Isabel I de Castilla – Una reina verdaderamente católica

Su mayor título no fue el de reina ni el de restauradora de la paz, sino el de católica, recibido directamente de manos del vicario de Cristo en reconocimiento a sus inestimables servicios a la Santa Iglesia.

Corría el año 1462. En la pequeña Madrigal, aldea en los confines del reino de Castilla, una niña de 11 años vive una infancia marcada ya por el signo del dolor. La pequeña Isabel es huérfana y vive con su madre, una mujer atormentada por trastornos mentales. Tal vez estos sufrimientos tan precoces sean la causa de su grave semblante, que revela una seriedad por encima del común de sus coetáneos. En su personalidad ya se perciben aquellos rasgos dominantes que la caracterizarán hasta el final de sus días: piedad, rectitud y una intransigente firmeza de principios.

Sin embargo, además de nobleza de carácter, Isabel también lleva sangre real en sus venas: es hermanastra del rey Enrique IV de Castilla y pretendiente al trono del mismo reino.1

Entrada en la corte y primeros enfrentamientos

Un día, el rey decidió repentinamente trasladarla, junto con su hermano Alfonso, a la corte castellana. ¿Qué le había impulsado a llamar a los jóvenes a su lado? Al no tener descendencia, Enrique debía ser sucedido por Alfonso y, en su ausencia, por Isabel. Así pues, movido por intereses políticos, quiso mantener bajo su vigilancia a los dos pretendientes al trono.

Esto supuso un cambio brusco para los hermanos. Atrás quedaban los días tranquilos y melancólicos vividos en Madrigal… y se avecinaban grandes luchas.

¡Cuánto sufrirían los dos infantes en medio de la corrupción moral que hacía estragos entre la nobleza española! Incluso la propia reina instó a Isabel a participar del libertinaje de la corte… Ante tan deshonesta propuesta, la joven acudió entre lágrimas a su hermano, de tan sólo 14 años, quien no dudó en reprender duramente a la soberana y amenazar con matar a sus damas menos pudorosas si de nuevo intentaban corromper a su hermana.

Un indigno pretendiente

Pero las dificultades aumentarían. Enrique se había encargado de presentar un candidato para el matrimonio de su hermana. Las propuestas se sucedieron, hasta que en 1466 designó al ambicioso Pedro Girón, de avanzada edad, pésima reputación y carente de sangre noble, para casarse con Isabel. Al verse en tan angustiosa situación, la doncella inició un período de ayuno y oración. Y le dirigió a Dios una súplica extrema: que le enviara la muerte a ella o al indigno pretendiente.

Pocos días después, Girón contrajo una grave enfermedad. Durante toda la noche sintió como si una mano invisible lo estrangulara. Murió camino de la boda, blasfemando contra Dios y rechazando, in extremis, los sacramentos… La futura reina pudo entonces respirar aliviada.

Matrimonio con el príncipe de Aragón

A pesar de las ambiciones de su medio hermano, Isabel resolvió por sí misma las cuestiones relativas a su futuro. Su elección recayó en el príncipe Fernando, heredero de la Casa de Aragón. El 18 de octubre de 1469 se celebraba en Valladolid la ceremonia nupcial, en medio del entusiasmo general de la población… y sin el consentimiento del rey castellano.

Este matrimonio lo indispuso gravemente contra su hermana. Enrique declaró a Isabel desheredada del trono de Castilla —pues esta condición le había sido reconocida oficialmente años antes, al fallecer prematuramente el príncipe Alfonso— y eligió como heredera de la corona a una hija ilegítima de su esposa, ya que, como dijimos, él no podía tener hijos.

Las tensiones duraron hasta 1474, cuando una prolongada enfermedad provocó la muerte del soberano. Tras un breve luto de dos días, el 13 de diciembre Isabel se hizo proclamar reina en la plaza Mayor de Segovia.

Una misión: restablecer la paz

El cetro que Isabel recibía en sus manos era, más que una gloria, una enorme carga: había heredado un reino en completo desorden civil y religioso. He aquí su primera misión: restablecer el orden y la paz. La nueva reina no pierde un instante. Es preciso reprimir a los delincuentes que habían sido tan favorecidos durante el reinado de su predecesor.

Muchos la consideraban excesivamente severa. No obstante, el rigor empleado por Isabel y Fernando es muy justificable dada la insubordinación generalizada que se extendía en sus dominios. La simpatía que Enrique había prodigado a los asesinos, los nuevos monarcas la reservaron para las víctimas, sus viudas y sus hijos.2 Y, para garantizar que se mantuviera la paz conquistada, se crearon entonces instituciones como la Santa Hermandad, un ejército popular de voluntarios destinado a reprimir los delitos cometidos en los caminos y en los campos.

Año de conquistas

Finalmente, llegamos a 1492: un año de acontecimientos únicos en la historia de España y del mundo.

En primer lugar, la Reconquista llega a su término. A principios del siglo viii, casi toda la Hispania visigoda había caído bajo dominio árabe. Tras ocho siglos marcados por guerras territoriales y de religión, el 2 de enero de 1492 el emir Boabdil entregaba a Fernando las llaves de la ciudad de Granada, último bastión islámico en la península ibérica. Concluida esta epopeya, la reina de Castilla podía dedicarse a otros menesteres.

Estaba pendiente el caso de un misterioso personaje que llevaba tiempo solicitando una entrevista en la corte. Se trataba de un navegante genovés que, rechazado por reyes de otros países, acudió convencido al palacio de Granada para proponer a los soberanos de Castilla y Aragón su inédita propuesta: llegar a la India y a Japón navegando a través del océano Atlántico…, una hazaña a realizar en nombre de la corona española. Isabel lo escuchó todo con sumo interés, pero las condiciones exigidas por el entusiasta aventurero eran demasiado onerosas. Además, Fernando le insistió a su esposa que no era prudente subvencionar semejante empresa en un momento en el que las arcas reales ya estaban agotadas por la guerra.

Por impulso y resolución de Isabel, acontecimientos únicos en la historia de España y del mundo sucedieron en 1492: el fin de la Reconquista y el descubrimiento del nuevo mundo
«La rendición de Granada», de Francisco Pradilla y Ortiz – Palacio del Senado, Madrid

Si Cristóbal Colón no hubiera tenido como aliados al antiguo confesor de la reina, el P. Juan Pérez, y a algunos de los amigos más íntimos de Isabel, hoy sería un completo desconocido. En atención a las peticiones de aquellas personalidades, la soberana se dignó financiar la expedición a las Indias empeñando sus propias joyas. Así, ese mismo año el Nuevo Mundo entraba en las páginas de la historia.

Decisiones inspiradas, tomadas por almas providenciales, pueden cambiar el curso de los acontecimientos. En este caso, la resolución de la reina significó entregar a la Santa Iglesia Católica un continente entero, antes de que la herejía le arrebatara un tercio de Europa.

En auxilio de la santa religión

En 1492, Isabel de Castilla tenía 41 años y era la monarca de una nación pacífica y próspera, pero no por ello se permitía descansar. No se contenta con ver a su pueblo gozar de una simple tranquilidad civil. Quiere que sus súbditos se llenen de ese fervor por la santa religión que habita en su alma desde su infancia, porque, incluso antes de ser reina, Isabel fue siempre una católica muy devota. No sólo asistía todos los días al santo sacrificio de la misa, sino que también recitaba diariamente el breviario, además de practicar otras muchas devociones privadas.

Su entrañable amor a la Santa Iglesia Católica la llevaba a entristecerse sobremanera por la deplorable situación en que se encontraba el clero. Siendo ésta la clase social encargada de la instrucción y salvación de las almas, sus escándalos tenían gran repercusión entre el pueblo. Isabel se vio entonces en la contingencia de exigir a sus miembros una integridad que, desgraciadamente, ni siquiera la mayoría de los obispos exigía.

Con la bula Romanum decet, de 1493, Alejandro VI otorgaba a los reyes de Castilla y Aragón autoridad para actuar contra los prelados escandalosos. El acceso a las órdenes sagradas, que antes se concedía con peligrosa facilidad a cualquiera que lo solicitara, requería ahora que los aspirantes al sacerdocio, bajo juramento, llevaran una vida moralmente recta. En una misiva, Isabel llegó a recriminarle a uno de los responsables de la diócesis de Cuenca por su reprobable actitud de conferir las órdenes sagradas a cualquier persona que le ofreciera una gran suma de dinero.3

Reyes Católicos

Inestimables fueron los servicios prestados por Isabel y Fernando a la Iglesia Católica y, concretamente, al papado, sobre todo con respecto a la expulsión de los franceses de los Estados Pontificios. Por esta razón la Santa Sede decidió concederles un título honorífico. Debatido el asunto en un consistorio, se llegó a esta inédita formulación: Reyes Católicos, título publicado posteriormente en la bula Si convenit y con el que los dos monarcas pasaron a la historia, legándolo a sus sucesores en el trono de San Fernando.

Cabe destacar también que en ese documento aparece por primera vez la fórmula «rey y reina de las Españas», sin mención separada a sus respectivos dominios. Así pues, todo indica que ése es el período en el que España aparece a los ojos de la cristiandad como una nación unificada, aunque rica en diversidad, más aún tras el descubrimiento de los distintos dominios de América.

Ocaso de un reinado

Innumerables virtudes adornaban la figura de Isabel, pero ningún honor era más apropiado para coronar la frente de una reina católica que la diadema del sufrimiento.

Si la aurora de su vida estuvo impregnada de luchas y dificultades, su madurez se asemejó a un sol resplandeciente de éxito y de triunfo. Sin embargo, como suele ocurrir, en el ocaso es cuando el astro rey arroja sus rayos más esplendorosos, transformando la bóveda azulada en un espectáculo de tonalidades rubras y violáceas.

A partir de 1497, la muerte visitaría a algunos de los hijos de Isabel. Juan, el jovencísimo príncipe heredero, acababa de casarse con Margarita de Austria. Pero moriría a los pocos meses, dejando a su esposa embarazada de un hijo que, lamentablemente, sería mortinato. Al año siguiente, la princesa mayor, Isabel, que había recibido la sucesión del linaje, fallecía al dar a luz a un varón llamado Miguel que, a su vez, vivió sólo dos años.

La vida de la reina se asemejó a un sol de éxitos y triunfos, pero fue en el crepúsculo cuando arrojó sus rayos más esplendorosos
Isabel la Católica, de José Rosa – Monasterio de Santa María de La Rábida, Palos de la Frontera (España)

No es de extrañar que acontecimientos como éstos agotaran las fuerzas de la reina, ya que nunca había gozado de buena salud. Sentía que su hora estaba llegando, pero no significaba que descuidara sus deberes de piedad ni el cumplimiento de sus graves responsabilidades como soberana. Su espiritualidad, siempre profunda, se enriqueció con la aceptación heroica de la cruz y con el desapego de los bienes terrenales que, como nunca, manifestaba. En estas condiciones, Isabel viajó con gran dificultad a las tierras de su infancia, lejos del palacio granadino.

Noviembre de 1504. La reina siente que la vida se desvanece. Dicta su testamento y recibe los santos sacramentos, prohibiendo explícitamente que se hagan gastos superfluos en su funeral. Sólo pide que se celebren exequias y que se rece en todo el reino por la salvación de su alma. Finalmente, el 26 de noviembre, a los 53 años, entrega su alma a Dios.

Pareciera que todo termina ahí. Sin embargo, ésa no es la realidad. En la segunda mitad del siglo xx, más de cuatrocientos años después de la muerte de la incomparable reina de Castilla, comienza el glorioso epílogo de su historia, escrita ya no con tinta y papel, sino con letras de oro. Se trata de la apertura de la causa para su canonización. El proceso, todavía en curso, se propone juzgar —con la característica prudencia de la Santa Sede— la empresa de una soberana en tantos aspectos ejemplar y, por excelencia, católica. ◊

 

Notas


1 Los datos históricos que constan en el presente artículo han sido tomados de las obras: Dumont, Jean. La incomparable Isabel la Católica. Madrid: Encuentro, 2023; Walsh, William Thomas. Isabel la Cruzada. 4.ª ed. Madrid: Espasa Calpe, 1963; Azcona, ofm cap, Tarsicio de. Isabel la Católica. Madrid: BAC, 1964.

2 Cf. Walsh, op. cit., p. 58.

3 Cf. Azcona, op. cit., p. 470.

 

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