Más acerca de la paz: ¿cómo alcanzarla?

La paz perfecta para el hombre y para la sociedad sólo puede venir del Señor de todos los bienes, Jesucristo. Él mismo nos enseña cómo alcanzarla, en la medida en que es posible en esta vida.

«La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy yo como la da el mundo» (Jn 14, 27). Jesucristo, en su infinita bondad, les dejó a los hombres esa herencia e insistió en alertarles a los Apóstoles sobre un hecho de capital importancia: su paz no es la del mundo.

Junto con el demonio y la carne, el mundo es uno de los enemigos de la salvación humana. Entre él y Cristo reina una oposición completa, de modo que «si alguno quiere ser amigo del mundo, se constituye en enemigo de Dios» (Sant 4, 4). Y recíprocamente ocurre lo mismo: los discípulos del Señor son odiados por su opositor, porque han sido escogidos y arrancados de sus garras para llevar una vida santa (cf. Jn 15, 19).

En el artículo que publicamos el mes pasado, vimos que San Agustín define la paz como «la tranquilidad del orden».1 No es de extrañar que el mundo, voraz por perder a los que son de Jesús, ofrezca también una caricatura de ésta, es decir, una falsa tranquilidad, basada en un orden falaz, que esconde sus maldades bajo la forma de bienes aparentes, para que los hombres no vean que en el pecado y en el alejamiento de Dios nunca existirá paz.

Donde reina la iniquidad, ¿cómo esperar que haya concordia? ¿Acaso podría haber tranquilidad del orden cuando el orden por excelencia es transgredido, corrompido, pisoteado? ¿Qué clase de paz ofrece el mundo?

La paz entre las naciones y la utopía de los tratados

A nivel internacional, hay quienes desean fundamentar la paz sobre todo en la actuación omnipresente, y cada vez más invasiva, de organismos internacionales o en acuerdos establecidos entre las naciones. En ese caso, el origen de la violencia radicaría únicamente en la falta de organización y coordinación de sus cumbres.

Ahora bien, desde la Segunda Guerra Mundial se han multiplicado el número de los tratados y de las organizaciones internacionales. Y, en la práctica, ¿qué vemos? Según el análisis todavía actual del renombrado teólogo dominico P. Victorino Rodríguez, «la desavenencia entre las naciones, por animadversiones raciales, disputa de fronteras, enfrentamientos económicos, ofensas nacionales o reivindicaciones históricas, […] provoca toda clase de guerras […]. La mera posibilidad de una conflagración nuclear generalizada es un impedimento de la paz, de la tranquila libertad de los pueblos».2

Una mirada atenta sobre los acontecimientos que afligen al mundo da muestras de ello. En Oriente Próximo, la guerra —interminable guerra— continúa sin perspectivas de que se acabe. El terrorismo adquiere rasgos cada vez más agresivos: el acceso al armamento y la tecnología antaño restringido a las naciones de derecho, le ha dado un potencial de acción y destrucción antes ausente.

La derrota y las humillaciones infligidas entre unos y otros son semilla de odio y resentimiento. Los vencidos se encuentran a menudo oprimidos, pero no pacificados, esperando el momento oportuno para la venganza —como se ha visto en el reciente caso de Afganistán…

Hay que decir que la Iglesia reconoce el valor que pueden tener ciertos organismos mundiales, así como alaba los tratados y acuerdos realizados con vistas a la paz, siempre y cuando protejan el derecho, la verdad y la justicia.3 No obstante, los hechos demuestran que una armonía social derivada de meros acuerdos es una quimera. La auténtica paz no nace sólo del papel y la tinta, sino de corazones realmente orientados hacia la verdad y el bien.

No hay paz intestina ni familiar

Atentado contra las Torres Gemelas, en 2001

En el interior de cada país se constata el mismo problema, conforme observa, una vez más, el P. Victorino Rodríguez: «Inmoralidad pública intolerable, falta de seguridad ciudadana o de tutela judicial, antipatías o rivalidades de pueblos, de grupos étnicos o de gremios. Todo ello acuciado por ideologías sociológicas».4

Ideologías… palabra tan de moda actualmente. El teólogo dominico las califica como «las principales dolencias de nuestra sociedad, que impiden una auténtica paz social o tranquila libertad».5

Además, en nuestros días son numerosos los elementos de corrupción de la institución de la familia. Novelas, espectáculos, revistas e internet ofrecen de sobra «modelos familiares» cada vez más alejados del ideal católico e incluso del orden natural. ¿Y cuáles son los resultados?

Asombra considerar el aumento de casos de familias destruidas y que no raras veces acaban en odio recíproco entre quienes han sido llamados a convertirse en reflejo de la unión entre Cristo y la Iglesia.

El patrio poder, valor fundamental que refleja el gobierno divino, es cada vez más cuestionado. Los sagrados deberes de los padres en relación con los hijos, igualmente, son desatendidos. Los progenitores, que por amor a la Iglesia deberían esmerarse en proporcionarle a su prole una educación auténticamente católica, cultivo de virtudes y valores de honor, respeto y probidad, se olvidan de esta tan alta y grave responsabilidad.

¿Y la paz individual?

Sin embargo, parece indiscutible que todo ese caos brota de una fuente, señalada ya por el apóstol Santiago: «¿De dónde proceden los conflictos y las luchas que se dan entre vosotros? ¿No es precisamente de esos deseos de placer que pugnan dentro de vosotros?» (Sant 4, 1).

Es imposible que el mundo esté en armonía si cada hombre no domina virtuosamente sus apetencias e inclinaciones.

Sin ese control, surge la inquietud con respecto al porvenir de una sociedad en crisis, la acidez en el trato con los demás, el fastidio de una vida monótona por la ausencia de esperanza en la eternidad. La prueba de esto es el drástico aumento de casos de depresión, trastornos psiquiátricos y suicidios en nuestros días.

De ahí nace también el espíritu de insubordinación contra toda forma de autoridad; la índole perezosa, que desprecia el trabajo hasta el límite del incumplimiento de los deberes de estricta justicia; la acentuada pérdida de pudor.

¿Cómo jactarse de paz cuando el hombre está, en todos los sentidos, esclavizado por el vicio y el error?

Escena de la vida familiar, pintura del siglo XIX

De la paz con Dios resultan la paz individual y la social

Hasta ahora hemos discurrido ampliamente acerca de la «paz» del mundo y de las engañosas sendas por las cuales lleva a los hombres. Lo hemos hecho a propósito para poner de relieve el abismo que media entre esa realidad y la genuina paz del Señor, abismo que, no obstante, puede ser superado con un simple estiramiento del brazo: la paz de Cristo está a nuestro alcance y ya veremos hasta qué punto.

Para que la tranquilidad del orden en el universo sea completa, se requiere la perfecta concatenación de todos los elementos que lo componen. Los reinos mineral, vegetal y animal ya se encuentran en paz, pues están necesariamente ordenados hacia la finalidad para la cual fueron creados.

Pero el hombre —ápice de la Creación material— difiere de los otros seres. Dotado de inteligencia y voluntad, tiene la posibilidad de dirigirse o no hacia el fin que el Creador le ha establecido.

Por consiguiente, la paz entre los seres humanos es más compleja y debe ser alcanzada en tres ámbitos esenciales: el social, el interior y el de las relaciones con Dios.

Estas «dimensiones» de la paz están profundamente conectadas. Siendo la sociedad y las naciones un conjunto de individuos, la tranquilidad del orden interior repercute en la generalidad de los pueblos; por lo tanto, «sin la paz intrapersonal no puede haber auténtica paz social».6

Cabe entonces preguntarnos: ¿cómo podemos apaciguarnos? Según el Doctor Angélico, «la paz verdadera no puede darse, ciertamente, sino en el apetito del bien verdadero».7

Dice «bien verdadero» porque el mal es capaz de asumir apariencias de bondad, pero no es apto para proporcionarle la paz al hombre, pues necesariamente «tiene, sin embargo, muchos defectos, fuente de inquietud y de turbación».8

Ahora bien, el único bien absoluto, sin defecto alguno, es el propio Dios. Por tanto, el hombre sólo alcanza la quietud genuina y completa a través de una relación amistosa y obediente con Él, que tiene como base el cumplimiento de sus leyes y sus Mandamientos. Está claro, pues, que la paz con Dios radica en la armonía individual, de la cual, a su vez, deriva en gran medida la social.

La más importante de las leyes

Hemos mencionado el cumplimiento de los Mandamientos como base de la buena relación para con Dios. De todos ellos, sin embargo, el principal es el que más entrelaza con la paz: «Amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo», es decir, la virtud de la caridad.

El P. Antonio Royo Marín, OP, esclarece que la caridad «impulsa a darse totalmente al prójimo, hasta el heroísmo y la plena abnegación de sí mismo».9 Cuanto más una persona ama a Dios, mayor será su dedicación por los otros, porque el amor a Él y al prójimo son como dos caras de una misma moneda.

Se trata de un vínculo misterioso e incluso paradójico, pero precisamente en la disposición para el sacrificio por el otro, en la abnegación total de sí mismo y de los propios intereses es donde se alcanza la paz con toda su suavidad y deleite.

El Estado debe promover la caridad

Los dirigentes de las naciones, a su vez, deben reconocer en la paz interior de los hombres el baluarte más sólido para la adquisición de la concordia mundial. La Iglesia enseña que «para realizar y consolidar un orden internacional que garantice eficazmente la pacífica convivencia entre los pueblos, la misma ley moral que rige la vida de los hombres debe regular también las relaciones entre los Estados».10

Un Gobierno, por ejemplo, que coercitivamente imponga la justicia, pero no reconozca a Dios como Señor y Juez, se establece en principio absoluto, eximido de una autoridad superior que lo juzgue y regule. ¿Qué norma de justicia va a regirlo? Su propio beneficio. En este caso, ¿qué valor tendrá el respeto al derecho internacional si sus ventajas son su único fin?

Si a eso le agregamos una de las peores formas de injusticia, que es la falta de respeto al derecho de todo hombre a la verdad íntegra, especialmente la que está ordenada a la vida eterna, tendremos entonces el totalitarismo en toda su estatura: «Cuando un Estado monopoliza o manipula los medios de comunicación social con fines e intereses de parte, se conculca el derecho a la verdad; […] cuando a través de unos medios informativos se atacan o incluso se trata de destruir los valores morales de la sociedad, conduciendo, sobre todo a los jóvenes, a consideraciones puramente hedonistas en los comportamientos vitales, se hiere y conculca el derecho a la verdad».11

Por el contrario, la observancia de la ley moral, de la cual la Iglesia es la principal depositaria e intérprete, «debe ser inculcada y promovida por la opinión pública de todas las naciones y de todos los Estados con tal unanimidad de voz y de fuerza, que ninguno pueda atreverse a ponerla en duda o a debilitar su fuerza obligatoria».12

El respeto a los principios absolutos del derecho natural está en la base del aforismo «pacta sunt servanda», siendo, por tanto, fundamental para salvaguardar la veracidad y la fidelidad a los tratados y convenios internacionales.

El Parlamento Europeo durante una sesión plenaria, Estrasburgo (Francia)

La paz de Cristo

La paz perfecta para el hombre y para la sociedad sólo puede venir del Señor de todos los bienes, Jesucristo. Él, al asumir la naturaleza humana, nos dejó su paz y nos enseñó cómo alcanzarla, en la medida en que es posible en esta vida.

Nuevamente en las sabias palabras del P. Victorino Rodríguez, «Él mismo es la paz, como es el camino, la verdad y la vida, y garantiza la similitud consigo mismo a los hombres que practican la paz: “bienaventurados los pacíficos, porque ellos serán llamados hijos de Dios”».13

La paz de Cristo es fruto de su sangre, que sacó a los hombres de la esclavitud del pecado. Es la paz del Espíritu Santo, que llena el corazón humano de santa alegría y de esperanza en la posesión del Cielo.

Es la paz de una vida santa, por la sujeción de las pasiones a la inteligencia iluminada por la fe y por la adhesión de la voluntad a la verdad y al bien eterno; paz que proviene de una naturaleza recta y ordenada por la gracia, que sabe valerse de todas las cosas sin las exageraciones e intemperancias que roban el descanso interior.

Es la paz que no ve en el dolor un elemento de frustración y desesperación, sino que sabe encontrar en él la mano invisible y misteriosa de Dios, que todo lo hace para el bien de sus elegidos.

De esta acción profunda de la gracia en la naturaleza humana fluye la paz cristiana, que hace brotar en la vida social virtudes auténticas de armonía, respeto, obediencia y admiración.

Bajo su influencia, la vida familiar se ordena según el modelo y la jerarquía queridos por Cristo. Los más variados estratos de la sociedad consuenan entre sí por la legítima subordinación; los inferiores reconocen en sus superiores la autoridad de Dios, y los superiores, a su vez, disciernen en su condición un don divino, recibido para beneficio de los demás.

Fundamentados en esa paz, los gobernantes aplican la justicia, castigando al mal y favoreciendo al bien; las naciones, concertadas para el progreso material y espiritual de los pueblos, protegen la inocencia de la infancia con la sabiduría de la ancianidad. Y todos ven en la Iglesia, en los sacramentos y en la moral el más valioso auxilio para la manutención de la verdadera concordia.

«Emitte Spiritum tuum et creabuntur»

¿Cómo esperar que fructifique de nuevo la auténtica paz de Cristo en el mundo?

Cuando se analiza el pasado, se ve que en varias ocasiones el desorden material y la confusión en las almas, originadas por las herejías y cismas, amenazaron la verdadera paz. La persecución por parte del sanedrín sufrida por los Apóstoles tras la Resurrección del Señor; las muertes de los primeros cristianos, víctimas del odio de todo un Imperio durante prácticamente tres siglos; las herejías que pululaban en la cristiandad, desde la gnosis de los tiempos apostólicos hasta las sectas protestantes, son algunos ejemplos de esa realidad.

Sin embargo, en todas las ocasiones de crisis mencionadas el Espíritu Santo supo despertar en las almas el amor por la verdad y el deseo de luchar por ella, para que el orden fuera restablecido y la paz obtenida.

Hoy la situación parece mucho más grave y quizá el mundo contemporáneo esté incurriendo en la más execrable de las apostasías: habiendo conocido la benéfica y saludable influencia de la Iglesia Católica, le da la espalda. Es más, se esfuerza metódica y conscientemente por excluir de la moral, de la cultura y de las leyes todo lo que aún conserve el dulce olor de Cristo.

Más que nunca, es necesario pedir la intervención divina. Que el Espíritu Santo repita el milagro de Pentecostés y reavive el fuego de la caridad en los corazones, para que en el universo reine la justicia y la paz. Y que el mundo, antaño cristiano y ahora nuevamente pagano, retorne a las sendas del divino Maestro.

Pidamos esta gracia y cooperemos para que se vuelva efectiva, cada uno en su esfera de acción —sea en la vida familiar y en el trabajo, según el estado de vida propio; sea por la acción, por el ejemplo o por la oración—, seguros de que buscar la paz no es desear un pacifismo estéril, una amalgama sincretista de todo cuanto puede ser causa de división —aunque legítima— entre los hombres, pues nuestro «Dios no es Dios de confusión sino de paz» (1 Cor 14, 33). 

¿El Príncipe de la paz vino a traer división?

Desde el primer pecado cometido por Adán y Eva hasta la Encarnación, existía una fuerza predominante en la faz de la tierra que podemos llamar el polo del mal. Aunque la promesa divina estuviera en vigor, garantizando la Redención, y la solicitud del Creador se ejerciera constantemente a favor de los judíos, era patente que entre los demás pueblos de la Antigüedad existía un consenso por el cual reinaba el mal en todos los ambientes, sin que hubiese la posibilidad de que los buenos realizaran obras relevantes que destruyeran el imperio del demonio. Apoyadas en esa seudoarmonía producida por el pecado —una unidad engañosamente perfecta—, las potencias infernales habían establecido la cohesión del mal. […]

Jesús vuelve a la tierra para fulminar al Anticristo – Capilla del Colegio Exeter, Oxford (Inglaterra)

Ahora bien, la venida de Cristo encendió el fuego del amor divino sobre la tierra e inauguró el polo del bien, con una fuerza de expansión extraordinaria. Como observa el P. Manuel de Tuya: «Este fuego que Él pone en la tierra va a exigir tomar partido por Él. Va a incendiar a muchos, y por eso Él trae la “disensión”, no como un intento sino como una consecuencia».* Es inevitable una separación radical, pues quien adhiere al bien restringe la acción de quien opta por el mal e impide su progreso, abriéndose así un abismo que los va distanciando.

«¿Pensáis que he venido a traer paz a la tierra? No, sino división» (Lc 12, 51). Estamos ante una de las afirmaciones más categóricas proferidas por el Maestro en todo el Evangelio: «No he venido a traer paz». ¿Cómo el «Príncipe de la paz» profetizado por Isaías (9, 5), Él, que al invocar la presencia del Espíritu Santo dirá: «Paz a vosotros» (Jn 20, 19), predica que no vino a traerla? He aquí un versículo que causa perplejidad a los espíritus cartesianos. La explicación, sin embargo, es simple y profunda: su paz no coincide con la que es entendida según conceptos deformados: «No os la doy yo como la da el mundo» (Jn 14, 27). […] La paz rechazada por Nuestro Señor es la que se establece cuando las almas están unidas por el pecado, por la complicidad que lleva a los hombres perversos a protegerse entre sí y a vivir en aparente concordia, en una falsa armonía fundamentada en el mal. […]

La división inaugurada por Jesús se cifra en una intransigente censura a esa actitud de complicidad en el mal, sobre todo por la recta conducta de las almas virtuosas y por la corriente de buenos suscitada por ellas. Al fundar la Iglesia inmortal, Nuestro Señor le dio al bien una fuerza divina capaz de desenmascarar el error de los que abrazan el pecado, de mostrar cuán hediondo es y de oponer resistencia a su dominio. Hasta la venida de Cristo, la virtud y el bien tenían un alcance limitado. Él vino a hacerlos omnipotentes y a transformarlos en el factor decisivo de la Historia. La separación entre buenos y malos se convirtió en una realidad mucho más acentuada que antes, con una peculiar característica: los buenos, cuando son íntegros, siempre salen victoriosos. 

CLÁ DIAS, EP, João Scognamiglio.
¡El fuego purificador! In: Lo inédito sobre
los Evangelios
. Città del Vaticano: LEV;
2012, v. VI, pp. 292-295.

Notas


* TUYA, OP, Manuel de. Biblia comentada. Evangelios. Madrid: BAC, 1964, v. V, p. 855.

 

Notas


1 SAN AGUSTÍN. De civitate Dei. L. XIX, c. 13, n.º 1.

2 RODRÍGUEZ, OP, Victorino. Teología de la paz. Madrid: Aguirre, 1988, pp. 22-23.

3 Cf. PONTIFICIO CONSEJO JUSTICIA Y PAZ. Compendio de la doctrina social de la Iglesia, n.º 440.

4 RODRÍGUEZ, op. cit., p. 22.

5 Ídem, ibidem.

6 Ídem, ibidem.

7 SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. II-II, q. 29, a. 2, ad 3.

8 Ídem, ibidem.

9 ROYO MARÍN, OP, Antonio. Teología Moral para seglares. Moral Fundamental y Especial. 7.ª ed. Madrid: BAC, 1996, v. I, p. 856.

10 PONTIFICIO CONSEJO JUSTICIA Y PAZ, op. cit., n.º 436.

11 RODRÍGUEZ, op. cit., pp. 35-36.

12 PÍO XII. Radiomensaje de Navidad, 24/12/1941.

13 RODRÍGUEZ, op. cit., p. 13.

 

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí

Del mismo autor

Artículos relaccionados