El paso de Nuestro Señor Jesucristo por la tierra provocó la mayor explosión de la historia; en el ámbito sobrenatural, de la gracia y de la salvación, sin duda, pero no solamente. La «fuerza de impacto» de la Redención se dejó sentir mucho más allá, hasta alcanzar los confines del obrar humano.
De hecho, es difícil expresar hasta dónde se extendieron los desmanes de la Antigüedad pagana, así como a qué punto las tinieblas cubrieron los más diversos ámbitos de las civilizaciones que entonces, tímidamente, buscaban salir de la barbarie.
Entre los pueblos antiguos, la vida humana a menudo era considerada como algo desechable y sin valor. Las fuentes historiográficas abundan en el registro de prácticas crueles, como los innumerables infanticidios que tuvieron lugar en Roma o Esparta. Allí, el Estado no toleraba que sus ciudadanos tuvieran alguna deformidad o mala constitución; en consecuencia, se les encargaba a los padres la bárbara tarea de dar muerte a aquellos hijos incómodos para la sociedad. También se recurría con frecuencia a la eutanasia, habitual práctica en la cultura helénica, donde la vejez era temida y el suicidio pregonado, por ciertas corrientes, como forma legítima de liberarse del sufrimiento físico o de la frustración emocional.
El erudito P. Monsabré,1 célebre orador sacro dominico, recoge de los más renombrados historiadores un cuadro aterrador de los crímenes cometidos por los pueblos paganos: adulterios, incestos, libertinaje, orgías, robos, fraudes, crueldad… Se hacía apología del crimen, de los vicios más variados, de las pasiones más perversas. Diversas religiones ofrecían sacrificios humanos regularmente. Las mujeres eran tratadas como viles objetos, cuando no deshonradas y agredidas. Los esclavos, utilizados como animales, estaban tan expuestos a los desvaríos de sus amos que podían acabar siendo ejecutados de un momento a otro, sin motivo alguno.
¿Y qué decir de la institución familiar? En Roma, se fue marchitando poco a poco. Si Cornelia, famosa matrona patricia que dio origen a los reformadores Gracos, había dado a luz a doce hijos, a principios del siglo iia. C. ya se consideraba una excepción las parejas que llegasen a tres. Se evitaba el matrimonio, mientras que el divorcio se volvía tan común que nadie se molestaba en darle ningún viso de justificación: bastaba con el simple deseo de cambio. Todo ello iba acompañado —y no podía ser de otro modo— de la instrumentalización de la mujer y del niño.
Sin embargo, incluso en sociedades como la egipcia, donde la figura femenina aún gozaba de un considerable respeto, se multiplicaban otros tipos de indecencias, como las uniones contrarias a la naturaleza —hablamos aquí esencialmente del incesto, que estaba muy extendido en aquel pueblo.
Ahora bien, ese deterioro no se limitaba al ámbito de las costumbres y los preceptos éticos. El historiador Henri Daniel-Rops establece un curioso paralelismo o, mejor dicho, una relación directamente proporcional entre la moralidad y la fuerza creativa en el campo artístico y del pensamiento: cuando aquella disminuía, ésta también se veía afectada. Como ejemplo de esta tesis, el autor menciona la Roma decadente, cuyas obras maestras, «nacidas en la siembra del suelo latino con el grano helénico»,2 duraron poco, siendo seguidas por una época de copias serviles, tanto en las artes plásticas como en la literatura.
Encontramos una conclusión parecida —aunque con una interpretación completamente distinta— en la pluma de un historiador ateo como Will Durant,3 quien constataba la existencia de una relación entre la reforma de las costumbres y el florecimiento artístico en el antiguo Egipto.
En determinado momento nace Jesucristo y se inicia un proceso vencedor destinado a transformar el mundo entero.
Al introducir en el hombre una participación de la propia vida divina, el bautismo lo deificó y lo convirtió en templo del Espíritu Santo (cf. 1 Cor 3: 16-17; 6, 19). Poco a poco, la acción del Paráclito en las almas, coadyuvada por la fidelidad a la gracia santificante, fue sublimando no sólo la comprensión de Dios y su ley, sino que modificó la visión misma del universo. Por lo tanto, la humanidad pudo adquirir gradualmente una nueva manera de amar, sentir, juzgar y actuar, cada vez más conforme a la mentalidad de Nuestro Señor Jesucristo.
El esfuerzo evangelizador de los Apóstoles, discípulos y Padres de la Iglesia, junto con la influencia y acción de una multitud de santos, inspiró un carácter de alma sin precedentes, basado en la práctica de los mandamientos y hecho todo de elevación y santidad. Así pues, de tal modo se reformó el cuerpo social que el papa León XIII pudo afirmar: «Hubo un tiempo en que la filosofía del Evangelio gobernaba los Estados».4 De hecho, la mentalidad que dio origen a la civilización cristiana a tal punto impregnó la sociedad que modeló todos los ámbitos del obrar humano, ordenando incluso sus propias tendencias.
Del latín tendere, la tendencia es una inclinación o propensión hacia algo. Todo hombre posee instintivamente una serie de simpatías y antipatías, deseos o temores, admiraciones o desprecios con relación a todo lo que le rodea. Nos gustan ciertas personas y detestamos a otras; algunas situaciones nos atraen, otras nos ahuyentan; nos agradan determinadas fragancias, colores, formas y melodías, mientras que otras nos causan repulsión, apatía o aburrimiento. De manera que tendemos naturalmente hacia lo que repercute positivamente en nosotros y tratamos de evitar lo contrario.
Pero ¿cuál es la causa de estas reacciones? Según el consagrado axioma filosófico, similis simili gaudet: lo semejante se alegra con lo semejante. Por eso, los principios, criterios y experiencias que componen nuestra mentalidad nos llevan a tender hacia lo que se identifica con ella, condicionando nuestra interpretación del mundo, nuestro sentido de finalidad, nuestro arbitrio moral, e influyendo en todos nuestros actos.
Ahora bien, esto es exactamente lo que ocurrió con la civilización cristiana, porque el amor de Jesucristo que animaba a los medievales los llevó a querer hacer todas las cosas, incluso las más ínfimas, semejantes a Él.
Al despedirse de los suyos, el Señor les dio el mandato de ir por el mundo entero y predicar el Evangelio «a toda la creación» (Mc 16, 15). Por consiguiente, no sólo los hombres gozan del derecho a la evangelización: esta «obra de misericordia» debe extenderse a toda criatura…, aun a las irracionales o incluso a aquellas que no tienen vida. Según algunos comentaristas, esto se traduce en una ordenación de la creación material de acuerdo con los criterios del Reino de Dios, generando frutos en la cultura, la literatura, el arte, la lengua, etc.
Como lo atestigua la historia del pueblo elegido, en la amplia enseñanza de los salmos, siempre que la humanidad opta por seguir la voluntad de Dios y practicar sus mandamientos, todo florece y prospera. En cambio, cada vez que la sociedad se aparta del Señor, todo decae y los pueblos se ven amenazados con regresar a las tinieblas de la barbarie y de la inhumanidad. Por cierto, no es otro el mensaje que una vez más la Santísima Virgen trajo al mundo, al aparecerse en Fátima.
Por lo tanto, esta nueva sección de la revista Heraldos del Evangelio aspira a presentar aspectos variados de la civilización cristiana sobre los cuales incidió la preciosísima sangre del Redentor, como expresión de su mentalidad, contrastándolos, siempre que fuere necesario, con manifestaciones de mentalidades opuestas. Esperamos con ello fomentar en nuestros lectores el entusiasmo por el «perfume de Cristo» que emana de las páginas del Evangelio y mover los corazones a imitar el ejemplo de Nuestra Señora, hasta que la sociedad se conforme enteramente al ideal que regirá su Reino. ◊
Notas
1 Cf. Monsabré, op, Jacques-Marie-Louis. Exposition du dogme catholique. Préparation de l’Incarnation. Carème 1877. 11.ª ed. Paris: Lethielleux, 1905, pp. 244-247.
2 Daniel-Rops, Henri. La Iglesia de los Apóstoles y de los mártires. Barcelona: Luis de Caralt, 1955, p. 125, nota 11.
3 Cf. Durant, Will. Story of Civilization. Our Oriental Heritage. New York: Simon and Schuster, 1942, t. i, pp. 192-193; 210.
4 León xiii. Immortale Dei, n.º 28.