiales, como si procedieran de uno mismo; presumir de salvarse con sus propias fuerzas, sin contar con el auxilio de Dios.
Se trata de un pecado muy serio, que abre la puerta a todos los demás. Lo cometieron los ángeles malos, nuestros primeros padres y… también nosotros.
La virtud contraria a la soberbia es la humildad, por la cual reconocemos lo que realmente somos ante Dios. Como enseña Santa Teresa: «La humildad es andar en verdad; que lo es muy grande no tener cosa buena de nosotros, sino la miseria y ser nada».1
¿Y nosotros? ¿Somos humildes o soberbios? ¿No es cierto que, en muchísimas ocasiones, la soberbia es el motor de nuestras acciones? Hagamos, pues, un examen de conciencia al respecto.
He aquí algunas preguntas que podríamos hacernos: ¿Reconozco que solamente iré al Cielo con la ayuda de Dios y, en consecuencia, procuro llevar mi vida de oración con seriedad? ¿Me considero superior a los demás, me burlo de ellos, los insulto o difamo? ¿Pretendo que los otros me elogien por mis virtudes imaginarias, mis cualidades humanas o mi aspecto físico y que me honren con los mejores puestos? ¿Me irrito cuando las cosas no salen como yo quiero?
La Virgen María es un ejemplo de humildad para todos nosotros. Ante San Gabriel, se reconoce como la esclava del Señor (cf. Lc 1, 38), y en el magníficat proclama que Dios «ha mirado la humildad de su sierva» (Lc 1, 48). Sin embargo, esa humildad no se manifiesta sólo con palabras. Inmediatamente después de la visita del arcángel, Nuestra Señora parte hacia la casa de Santa Isabel para servirla; sufre en silencio las penurias del viaje a Egipto, como consecuencia de la persecución de Herodes; obedece en todo a San José, aun siendo la Reina del Cielo y de la tierra.
Pidámosle a Ella —Medianera universal de todas las gracias— que nos conceda el don inestimable de tener un corazón humilde como el suyo. ◊
Notas
1 Santa Teresa de Jesús. Moradas del castillo interior. «Moradas sextas», c. 10, n.º 8.