La victoria del Rey y la derrota de los escépticos

¿Cómo se haría efectivo el reino de un crucificado? La respuesta, divina y triunfante, no tardaría en llegar.

Nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo – 23 de noviembre

«Los escépticos podrán sonreír. Pero la sonrisa de los escépticos nunca ha logrado detener la marcha victoriosa de los que tienen fe», decía el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira. Y la lectura del Evangelio de esta solemnidad (cf. Lc 23, 35-43) nos hace exclamar en el mismo sentido: los impíos pueden burlarse del divino Crucificado, pero verán cuán esplendoroso será su Reino.

Desde lo alto de la cruz, ante los insultos y sarcasmos de la turba insolente, el Señor mantuvo un silencio lleno de dignidad. Sus labios cerrados, no obstante, tenían una terrible elocuencia. Era como si les dijera a quienes lo ultrajaban: «Llegará el día en que los hechos serán mi réplica triunfante».

El propio Pilato, sin quererlo, confirmó la realeza de Jesús con el rótulo que tanto disgustó a los judíos. Ni uno ni otros podían imaginar que el reino de aquel «derrotado» sería eterno, establecido a partir de una victoria aplastante sobre sus enemigos.

Menos aún podían concebir que ese reino sería el más sólido y efectivo posible: Él reinaría sobre los corazones. No conquistaría el poder con las armas, sino con el amor, y sólo entrarían en los dominios del Señor crucificado los que estuvieran unidos a Él por tal vínculo.

Quedarían fuera los aprovechadores, como el mal ladrón, que pretendía conseguir únicamente un consuelo físico. Una vez más, el silencio sería la respuesta a quien, por motivos espurios o intereses materiales, quisiera entrar en su Reino.

Pero, ¡oh, maravilla de la misericordia divina!, no se exigiría la inocencia total para ser admitido en el Reino de Cristo. Los corazones contritos y humillados tendrían las puertas abiertas y, para corroborar esta verdad tan consoladora, el Señor quiso consignarla a través de un episodio conmovedor. Mediante la conversión de un ladrón condenado a muerte, seguida de un diálogo entre los dos crucificados, demostró que el Rey de los Cielos recibe con los brazos abiertos a quien se humilla, reconoce sus faltas y pide perdón.

La sentencia llena de amor y compasión que decretó la admisión inmediata del exdelincuente en la felicidad eterna resuena en los oídos de los arrepentidos —y de los empedernidos— de todos los tiempos como una invitación a repetir la petición de quien sería el primer «canonizado» de la historia: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino» (Lc 23, 42).

Oh, almas que gemís bajo el peso de vuestros innumerables pecados: ¡confianza! Si el buen ladrón recibió un perdón tan completo y un premio demasiadamente grande, ¿por qué dudar de que el mismo Sagrado Corazón que lo llevó consigo al Cielo no atenderá con impaciencia vuestra petición de misericordia? «En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el Paraíso» (Lc 23, 43). He aquí la rotunda afirmación de la realeza de Cristo.

Pero hay más. Justo después de dirigirse al buen ladrón, Jesús quiso superarse a sí mismo: ¡nos dio por madre a su propia Madre! Oh, prodigio de misericordia y bondad: ¡su Reino sería un reino maternal! ◊

 

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