La doctrina cristiana nos hace conocer a Dios y sus infinitas perfecciones, harto más hondamente que las fuerzas naturales. Sólo ella pone al hombre en posesión de su verdadera y noble dignidad, como hijo que es del Padre celestial.
Nuestro predecesor Benedicto XIV escribió justamente: «Afirmamos que la mayor parte de los condenados a las penas eternas padecen su perpetua desgracia por ignorar los misterios de la fe, que necesariamente se deben saber y creer para ser contados entre los elegidos»1.
Siendo esto así, Venerables Hermanos, ¿qué tiene de sorprendente, preguntamos, que la corrupción de las costumbres y su depravación sean tan grandes y crezcan diariamente, no sólo en las naciones bárbaras, sino aun en los mismos pueblos que llevan el nombre de cristianos? […]
Nos manda reverenciar a Dios y amarnos como hermanos
El santo rey David, glorificando a Dios por esta luz de la verdad que le había infundido en la razón humana, decía: «Impresa está, Señor, sobre nosotros la luz de tu rostro» (Sal 4, 7). Y señalaba el efecto de esta comunicación de la luz, añadiendo: «Tú has infundido la alegría en mi corazón» (Sal 4, 7), alegría con la que, ensanchado el corazón, corre por la senda de los mandatos divinos.
Fácilmente se descubre que es así, porque, en efecto, la doctrina cristiana nos hace conocer a Dios y lo que llamamos sus infinitas perfecciones, harto más hondamente que las fuerzas naturales. ¿Y qué más? Al mismo tiempo nos manda reverenciar a Dios por obligación de fe, que se refiere a la razón; por deber de esperanza, que se refiere a la voluntad, y por deber de caridad, que se refiere al corazón, con lo cual deja a todo el hombre sometido a Dios, su Creador y moderador.
De la misma manera sólo la doctrina de Jesucristo pone al hombre en posesión de su verdadera y noble dignidad, como hijo que es del Padre celestial, que está en los Cielos, que le hizo a su imagen y semejanza, para vivir con Él eternamente dichoso. Pero de esta misma dignidad y del conocimiento que de ella se ha de tener, infiere Cristo que los hombres deben amarse mutuamente como hermanos y vivir en la tierra como conviene a los hijos de la luz: «No en comilonas y borracheras, no en deshonestidades y disoluciones, no en contiendas ni envidias» (Rom 13, 13).
Por ella, la voluntad concibe aquel ardor que nos une a Dios
Mándanos, asimismo, que nos entreguemos en manos de Dios, que se cuida de nosotros; que socorramos al pobre, hagamos bien a nuestros enemigos y prefiramos los bienes eternos del alma a los perecederos del tiempo. Y sin tocar menudamente a todo, ¿no es acaso doctrina de Cristo la que recomienda y prescribe al hombre soberbio la humildad, origen de la verdadera gloria? «Cualquiera que se humillare, ése será el mayor en el Reino de los Cielos» (Mt 18, 4).
En esta celestial doctrina se nos enseña la prudencia del espíritu, para guardarnos de la prudencia de la carne; la justicia, para dar a cada uno lo suyo; la fortaleza, que nos dispone a sufrir y padecerlo todo generosamente por Dios y por la eterna bienaventuranza; en fin, la templanza, que no sólo nos hace amable la pobreza por amor de Dios, sino que en medio de nuestras humillaciones hace que nos gloriemos en la cruz.
Luego, gracias a la sabiduría cristiana, no sólo nuestra inteligencia recibe la luz que nos permite alcanzar la verdad, sino que aun la misma voluntad concibe aquel ardor que nos conduce a Dios y nos une a Él por la práctica de la virtud. […]
Vicios que se hallan también entre gentes de superior categoría
Conviene repetir —para inflamar el celo de los ministros del Señor—, que ya es crecidísimo, y aumenta cada día más, el número de los que todo lo ignoran en materia de religión o que sólo tienen un conocimiento tan imperfecto de Dios y de la fe cristiana que, en plena luz de verdad católica, les permite vivir como paganos. ¡Ay! Cuán grande es el número, no diremos de niños, sino de adultos y aun ancianos que ignoran absolutamente los principales misterios de la fe y que, al oír el nombre de Cristo, responden: «¿Quién es… para que yo crea en Él?» (Jn 9, 36).
De ahí el que tengan por lícito forjar y mantener odios contra el prójimo, hacer contratos inicuos, explotar negocios infames, hacer préstamos usurarios y cometer otras maldades semejantes. De ahí que, ignorantes de la ley de Cristo —que no sólo prohíbe toda acción torpe, sino el pensamiento voluntario y el deseo de ella— muchos que, sea por lo que quiera, casi se abstienen de los placeres vergonzosos, alimentan sus almas, que carecen de principios religiosos, con los pensamientos más perversos y hacen el número de sus iniquidades mayor que el de los cabellos de su cabeza.
Y ha de repetirse que estos vicios no se hallan solamente entre la gente pobre del campo y de las clases bajas, sino también, y acaso con más frecuencia, entre gentes de superior categoría, incluso entre los que se envanecen de su saber, y, apoyados en una vana erudición, pretenden burlarse de la religión y blasfemar de todo lo que no conocen (cf. Jds 1, 10). […]
La fe necesita la enseñanza de la Iglesia para crecer
Inútil sería decir, como excusa, que la fe es dada gratuitamente y conferida a cada uno en el Bautismo. Porque, ciertamente, los bautizados en Jesucristo, fuimos enriquecidos con el hábito de la fe, mas esta divina semilla no llega a crecer… y echar grandes ramas, abandonada a sí misma y como por nativa virtud. Tiene el hombre, desde que nace, facultad de entender; mas esta facultad necesita de la palabra materna para convertirse en acto, como suele decirse.
También el hombre cristiano, al renacer por el agua y el Espíritu Santo, trae como en germen la fe; pero necesita la enseñanza de la Iglesia para que esa fe pueda nutrirse, crecer y dar fruto. Por eso escribía el Apóstol: «La fe proviene del oír, y el oír depende de la predicación de la palabra de Cristo»; y para mostrar la necesidad de la enseñanza añadió: «¿Cómo… oirán hablar, si no se les predica?» (cf. Rom 10, 14-17).
De lo expuesto hasta aquí puede verse cuál sea la importancia de la instrucción religiosa del pueblo; debemos, pues, hacer todo lo posible para que la enseñanza de la doctrina sagrada, institución —según frase de Nuestro predecesor Benedicto XIV— la más útil para la gloria de Dios y la salvación de las almas, se mantenga siempre floreciente, o, donde se la haya descuidado, se restaure. […]
Séanos permitido, Venerables Hermanos, deciros al terminar esta carta, lo que dijo Moisés: «El que sea del Señor, júntese conmigo» (Éx 32, 26). Observad, os lo rogamos y pedimos, cuán grandes estragos produce en las almas la sola ignorancia de las cosas divinas.
Tal vez hayáis establecido en vuestras diócesis muchas obras útiles y dignas de alabanza, para el bien de vuestra grey; pero, con preferencia a todas ellas, y con todo el empeño, afán y constancia que os sean posibles, cuidad esmeradamente de que el conocimiento de la doctrina cristiana penetre por completo en la mente y en el corazón de todos. «Comunique cada cual al prójimo —repetimos con el apóstol San Pedro— la gracia según la recibió, como buenos dispensadores de los dones de Dios, los cuales son de muchas maneras» (1 Pe 4, 10). ◊
Fragmentos de la encíclica «Acerbo nimis», 15/4/1905.
Notas
1 BENEDICTO XIV. Instit. 27, 18.