«Hoy que nos ha nacido el Salvador del mundo para comunicarnos la vida divina, te pedimos que nos hagas igualmente partícipes del don de su inmortalidad»,1 reza el sacerdote en la Misa de Navidad.
Sin embargo… ¿en qué se fundamenta la osadía del hombre para afirmar en esta oración que hoy, más de dos mil años después de que Cristo viniera al mundo, Él nace para nosotros?
La Iglesia, en sus oraciones, ¿estaría empleando un recurso lingüístico impregnado de belleza, pero desprovisto de verdad, como a veces piensan los eruditos sin fe? ¿O estaría valiéndose entonces de un discurso persuasivo que incite a sus creyentes a revivir en su memoria hechos tan antiguos como importantes a sus ojos, como susurran ciertos piadosos fracasados en el estudio teológico?
El problema se nos plantea; y resolverlo únicamente a expensas de la «fe» parece una solución realmente simplista y superficial. De hecho, a veces preferimos decir que creemos sólo para no tener que explicar por qué creemos, dejando la razón de nuestra fe en un aprieto hasta que nos topamos con la incoherencia que eso conlleva.
Así pues, ¿por qué creemos que hoy Cristo ha nacido por nosotros? La respuesta a esta pregunta quizá no encuentre una ocasión más propicia para esclarecerlo que la Navidad.
Cabe señalar, en primer lugar, que el período navideño, en cierto sentido incluso más que los días pascuales, está cargado de elementos sensibles impactantes, que nos dejan fascinados y sumergidos en una atmósfera de inocencia difícilmente igualable a lo largo del año.
Fulgores de las celebraciones navideñas
¿Quién no añora acechar, cuando niño, el montaje de ese árbol cargado de encantadoras bolas, a las que el destello de las luces les confería cierta idea de volverse casi preciosas a los ojos de quien las admiraba? ¿O, aún más, todos los preparativos que apuntaban a la principal reunión familiar del año, en una espléndida cena, donde la vajilla, las copas e incluso los trajes parecían adquirir nueva belleza?
De pequeños, ¿quién de nosotros no albergaba interiormente la curiosidad por saber cuán augusta era aquella celebración para la que nos arreglábamos, sin entender muy bien por qué íbamos a ella, la Misa de Gallo?
Pero todo esto tan sólo constituía una preparación; lo arrebatador era entrar en la iglesia. Incluso ésta parecía más impregnada de vida: sus paredes rezumaban luz; las personas se mostraban más amables y comunicativas; el coro se alegraba de volver a cantar junto a los instrumentos musicales; el altar, dignificado por los innumerables jarrones de flores que lo adornaban, traslucía limpieza y decoro; el celebrante y los que lo asistían llevaban vestimentas que resaltaban la solemnidad del culto.
Al deleite de la vista, ya tan bien servida, se añadía el placer del oído: las campanas comenzaban a repicar. Y, además de ese gozo interior —inexplicable para quien prefiere la voluptuosidad de la carne— se sumaba el suave olor de un incienso usado en pocas ocasiones, pues su selecto aroma reafirmaba la importancia de la fecha.
Si las palabras de la ceremonia no significaran algo esencialmente más importante, en función de lo cual se ordenaban todos estos elementos externos, nuestros sentidos ya estarían satisfechos; no obstante, sólo encontrarían su fin cuando el paladar se deleitara con el manjar grato a todo gusto (cf. Sab 16, 20), la Eucaristía.
Es Navidad, y la Iglesia se revela como la única capaz de dispensar a los hombres un júbilo que supera cualquier gozo pasajero, pues marca no sólo nuestros sentidos externos e internos, sino también la esencia de nuestras almas. Para ello, se vale de la liturgia, un medio eficaz y deseado por el propio Cristo, para hacer presentes a los hombres las mismas gracias y bendiciones concedidas en las ocasiones más significativas de su paso por este mundo, con vistas a la Redención del género humano.
Con la intención de rememorar esa atmósfera sobrenatural, mencionaremos, en primer lugar y a modo de ejemplo, algo sobre las celebraciones navideñas, para que comprendamos mejor el sitio que ocupa la liturgia en la Iglesia y en qué consiste su estudio en el ámbito de la teología.
Camino objetivo e inequívoco hacia Dios
La liturgia es el conjunto de elementos y prácticas del culto cristiano.2 Su existencia reside en el hecho de que el hombre necesita restituirle a Dios la alabanza y la adoración que le son debidas, prestándole un servicio relacionado con la virtud de la religión.3
Por esta virtud, el hombre le tributa a Dios el honor que le corresponde4 o, en otras palabras, se esfuerza por saldar su deuda con el Creador.5 Cicerón6 ya había señalado algo similar al observar la estrecha relación entre religión y culto.
Es, pues, a través de la religión que nos religamos con el Dios único y omnipotente, desde la óptica de San Agustín.7 Ahora bien, por el simple hecho de que tal virtud nos ordena al Señor no como objeto, sino como fin, a modo de manifestación externa,8 se hace necesario un culto con aparatos sensibles, mediante los cuales se atienda la íntima conexión entre nuestro cuerpo y nuestra alma.
De lo expuesto se desprende que el culto debe unir tanto los elementos externos como los internos; en verdad, los actos humanos proceden del interior del hombre, y la plena consumación de nuestra ofrenda a Dios, a través de la liturgia, se produce con la conjugación de nuestra sinceridad de corazón con las prácticas exteriores.

Misa de Navidad en la basílica de Nuestra Señora del Rosario, Caieiras (Brasil), en 2024
En resumen, la liturgia no es más que un camino objetivo e inequívoco, trazado por el propio Cristo y confirmado por la Iglesia, para que el hombre avance hacia Dios.
Espejo de la acción divina entre los hombres
Es en este sentido, además, que la liturgia puede entenderse como un lugar teológico,9 al proporcionar datos verosímiles y fidedignos para la comprensión de la propia teología dogmática, notablemente por medio de sus oraciones —lex supplicandi—, porque expresan el sentido de nuestra fe y lo que creemos —lex credendi.10
Resulta comprensible, por tanto, la conveniencia de que la Iglesia haya forjado de manera progresiva, orgánica y criteriosa todo lo que concierne a su culto, a fin de que la realidad teológica expresada por las palabras de los textos litúrgicos pudiera ser creída también mediante los gestos propios del rito y el ambiente en el que se desarrolla.
Como ejemplo de ello, bastan los procesos de conversión —más frecuentes de lo que suponemos— de hombres de letras con reconocida luz intelectual, como Joris Karl Huysmans o André Frossard, que emprendieron su acercamiento a la Iglesia gracias a las bendiciones de la liturgia y la irresistible atracción del pulchrum.
En este sentido, se entiende la audaz afirmación de Benedicto XVI: «La belleza, por tanto, no es un elemento decorativo de la acción litúrgica; es más bien un elemento constitutivo, ya que es un atributo de Dios mismo y de su revelación. Conscientes de todo esto, hemos de poner gran atención para que la acción litúrgica resplandezca según su propia naturaleza».11
En otros términos, la liturgia es, metafóricamente, un reflejo de la acción divina entre los hombres. En el ámbito de la teología, se sitúa como la más alta muestra sensible y real de la manifestación de Dios, ya sea por su belleza esencial, ya sea por la verdad expresada en las palabras de la acción litúrgica, mediante las cuales se actualizan los misterios de este mismo Dios celebrado.
Medio por el que los misterios de la Redención se actualizan
Por lo tanto, si creemos que hoy Cristo ha nacido por nosotros, es porque tenemos la convicción de que Él vino al mundo en una gruta de Belén, hace más de dos mil años, como punto de partida de nuestra Redención, cuyo misterio allí obrado es ahora renovado y, más precisamente, actualizado por la Iglesia a través de la liturgia.

Niño Jesús – Basílica de Nuestra Señora del Rosario, Caieiras(Brasil)
De modo que, entre aquel nacimiento y el que ahora celebramos, existe únicamente una diferencia: el tiempo. Las gracias, podemos recibirlas de la misma manera que los pastores o los Reyes Magos las recibieron, siempre y cuando nuestra disposición interior sea igual a la de ellos, en el sentido de amar, alabar y reverenciar al Niño, tan frágil, aunque creador, nacido de la Virgen María la noche de Navidad.
Efectivamente, la Iglesia suplica en la Misa de la vigilia de Navidad: «Oh, Dios, que cada año nos alegras con la esperanza de nuestra redención, concede a quienes acogemos gozosos a tu Unigénito, Jesucristo Señor nuestro, como Redentor poder contemplarle sin temor cuando venga también como Juez».12
De esta forma, por medio de la liturgia, Cristo no sólo une el Cielo y la tierra, sino que se encarna sacramentalmente bajo las especies eucarísticas, permitiéndonos encontrarlo en el altar sin necesidad de un viaje tan penoso como el de los Reyes Magos ni del aviso de los ángeles, como el que les dieron a los pastores, para que fueran a adorar al recién nacido acostado en el pesebre (cf. Lc 2, 16). A nosotros Él solamente nos pide la convicción del poder de su Iglesia, la única capaz de, cada Navidad, traer al Redentor al mundo: «Hoy brillará una luz sobre nosotros, porque nos ha nacido el Señor».13
En la liturgia residen, pues, las mejores expectativas de la humanidad. ◊
Notas
1 Natividad del Señor. Misa del día. «Oración después de la comunión». In: Misal Romano. Traducción española de la 3.ª ed. típica latina. Madrid: Libros Litúrgicos, 2020, p. 162.
2 La lista de elementos que forman parte de la liturgia es muy amplia. Citemos sólo algunos: los libros litúrgicos, el cáliz, el copón, el sagrario, el turíbulo, el incienso, los ornamentos y paramentos, la cruz, los candeleros, el altar y el ambón. Las prácticas pueden estar simplemente relacionadas con el culto o con la celebración específica de algún sacramento o la distribución de un sacramental.
3 Cf. Santo Tomás de Aquino. Suma Teológica. II-II, q.186, a.1. El término λειτουργία, que conlleva el concepto de servicio dirigido al bien de la colectividad, pasó a designar de manera especial el servicio constituido por el culto a Dios. Por lo tanto, su significado siempre ha estado arraigado en el interés general y no meramente individual. En este contexto se entiende cómo incluso los actos «pequeños» de la liturgia tienen una identidad pública y universal en la Iglesia, ya que se refieren al culto integral a Dios y no a una mera ceremonia privada.
4 Cf. Idem, q. 81, a. 2.
5 Cf. Labourdette, OP, Marie-Michel. La religion. Paris: Parole et Silence, 2018, p. 34.
6 Cf. Cicerón, Marco Tulio. De natura deorum. L. II, n.º 5-6.
7 Cf. San Agustín. De civitate Dei. L. X, c. 3, n.º 2; De vera religione. C. LV, n.º 113.
8 Cf. Santo Tomás de Aquino, op. cit., q. 94, a. 1, ad 1.
9 No es superfluo subrayar que la liturgia es esencialmente la celebración de los misterios de nuestra fe, expresados en la vida de Nuestro Señor Jesucristo; mientras que la teología es la profundización racional de estos mismos misterios. Sin embargo, la liturgia será un locus theologicus en la medida en que se fundamente en la Sagrada Escritura y la Tradición, reafirmadas por el magisterio.
10 Pretendemos aquí emplear el axioma forjado por Próspero de Aquitania: «Ut legem credendi lex statuat supplicandi», que la norma del orar determine la regla del creer (De gratia Dei et libero voluntatis arbítrio, c. viii: PL 51, 209), entendido según la óptica agustiniana de asumir la oración de la Iglesia, expresada por la liturgia, como criterio de fe.
11 Benedicto XVI. Sacramentum caritatis, n.º 35.
12 Natividad del Señor. Misa de la vigilia. «Oración colecta». In: Misal Romano, op. cit., p. 159.
13 Natividad del Señor. Misa de la aurora. «Antífona de entrada». In: Misal Romano, op. cit., p. 160.

