La santidad es el ideal común a todo cristiano en esta tierra, porque a través de ella se nos abren las puertas del Cielo. Así pues, en su solicitud pastoral, le corresponde a la Iglesia no sólo proporcionarnos los medios para alcanzar la bienaventuranza, sino también presentarnos modelos de vida proba, lo cual ha constituido un papel primordial en la misión que le encomendó el divino Redentor.
Este último punto le compete particularmente al sumo pontífice, que tiene la responsabilidad de ser el juez supremo para proclamar la santidad de vida y la eficacia de la intercesión de quienes se destacaron por la práctica heroica de las virtudes y por su testimonio de fe, a veces consumado en el acto del martirio. Sin embargo, esta praxis no siempre ha sido exactamente así.
El culto a los mártires
Hoy en día nos parece normal que sea el Papa quien proclame la santidad de tal o cual Siervo de Dios y lo presente como modelo e intercesor. No obstante, en los primeros siglos de la Iglesia, cuando el dogma de la infalibilidad pontificia aún estaba muy lejos de ser definido, los «procesos» de canonización se desarrollaban de manera más rápida y sencilla.
Reunidos en el interior de una catacumba, los primeros cristianos rezaban en torno al cuerpo del último mártir que había dado su vida en defensa de la fe. Justo el día anterior, aquel santo varón o aquella casta joven se encontraba entre ellos, orando y asistiendo a misa en secreto, sin que el poder romano lo supiera. En ese momento todos creían que estaba en el Cielo, pero su presencia era sentida por sus hermanos, incluso se diría que nunca había estado tan cerca.
Así, de un modo enteramente orgánico, la devoción a un santo más se instituía en aquellos lejanos primeros siglos de persecución a la Iglesia naciente.
Exaltando otras formas de santidad
Pasaron los años y, con ellos, también las persecuciones. De este modo, el martirio ya no era la única forma de santidad reconocida por los fieles. En primer lugar, comenzaron a ser venerados los confesores de la fe: aquellos que, habiendo sufrido las torturas propias de los mártires, eran considerados muertos por sus verdugos o liberados antes del tránsito final. Se trataba de hombres y mujeres que llevaban en sus cuerpos, para el resto de sus vidas, el precio de su perseverancia: la falta de un miembro o las cicatrices de los tormentos sufridos.
Los obispos que más se destacaron por su unión con Dios pronto se vieron añadidos a la lista de los bienaventurados, como muestra de gratitud de sus hijos espirituales por su ejemplo y conducta. De hecho, a esos primeros pastores le debemos en gran medida la expansión de la Iglesia y el establecimiento de las bases de la doctrina católica.
Enseguida se sumaron a esta lista monjes y ermitaños, reyes y nobles, vírgenes y madres de familia, que paulatinamente fueron constituyendo el extenso y magnífico catálogo de los santos venerados en tal o cual región, y algunos en toda la Iglesia, ¡sin que el Papa hubiera hecho ni una sola canonización!
«Vox populi, vox Dei»
Hasta entonces, las canonizaciones se realizaban por aclamación del pueblo, en función de la fama de santidad de un bautizado, a la que se asociaba el obispo, generalmente trasladando a una iglesia los restos mortales de quien había dejado en la memoria de todos actos ejemplares de virtud, dignos de imitación, e instituyendo alguna oración litúrgica especial por él.
La costumbre de las canonizaciones populares se extendió hasta el siglo xvii. No fue sino poco a poco que la proclamación de un nuevo beato le estuvo reservada al romano pontífice. Para hacerse una idea, basta mencionar que una de las primeras canonizaciones hechas por un Papa fue la de Ulderico, obispo de Augusta, declarado santo por Juan XV ¡sólo en el siglo x!
Urbano VIII sería quien, en 1634, pondría fin irrevocablemente a las canonizaciones populares, reservando al sucesor de Pedro esta sublime tarea.
Canonizaciones dudosas
Así es como sucedió la larga trayectoria del culto a los santos hasta llegar a la forma en la que hoy lo conocemos. Sin embargo, a pesar de la progresiva institucionalización de las canonizaciones, a veces hubo devociones cuestionables a personas fallecidas, cuyas vidas no siempre se analizaron adecuadamente.
En uno de sus documentos, el papa Alejandro III se lamentaba de que en cierta región se le rindiera culto a un fallecido que había sido «martirizado» mientras se hallaba en estado de ebriedad. Incluso otros eran reverenciados sin haber existido nunca. Es el caso, por ejemplo, de «San Viar», venerado en España después de que se encontrara en la pared exterior de una antigua iglesia la deteriorada inscripción de «S VIAR». Pasaron muchos años hasta que la placa fue reconstituida, descubriéndose así su significado original: «praefectuS VIARum», que probablemente se refería al responsable de las vías públicas…
Por otra parte, ¿qué ocurre con los difuntos venerados sólo en algunas regiones o por determinados institutos? ¿Por qué la Iglesia prohíbe su culto público a escala universal? Por ejemplo, se sabe que entre los años 1209 y 1500 hubo 965 franciscanos venerados a nivel local o restringido, es decir, sólo por su orden o monasterio. La devoción a muchos de ellos, no obstante, nunca ha sido confirmada por la autoridad eclesiástica.
Ahora bien, después de estas consideraciones, quizá estén rondando en nuestra mente muchas preguntas… ¿Cómo explicar todos estos casos? ¿Qué seguridad puedo tener de que mi santo patrón está realmente en el Cielo? ¿Qué valor tiene una canonización? ¿La Iglesia es o no es infalible cuando proclama a un santo?
El valor dogmático de las canonizaciones
La verdad es que la cuestión sigue abierta, ya que los Papas nunca se han pronunciado definitivamente sobre el tema. Por lo tanto, sólo en los debates teológicos podemos encontrar elementos para responder a estas preguntas.
En primer lugar, cabe indagar: ¿en qué ocasiones un Papa es infalible? La constitución dogmática Pastor Æternus aclara que únicamente «cuando cumpliendo su cargo de pastor y doctor de todos los cristianos, define por su suprema autoridad apostólica que una doctrina sobre la fe y costumbres debe ser sostenida por la Iglesia».1 Y el Catecismo recuerda un detalle que queremos subrayar: «Esta infalibilidad abarca todo el depósito de la Revelación divina».2
Son los llamados pronunciamientos ex cathedra, muy diferentes de una homilía o de una catequesis, que no se revisten del carácter infalible, ni siquiera cuando los pronuncia el Papa. Esto es lo que ocurre, por ejemplo, en la proclamación de un dogma, como el de la Inmaculada Concepción de la Virgen María, que debe ser creído por todos como verdad de fe revelada, definida e infalible, una vez declarada como tal por el Santo Padre.
Ahora bien, esto nos lleva a otra cuestión: ¿las canonizaciones se encuadran en el ámbito de los pronunciamientos ex cathedra? ¿Forman parte de las verdades reveladas o de las necesarias para guardar y exponer fielmente el depósito de la fe?
Antes de responder, conviene considerar que las canonizaciones abarcan dos aspectos. El primero es un principio general: la certeza de que todo aquel que, siguiendo el ejemplo de Nuestro Señor Jesucristo, practica las virtudes en grado heroico, recibe la corona de la bienaventuranza, lo que significa obtener la salvación eterna. El segundo, la aplicación de esta regla a casos concretos, es decir, la proclamación de que tal o cual hombre concreto está en el Cielo.
¿Y si un santo no estuviera en el Cielo?
Es fácil demostrar que el primer aspecto —el general— está contenido en la Revelación, puesto que así nos fue prometido por Jesucristo. No obstante, ¿se puede decir lo mismo de su aplicación a los individuos? Si una persona canonizada no estuviera realmente en el Cielo, ¿habría algún daño grave al depósito de la fe?
Para algunos teólogos,3 a pesar del aspecto desagradable que este hecho necesariamente traería consigo, no resultaría, sin embargo, un grave perjuicio para el dogma católico. En cambio, la adhesión a una doctrina contraria a la fe,sí, y sería motivo de condenación para los miembros de la Iglesia, pero el culto a un santo dudoso no conllevaría serio riesgo, pues la veneración equivocada que le tributaríamos se dirigiría sólo a él en la medida en que lo creyéramos en la condición de amigo de Dios.
Es más, nuestras oraciones no se verían perjudicadas al recurrir a su intercesión, ya que tienen al Señor como fin último y principal. A falta de un mediador, Dios las aceptaría directamente.4 Por supuesto, esto no es motivo para rechazar las valiosas intercesiones de los santos, que ruegan por nosotros sin cesar.
La posición de Santo Tomás de Aquino
Muchos siglos antes de la proclamación del dogma de la infalibilidad pontificia e incluso de la regulación de los procesos de canonización, Santo Tomás de Aquino ya había sido interrogado sobre la relación entre ambos. No obstante, se muestra tan prudente al respecto que sus argumentos son utilizados tanto por quienes defienden la infalibilidad de las canonizaciones como por quienes la cuestionan. Por eso, nada mejor que recurrir a sus palabras, en la única mención que hace el Doctor Angélico acerca del tema.
Con la sabiduría que lo caracteriza, Santo Tomás afirma que existen dos situaciones distintas respecto del juicio de quienes presiden la Iglesia: por un lado, las declaraciones sobre las verdades de la fe, como los dogmas; por otro, los pronunciamientos del Papa sobre hechos particulares, es decir, sobre asuntos humanos. El Doctor Angélico subraya que las primeras son fruto de la intervención divina y, por tanto, no debemos dudar de su veracidad. Sin embargo, en el segundo caso puede haber error.
Ahora bien, «la canonización de los santos se encuentra entre estas dos situaciones». Cuando el pontífice eleva a un difunto a la honra de los altares, se certifica de su estado mediante una investigación de su vida y sus milagros, pero, ante todo, por medio de un «instinto del Espíritu Santo». De donde el Aquinate concluye: «Se debe creer piamente que el juicio de la Iglesia tampoco puede errar en esto».5
Cabe señalar que el propio Santo Tomás se abstiene de emitir un juicio absoluto sobre una cuestión tan delicada. Aunque no dice que las canonizaciones sean infalibles, afirma que debemos creerlas como ciertas, ya que el divino Espíritu Santo vela para que la Iglesia no se equivoque.
Por lo tanto, no hay razón para alarmarse por nuestras devociones simplemente porque ningún Papa haya declarado que las canonizaciones sean una aplicación del carisma de la infalibilidad. Al contrario, es Dios mismo quien se ocupa de que la Santa Iglesia cumpla sin errores su misión de presentarles modelos de virtud a sus hijos. Y Él mismo acoge con agrado nuestras súplicas, porque es, ante todo, nuestro Padre. ◊
Asistiendo a una ceremonia de canonización
En un viaje a Roma en 1950, el Dr. Plinio recibió de Mons. Giovanni Batista Montini, futuro Pablo VI, algunas invitaciones para asistir, desde la tribuna del cuerpo diplomático, a la canonización de San Vicente Strambi. Nos cuenta la hermosa ceremonia que presenció entonces.
Plinio Corrêa de Oliveira
Una multitud llenaba la basílica de San Pedro, en actitud de respeto y veneración, con el silencio que se puede conseguir de miles de personas. Es decir, todos hablaban en voz baja, en un murmullo ciertamente ruidoso, pero comedido, distinto del parloteo común.
En cierto momento, las campanas comienzan a repicar majestuosamente. Y un escalofrío recorre todo el público, porque era la señal de que el Papa, dentro de sus aposentos, se había sentado en la silla gestatoria —el trono portátil en el que el sumo pontífice era llevado por dignatarios de la corte— y había empezado el cortejo hacia la basílica.
Poco después comienzan a oírse a lo lejos las trompetas de plata de Miguel Ángel, que preceden al cortejo papal y anuncian que el Santo Padre está llegando. A continuación, se abren las puertas de bronce de la basílica de San Pedro y se inicia el cortejo pontificio. Era lindísimo, ¡y también larguísimo! La expectación del pueblo va en aumento a medida que se acerca el sonido de las trompetas, y el estremecimiento alcanza el ápice cuando el Papa, finalmente, entra en la iglesia por la puerta central. Un delirio, una aclamación, una emoción fantástica.
Una larga e inmensa procesión atraviesa de punta a punta la nave de la basílica, llevando al Papa hasta el trono preparado para él al final del templo. Hombre alto, delgado, con manos muy largas y blancas, que parecen de marfil, Pío XII porta la tiara pontificia. Es conducido a su lugar, baja de la silla gestatoria y se sienta en el trono. Detrás de él se agitan discretamente los flabeli, grandes y ricos abanicos que realzan el esplendor de la presencia papal.
La misa se desarrolló con normalidad, con mucha pompa. En el momento de la consagración, el Papa se levantó y se dirigió al altar. Cuando pasó cerca de nosotros, mientras caminaba, todos los invitados de honor hacían un profundo saludo. Los católicos se pusieron de rodillas y los no católicos permanecieron de pie, pero todos en actitud de respeto.
Cuando comenzó la consagración del pan se oyeron sonar las trompetas de plata, que se hallaban en una especie de tribuna circular junto a la cúpula de San Pedro. La impresión que se tenía era la de ángeles tocando en el Cielo. Una intensa emoción se apoderó del público.
Después, enorme silencio en la iglesia, porque el Santísimo estaba presente. El Papa regresa a su trono, la misa continúa, y luego el sumo pontífice comulga. Finalmente, da la bendición al pueblo. Nuevamente una explosión de alegría, suenan las fanfarrias, se levanta y sale.
Todo terminado, un nuevo santo, San Vicente Strambi, relucía para siempre en el firmamento católico. ◊
Extraído, con pequeñas adaptaciones, de:
Dr. Plinio. São Paulo. Año IV. N.º 42
(set, 2001), pp. 26-30.
Notas
1 DH 3074.
2 CCE 891. El Concilio Vaticano II refuerza la idea de que existe un estrecho vínculo entre la infalibilidad pontificia y la Revelación: «Esta infalibilidad que el divino Redentor quiso que tuviese su Iglesia cuando define la doctrina de fe y costumbres, se extiende tanto cuanto abarca el depósito de la Revelación». (Lumen gentium, n.º 25). Recordamos también que el papa Juan Pablo II encuadra en el rango de infalibilidad todo lo que es requerido para conservar la santidad y exponer fielmente el depósito de la fe, aunque no pueda considerarse parte de la Revelación stricto sensu (cf. Ad tuendam fidem, n.º 3-4).
3 Cf. OLS, OP, Daniel. «Fondamenti teologici della santità». In: CONGREGATIO DE CAUSIS SANCTORUM. Studium. Corso formativo per istruire le cause dei Santi. Parte Teologica. Roma: [s.n.], 2011, p. 39.
4 Cf. INOCENCIO IV. Super libros quinque Decretalium. L. III, tít. 45, c. 1; DELEYAHE, SJ, «Hippolytus. Bulletin des publications hagiographiques». In: Analecta Bollandiana. Bruxelles. N.º 44 (1926), p. 233.
5 SANTO TOMÁS DE AQUINO. Quodlibet 9, q. 8, a. 1.