La vida cotidiana en Cluny – Fuente de agua viva para la cristiandad

La belleza es una cuestión de honor para el monje cluniacense. La pulcritud debe traslucir en sus construcciones, en su liturgia, en sus posturas e incluso en sus actos más corrientes, como una comida.

Época de guerras y anarquía, el siglo x contempló un momento crucial para la historia de Europa. La campaña civilizadora iniciada por Carlomagno requería un nuevo impulso. Por otra parte, en el ámbito eclesiástico se hacía urgente una reforma de las costumbres para combatir la simonía, la inmoralidad del clero secular y la decadencia del monaquismo occidental.

Quiso Dios que, en este período histórico, la ejecución de grandes emprendimientos de carácter religioso, cultural y social no dependiera de un solo hombre, sino de una congregación entera.

Pura destilación de la virtud monástica benedictina, Cluny tuvo un papel fundamental en la formación de la Edad Media al ejercer su autoridad e influencia sobre naciones enteras y obrar profundas transformaciones morales, intelectuales e incluso artísticas.1 Con abades santos durante casi dos siglos, era cuestión de tiempo que sus brazos se extendieran hasta la cátedra de Pedro: San Gregorio VII y el Beato Urbano II, Papas imprescindibles para comprender el esplendor medieval, eran cluniacenses.

Surge una nueva congregación

En el 910, sin embargo, el nombre de Cluny no designaba más que un amplio valle donado por Guillermo I de Aquitania al abad Bernón, donde se había fundado un monasterio que se desarrollaría en las hábiles manos de Odón, su discípulo.

La estricta observancia que caracterizaría al carisma cluniacense ya se hallaba en germen en el alma de Odón cuando un año antes, al constatar el descuido de sus cohermanos por la regla, había abandonado la comunidad en la que se crio en busca de un lugar donde el fervor monástico aún refulgiera. Finalmente, encontró en Bernon y sus monjes lo que andaba procurando. Encabezando un grupo de religiosos tras el fallecimiento del abad, en el 926, haría de ese por entonces anónimo valle la cuna de lo que se podría llamar «el imperio cluniacense».

Pura destilación de la virtud monástica benedictina, Cluny tuvo un papel fundamental en la formación de la Edad Media, influenciando naciones enteras

En efecto, la mano de Dios se posaba sobre aquel gremio de consagrados, que cada año crecía en número y ardor. En poco tiempo, junto a la rígida disciplina, se consolidaría una peculiar espiritualidad.

Partiendo de un ideal de profunda intimidad con Nuestro Señor Jesucristo, el monje de Cluny buscaba, de alguna manera, trascender las realidades materiales para vivir según las sobrenaturales. Además de cultivar una entrañada devoción al Redentor, a la Santísima Virgen y al papado, uno de los principales objetos de sus meditaciones era la invisible pero real lucha de los ángeles contra los espíritus malignos. Si bien es cierto que aquellos religiosos se distanciaban del mundo, lo hacían no sólo para gozar anticipadamente el Cielo, sino también para unirse a las huestes angélicas y convertir el claustro en un campo de batalla. Así, sus trabajos, sus oraciones e incluso sus horas de descanso no sólo constituían actos directos de alabanza a Dios, sino también eficaces golpes contra el antiguo adversario.2

Los oblatos

Esa lucha no la libraban únicamente monjes experimentados. En las filas del monacato cluniacense a menudo se encontraban miembros muy jóvenes, los oblatos, que, ofrecidos a la religión por sus padres cuando eran niños, emprendían desde tierna edad el camino de los consejos evangélicos. Tratados con sumo respeto por los religiosos profesos, estos pequeños monjes eran integrados en la vida comunitaria como miembros auténticos y participaban en diversas actividades comunes a todos. «Habría sido muy difícil —decían— que el hijo de un rey fuera criado con más cuidado en el palacio de su padre que el último de los muchachos de Cluny».3

De hecho, a los menores no se les exigía las mismas costumbres austeras que seguían los mayores, sino que, integrados en un régimen especial, disponían de ropa y alimentación más adecuadas a las necesidades de la edad pueril. Además, estaban constantemente acompañados por los magistri puerorum, «maestros de novicios» que los cuidaban con mucha atención y vigilancia. En los actos litúrgicos, por ejemplo, no se toleraba que el tejido del hábito de un oblato rozara siquiera el hábito de otro monje.

Por un ideal de íntima unión con Dios, el monje de Cluny buscaba trascender las realidades materiales para vivir según las sobrenaturales

Al llegar a la madurez, cada oblato debía elegir entre el mundo o el claustro. Quien optara por vivir en el siglo podía congratularse de haber adquirido una sólida formación religiosa y moral, a la par de una disciplina del espíritu y del cuerpo forjada en la austeridad monacal en todos los actos cotidianos. Los que escogieran la vida religiosa, una vez admitidos como novicios en la orden, iniciaban un largo y exigente itinerario de formación.

San Maïeul, cuarto abad de Cluny – Priorato de los Santos Pedro y Pablo, Souvigny (Francia); de fondo, capilla de la abadía cluniacense

Entonces, ¿cómo transcurría el día a día de esos hombres que, renunciando a todo, vivían sólo para Dios? Adéntrese el lector, durante unos instantes, en los claustros y galerías románicas de este mundo sagrado y misterioso, para conocer qué sucedía entre el primero y el último tañido de campana en una comunidad cluniacense.

Primeras alabanzas

La jornada empieza alrededor de las dos y media de la madrugada, cuando las campanadas convocan a los monjes a las primeras horas litúrgicas del oficio divino: maitines y laudes. En el dormitorio, los monjes se levantan, visten sus hábitos y, a continuación, se dirigen a la iglesia abacial.

Las ojivas, iluminadas únicamente por la trémula luz de las velas, hacen resonar en la penumbra los ocho salmos cantados por la comunidad, tras los cuales tres lecturas, también cantadas, extraídas de la Sagrada Escritura y de las obras de los Padres de la Iglesia, concluyen el primer nocturno, la parte inicial de maitines. Muy similar es el segundo nocturno, recitado seguidamente en seis salmos y una lectura. Algunas oraciones tienen nombres específicos: los familiares son cuatro salmos rezados en las intenciones de parientes y conocidos; los prostrati son diez salmos que los monjes pronuncian rostro en tierra a lo largo de la Cuaresma.

Durante todo el ceremonial, un monje recorre las filas con un quinqué, asegurándose de que nadie sucumbe al cansancio. Si encuentra a alguien durmiendo, lo despierta acercándole la luz a la cara. Pero si se ha de repetir el procedimiento tres veces, el religioso somnoliento debe asumir esta función para mantenerse despierto…

Tras el canto de las horas prescritas por la regla para ese horario, los monjes descansan hasta las cinco de la mañana, cuando empiezan la hora prima del oficio.

Una vez más, salmos y responsorios se suceden, mientras poco a poco el sol tiñe los vitrales del templo con los colores de la aurora.

Luego se celebra la primera misa, siempre cantada, precedida de varias letanías con intenciones específicas, de entre las cuales figuran los reyes, príncipes, obispos, abades y amigos de la orden. Los domingos, al santo sacrificio le sigue un ritual en el que se asperge agua y sal benditas por todo el monasterio.

Capítulo diario

Concluida la misa, todos se reúnen en la sala capitular, para iniciar uno de los actos centrales de la vida monástica: el capítulo. Es una reunión que se abre con la lectura de un capítulo de la regla de San Benito —de ahí su nombre— y después se tratan asuntos más concretos: la admisión de un novicio, la corrección de una falta o incluso la expulsión de un miembro indigno.

Durante la sesión, el abad puede acusar alguna falta pública que haya perturbado o escandalizado a la comunidad, convocando al infractor al centro de la sala capitular para que pida perdón. No obstante, si el acusado no se arrepiente de su error, queda excluido de los actos comunes hasta que el abad envíe a alguien a susurrarle al oído: «Estás absuelto».4

Una vez que ha terminado el capítulo, el abad anuncia: Ad opera manuum ibimus in hortum.5 Entonces, todos salen en procesión hacia el claustro, donde se distribuirán y darán comienzo los trabajos del día.

El trabajo: un «acto litúrgico»

Ora et labora: 6 este es el axioma que define la espiritualidad benedictina. Y, de hecho, las circunstancias exigían que las mismas manos que se juntaban para rezar, fueran empleadas en el sustento y manutención de la orden.

La vida de los religiosos debía transcurrir con la pulcritud y decencia propias de quien se sabe hijo de Dios y hermano de los bienaventurados

Había varias funciones que desempeñar: el cuidado de la casa, copiar libros, el cultivo de la tierra… Esto último suscita especial curiosidad porque para un monje de Cluny el trabajo en el campo era un verdadero «acto litúrgico».

Monjes cantando salmos – Getty Center, Los Ángeles (Estados Unidos)

Al canto de las letanías, todos van llegando juntos al lugar de cultivo. El prior inicia el trabajo con algunas oraciones como el Kyrie eleison y el padrenuestro. Mientras labran la tierra recitan salmos por los fieles difuntos, seguidos de una lectura comentada por el superior durante la labor.

Finalmente, regresan al monasterio, nuevamente en procesión.

Sacralidad en los actos diarios

La belleza era una cuestión de honor para el monje cluniacense. Los actos de su vida debían transcurrir con la pulcritud y la decencia propias de quien se sabe hijo de Dios y hermano de los bienaventurados. Ese ideal traslucía en sus edificios, en su liturgia y en su compostura —incluso en los actos más corrientes, como una comida.

Los religiosos tenían dos comidas diarias: el almuerzo, en torno al mediodía, y la cena, servida al final de la tarde. Tras la segunda misa, la missa maior, más solemne —en las grandes fiestas, estaba iluminada por casi quinientas velas—, el toque de la campana anunciaba que la comunidad debía dirigirse al refectorio, después de que cada monje se hubiera lavado las manos —los cluniacenses eran especialmente celosos del aseo personal—, y esperar a que llegara el abad. Éste empezaba la comida cantando el Benedicite. Nadie se servía antes de que el abad le hubiera dado la señal al monje lector para que comenzara la lectura de un texto.

El régimen alimenticio prescrito en la regla era austero, pero nada ordinario. Había una gran variedad de verduras, panes, quesos y pescados. Se servía vino todos los días.7

Durante la comida regía el más estricto silencio. Si un monje quería pedir algo, debía emplear un meticuloso sistema de signos, haciendo el gesto correspondiente a lo que deseaba. Los monjes servidores, a su vez, seguían determinadas normas: no tocar nunca con los dedos la comida servida ni soplar en las bandejas. A primera vista parecen detalles básicos, pero si consideramos que eran practicados en una sociedad que acababa de salir de la barbarie de los siglos precedentes, entendemos el gran avance que suponían.

Final del día y descanso

A las cuatro de la tarde los hábitos llenan una vez más la iglesia abacial para el canto de las vísperas y, más tarde, de las completas. Un monje cluniacense, al final de un día normal, habrá rezado unos doscientos quince salmos.

Por la noche comienza el período de silencio más riguroso, que sólo concluirá con el capítulo de la jornada siguiente. Es el momento de las últimas oraciones, en el que los monjes entran en especial recogimiento. Cesan el ajetreo y los ruidos del día, dando paso a un ambiente propicio para la comunicación con el mundo sobrenatural.

Por el ejemplo y la autoridad moral, Cluny extendió su influencia por toda Europa, penetrando en el consejo de los reyes y en la corte pontificia

Llega, finalmente, el momento del descanso. Los monjes pasaron el día en comunidad y la regla de Cluny prescribía que también lo hicieran por la noche. De este modo, en un dormitorio común, todos serían testigos de la honestidad de sus hermanos y velarían mutuamente por la integridad de su conducta las veinticuatro horas del día. Una peculiar costumbre que se remonta a los inicios del cenobitismo era la de mantener encendida una lámpara en el dormitorio durante toda la noche, simbolizando la vigilancia continua del católico fiel y prudente que, incluso en el descanso nocturno, nunca se encuentra con la lámpara apagada.

En el monasterio, sumergido ahora en un silencio sagrado, toda la comunidad duerme profundamente el sueño de los justos, a la espera del próximo toque de campana, que les convocará de nuevo al oficio nocturno.

Una fuente de agua viva

Ciertamente, estimado lector, le impresionará el áspero estilo de vida de estos monjes: trabajo intenso, sólo dos comidas, largos rezos de centenares de salmos, noches cortas e interrumpidas, rígida disciplina… Sin embargo, hay que tener en cuenta que, junto a tan ardua jornada, no era raro que los monjes recibieran todo tipo de consolaciones celestiales e incluso gracias místicas extraordinarias. La Divina Providencia se conmueve al ver almas tan sacrificadas y no deja de prodigar favores para sostenerlas.

Dedicación del altar mayor de la iglesia abacial de Cluny por el papa Urbano II, en presencia del abad San Hugo – Biblioteca Nacional de Francia, París

De hecho, el papel fundamental que desempeñan las órdenes religiosas en el Cuerpo Místico de Cristo requiere una vida de sacrificio. Estas instituciones no sólo tienen como objetivo santificar a sus miembros, sino también extender bendiciones y gracias a toda la sociedad, razón por la cual pueden determinar el curso de épocas históricas enteras.

He ahí lo que le sucedió a Cluny que, en poco tiempo, por la fuerza del ejemplo y la autoridad moral de sus superiores —seis abades sucesivos, con un larguísimo gobierno, fueron canonizados— extendió su influencia por toda Europa, penetrando en el consejo de los reyes y en la corte pontificia, a tal punto que el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira definiera a sus monjes como la fuente de agua viva de la que floreció lo mejor que produjo la Edad Media. ◊

 

Notas


1 Cf. CHAGNY, André. Cluny et son empire. 4.ª ed. Lyon-Paris: Emmanuel Vitte, 1949, p. 4.

2 Cf. DE VALOUS, Guy. Le monachisme clunisien des origines au xv ͤ siècle. 2.ª ed. Paris: A. et J. Picard, 1970, t. I, p. III.

3 Ídem, p. 303.

4 Cf. EVANS, Joan. Monastic Life at Cluny. 910-1157. New York: Archon Books, 1968, pp. 85-86.

5 Del latín: «Vayamos al jardín a trabajar con las manos».

6 Del latín: «Ora y trabaja».

7 Cf. DANIEL-ROPS, Henri. História da Igreja de Cristo. A Igreja dos tempos bárbaros. São Paulo: Quadrante, 1991, p. 592.

 

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