La Iglesia, maestra de la civilización

En el siglo iii de nuestra era, Roma afrontaba una terrible decadencia hacia su inevitable crepúsculo. ¿Desaparecería finalmente esa civilización?

Espero que a los actores de la discusión que presencié el otro día no se molesten si la describo a continuación tal y como la oí.

En un rincón de una sala de espera, leyendo en silencio, un sacerdote de sotana. A dos asientos de su lado, espatarrado en el sillón, un joven universitario con aires de erudito, a pesar de su actitud relajada. Sugerente contraste para un ensueño al que me entregué sin remordimientos…, pero no sin interrupciones. En poco tiempo, iniciada por el joven, se entabla una conversación entre los dos antagonistas. El volumen se fue intensificando hasta superar mi discreción. Empecé a escuchar.

—Ya lo he dicho y vuelvo a repetir —reiteró el estudiante, blandiendo un dedo en ristre— que la Iglesia es y ha sido la enorme traba de la ciencia y del progreso. ¿Quiere una prueba?

—Le agradecería que me diera al menos una —contestó tranquilamente el sacerdote.

—¡Dos! ¿Qué me dice usted del incomprendido Copérnico o de la hoguera de Galileo? ¿Es verdad o no —prosiguió el joven, más exaltado— que la Iglesia les impidió desarrollar sus innovadoras teorías?

—¿Qué le digo de esos casos? Que Copérnico era un sacerdote dominico muy favorecido por el papa Pablo IV y que la hoguera de Galileo es tan falsa como auténtica fue la amistad de Urbano VIII, y la de tantos otros cardenales y eclesiásticos, para con el astrónomo…

—Ya. Y en aquella época oscura como lo era la Edad Media —volvió a la carga el joven—, ¿quién gobernaba sino la Iglesia? ¿Quién sino ella impedía la alfabetización del pueblo? Sólo gracias a la imprenta de Gutenberg, que se extendió por Europa como la pólvora, se salvó la cultura.

—Es increíble —observó el clérigo— que las letras estampadas en las imprentas de Gutenberg se hayan extendido tan rápidamente en un continente de analfabetos, ¿no es así? Casi tan milagroso como el desarrollo de la pintura en una tierra de ciegos…

Estas reticencias hicieron tambalear un poco a su oponente. Recuperándose, le replicó:

—Milagro o no, lo que importa es que la cultura grecolatina fue derrocada únicamente con la ascensión de la Iglesia y que después los hombres se convirtieron en esclavos de esa tirana y que…

El cuerpo a cuerpo continuó, pero para alivio del lector tan sólo le dejo el elenco de las conclusiones que ese «diálogo» hizo fructificar en mi mente.

Nace una nueva civilización

En el siglo i d. C., el Imperium romanum alcanza los tres millones de kilómetros cuadrados y cuenta con sesenta millones de habitantes. Innegablemente, es una de las civilizaciones antiguas más prósperas y poderosas. Su política subyuga a los pueblos, dispone de un ejército vasto y fuerte que marcha a su favor y reúne con maestría gran parte del saber —en particular el de la cultura griega— de la Antigüedad.

Pero, tras dos siglos de oro, las crisis morales, económicas y sociales devastan el Imperio y, en el siglo iii de nuestra era, Roma se enfrenta a una terrible decadencia que la conduce a su crepúsculo. En ese interín, los pueblos bárbaros se lanzan en torbellino contra las debilitadas fronteras de la Loba.

Después de haber sufrido varios saqueos, la Urbe finalmente sucumbe bajo Odoacro, el 4 de septiembre del 476. Sin duda, toda la civilización grecorromana estaba condenada a desaparecer. Sin embargo, no desapareció…

La Iglesia como principio de unidad

Mientras Roma se derrumba, despunta en el horizonte un nuevo orden social. Recorriendo los mismos caminos que transitaron los legionarios romanos, ahora los predicadores anuncian el Evangelio; las circunscripciones del Imperio —parroquias y diócesis— se convierten en sedes de la Iglesia; en poco tiempo, la fe católica se difunde por vastas regiones de Europa y asciende en la escala social, haciéndose presente incluso en la aristocracia de los pueblos que se iban constituyendo.

Ahora bien, con la ruina del Imperio romano de Occidente, Europa se reduce a un mosaico de federaciones bárbaras, cuyo principio de unidad pasa a ser la Iglesia Católica, que continúa expandiéndose por todas partes, conquistando y formando naciones enteras. Y es gracias a su penetración que los aspectos buenos de esa civilización, como la cultura, las artes y las letras, se conservan para la posteridad. En efecto, «la caída del Imperio dejó a la Iglesia como única representante y guardiana de la cultura romana y de la educación cristiana».1

La expansión de las órdenes monásticas en Europa generó un intenso progreso en varias áreas de la tecnología y el conocimiento intelectual
«San Jerónimo en el “scriptorium”» – Museo Lázaro Galdiano, Madrid

En esta coyuntura histórica, la Iglesia Católica no sólo imparte la debida educación religiosa y moral a pueblos de costumbres tribales, sino que también los conduce a una vida acorde con la dignidad humana. Obispos y monjes se esfuerzan por enseñar a los bárbaros a cultivar campos y construir ciudades. Además, les introducen en el aprendizaje de las materias buenas de la cultura clásica, a tal punto que la gramática latina sigue a los Evangelios hasta los bosques del norte y las islas remotas del océano Atlántico.2

Europa: un continente monástico

Uno de los elementos de capital importancia para la conservación, progreso y expansión del acervo intelectual occidental en esa época fue la fundación de los monasterios —cuyos primordios se remontan a los ermitaños del siglo iii d. C.—, que adquirieron toda su vitalidad y pujanza por la acción de San Benito, patriarca de Europa.

A los conventos de los tiempos bárbaros acuden una cantidad desorbitada de vocaciones. Son corrientes las comunidades de 200 monjes y algunas ¡llegan a contar con 1.000 almas! En poco tiempo, Europa se encuentra poblada de cenobios. La orden benedictina, por ejemplo, tuvo en su apogeo 37.000 abadías.

El ideal monástico se presenta como un medio de santificación para una parte considerable de la sociedad, y de todas las clases sociales despuntan almas vocacionales. Incluso hay reyes que tratan de adoptar el estilo de vida monacal: el soberano anglosajón Kentwin, por citar un ejemplo, depone la corona para revestirse del hábito religioso en un monasterio que él mismo había fundado.3

En las bases de una civilización

Buscando el alejamiento de los concurridos centros urbanos, los monjes se dirigían a menudo a sitios inhóspitos. En estos lugares, donde cultivaban la tierra para garantizar su subsistencia, no se limitaban a trabajar por sus propios intereses: impulsados por la caridad cristiana, también enseñaban la ciencia agrónoma a los pueblos. Así pues, muchos monasterios se convirtieron en verdaderas «universidades agrícolas» en las regiones donde se ubicaban.4 Un modelo sorprendente de esta acción civilizadora es Inglaterra, que tuvo una quinta parte de su territorio cultivada por monjes.5

Los religiosos también obsequiaron a Europa con métodos de cría de ganado, con técnicas de apicultura, de fermentación de la cerveza y de producción de vino, además de desarrollar culturas específicas en determinadas localidades, como la elaboración de queso en Parma y los criaderos de salmón en Irlanda.6

No obstante, el progreso alcanzado por la acción monástica no se limitó al terreno de la subsistencia material. Antes bien, fue aún más relevante en el ámbito intelectual.

«Iglesia» y «enseñanza» se convierten en conceptos correlatos

La vida del monje se resumía, en líneas generales, a la oración, al trabajo y al estudio. La regla de San Benito, por ejemplo, preveía aproximadamente 1.265 horas de estudio anual para cada religioso. Tales exigencias fomentaron un vasto enriquecimiento de la formación intelectual de los monjes, que empezaron a impartir la única enseñanza razonablemente seria de esa época.

Esta praxis educativa, por cierto, ya era una tradición en la Iglesia Católica y las crónicas de los primeros siglos del cristianismo así lo recogen. San Juan Crisóstomo, en el siglo iv, narra que las gentes de Antioquía enviaban a sus hijos para que fueran educados por monjes; y el mismo San Benito instruía a los hijos de los nobles romanos.7 En el siglo viii, Teodulfo, obispo de Orleans, emitió el siguiente decreto: «Que los sacerdotes mantengan escuelas en aldeas y campos; si alguno de los fieles quisiera confiarles a sus hijos para que aprendan las letras, no dejen de recibirlos e instruirlos, pero enséñenles con perfecta caridad. No exijan por ello salario ni reciban recompensa alguna, salvo, excepcionalmente, cuando los padres voluntariamente quisieran ofrecerlo por afecto o reconocimiento».8

Durante la Edad Media, esta forma accesible de enseñanza progresó aún más, en gran parte por la benéfica acción del emperador Carlomagno, que ordenó la construcción de escuelas junto a abadías, monasterios y catedrales, cuyos profesores debían ser elegidos entre monjes y sacerdotes. Tres siglos después, el III Concilio de Letrán, celebrado en 1179, ordenó que en todas las iglesias catedralicias hubiera un maestro, encargado de enseñar gratuitamente. De esta manera, Iglesia y enseñanza se convirtieron en conceptos tan correlatos que en algunos idiomas se confunden los términos clérigo y escribano: clerc en francés, clerk en inglés, klerk en flamenco…

Los fieles confiaban sus hijos a los monjes para que aprendieran letras, y se creó la costumbre de erigir escuelas junto a abadías y catedrales
La Escuela de Gramática de Norwich (Escocia), erigida en el siglo xi por el obispo de la ciudad, junto a la catedral. A la izquierda, alegoría medieval de la Gramática, de Gentile da Fabriano – Salón de Artes Liberales y de los Planetas del Palacio Trinci, Foligno (Italia)

Por otro lado, es conocido que los clásicos latinos y toda la literatura patrística han llegado hasta nuestros días gracias al trabajo de los monjes copistas: «Un solo convento», afirma un historiador, «prestó más servicios a las letras que las universidades de Oxford y de Cambridge juntas».9

La Santa Iglesia también en la raíz de las universidades

Aún acerca de la educación en la época medieval, queda por decir unas palabras sobre la universidad, una de las obras maestras de la Iglesia Católica.

Entre los siglos xii y xiv se registra en Europa la erección de cuarenta y cuatro centros universitarios con acta de fundación. De éstos, treinta y uno son total o parcialmente creación de la Iglesia. Si ampliamos el análisis otros dos siglos, constatamos un gigantesco esfuerzo civilizador por parte de la Iglesia Católica, la cual dota al continente europeo de noventa y siete institutos superiores de enseñanza,10 y funda varias universidades en el Nuevo Mundo.

Es también la Iglesia la que se adelanta a dar oportunidades de instrucción a los más desfavorecidos: pone al alcance de los alumnos de familias menos pudientes becas universitarias —en la Universidad de París, por ejemplo, hubo un tiempo en que había seiscientas diez becas ofrecidas por el clero— y proporciona alojamiento y comida a estudiantes sin recursos económicos que fueran aptos para un curso universitario. En Lovaina, el número de colegios destinados a este fin llegaba a cuarenta.11

Iglesia y ciencia

La lista de clérigos que aportaron valiosas contribuciones para el desarrollo de las ciencias naturales, humanas y exactas es una de las mejores pruebas de cuán presente la Iglesia estuvo en los más variados campos del saber. Mencionemos sólo algunos: el P. Nicolás Steno es considerado el padre de la geología; el sacerdote Athanasius Kircher, padre de la egiptología; la primera persona en medir la tasa de aceleración de un cuerpo en caída libre fue un sacerdote, el P. Giambattista Riccioli; al P. Roger Boscovich se le atribuye el descubrimiento de la teoría atómica moderna; los jesuitas dominaron el estudio de los terremotos y, por eso, la sismología fue llamada durante mucho tiempo «ciencia jesuita»…12

La astronomía también se benefició de los estudios e incluso del sustento de la Iglesia. En este sentido, el historiador de la ciencia John Lewis Heilbron afirma que: «La Iglesia Católica Romana brindó más ayuda financiera y apoyo social al estudio de la astronomía durante seis siglos —desde la recuperación de los conocimientos antiguos durante la Edad Media hasta la Ilustración— que cualquier otra institución y, probablemente, más que todas ellas juntas».13 Por último, una curiosidad: treinta y cinco cráteres lunares llevan el nombre de científicos y matemáticos jesuitas…

De vuelta al consultorio

La disputa llega a su fin.

El universitario, poco satisfecho de verse fruto de la Iglesia por ese título, escucha más que habla. No imaginaba que la espera en un consultorio médico podría convertirse en una discusión, y mucho menos en una clase. Y que él fuera el alumno.

Entre los siglos xiiy xvi, la Iglesia Católica fue responsable de la fundación de noventa y siete institutos superiores de enseñanza en el continente europeo
Universidad de Glasgow (Escocia), fundada por el papa Nicolás V en el siglo xv. A la derecha, «Enrique de Alemania con sus alumnos», de Laurentius de Voltolina – Museo de Grabados y Dibujos, Berlín

Aprovechando el silencio de su oponente, el sacerdote entra con una cita de lo que había estado leyendo antes del combate:

—La misión principal de la Iglesia es santificar a las almas. Por consiguiente, no puede dejar de preocuparse «de las necesidades que la vida diaria plantea a los hombres, no sólo de las que afectan a su decoroso sustento, sino de las relativas a su interés y prosperidad, sin exceptuar bien alguno y a lo largo de las diferentes épocas».14 Siempre ha sido ésa la feliz fórmula de la Iglesia, querido amigo: civilizar evangelizando y evangelizar civilizando.

El ala contraria se sigue rebelando y lanza otra carta:

—Si en el pasado esa Iglesia suya formó lo que hay de cultura en el presente, sepa que en el presente es el mundo libre el que está engendrando la civilización futura.

Ese primario juego de palabras hizo que el sacerdote esbozara una discreta sonrisa.

—Joven —prosiguió el clérigo—, ése es exactamente el problema…

Entonces, una inexpresiva voz pronunció un nombre castellano con inconfundible acento brasileño. Era el del sacerdote, quien con una calma imperturbable se dirigió a la ya atrasada cita médica.

Así que me quedé a solas con el «polémico» universitario. Estaba pensativo. ¿Habría evaluado el desafortunado significado de su última intervención? Por un momento tuve cierta esperanza de que así fuera. Pero, unos segundos más tarde, ya estaba deslizando frenéticamente sus pulgares sobre la pantalla de su smartphone, retomando la postura despatarrada a la que —por temor o inseguridad, no lo sé muy bien— había renunciado durante la discusión.

«Un mundo “libre” de la Iglesia, que engendre una civilización futura…», pensé, «Sí… ¡ése es exactamente el problema!». ◊

 

Notas


1 DAWSON, Christopher. A crise da educação ocidental. São Paulo: É Realizações, 2020, p. 33.

2 Cf. Ídem, p. 34.

3 Cf. DANIEL-ROPS, Henri. A Igreja dos tempos bárbaros. São Paulo: Quadrante, 1991, p. 283.

4 Cf. FLICK, Alexander Clarence. The Rise of the Medieval Church. New York-London: G. P. Putnam’s Sons, 1909, p. 223.

5 Cf. WOODS, Thomas E. Cómo la Iglesia construyó la civilización occidental. Madrid: Ciudadela, 2007, p. 52.

6 Cf. Ídem, pp. 54-55.

7 Cf. Ídem, p. 67.

8 FRANCA, Leonel. «A Igreja, a reforma e a civilização». In: Obras Completas. 7.ª ed. Rio de Janeiro: Agir, 1958, t. II, p. 344.

9 Ídem, p. 343.

10 Cf. Ídem, pp. 347-349.

11 Cf. Ídem, p. 350.

12 Cf. WOODS, op. cit., p. 22.

13 HEILBRON, John Lewis. The Sun in the Church. Cathedrals as Solar Observatories. 2.ª ed. Cambridge (MA): Harvard University Press, 1999, p. 3.

14 SAN JUAN XXIII. Mater et magistra, n.º 3.

 

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