Honrar a los padres: un deber sagrado

Para muchas personas impregnadas de un espíritu relativista, la existencia del decálogo —es decir, el conjunto de normas morales que deben regir el comportamiento del hombre con respecto a Dios y a sus semejantes— suena como algo arbitrario e irrazonable, una absurda imposición a los seres humanos.

Como afirma Santo Tomás, basándose en San Pablo (cf. Rom 13, 1), «lo que procede de Dios procede en buen orden» (Suma Teológica. I-II, q. 100, a. 6) y, por lo tanto, la elección de esos preceptos, así como el orden en el que han sido colocados, no son fruto de una determinación despótica. Más bien nos permiten vislumbrar una faceta de la inefable sabiduría divina, que lo ha dispuesto todo en el universo con peso, número y medida (cf. Sab 11, 20).

Entre esos preceptos se encuentra: «Honrarás a tu padre y a tu madre». Encabeza el cortejo de leyes relativas al prójimo, precedido tan sólo por las tres que se refieren a Dios.

Si todo el decálogo está ordenado en función del amor al Señor y al prójimo (cf. Mt 22, 40), nuestros padres ocupan ciertamente el sitio de los más cercanos a nosotros, ya que «son el principio particular de nuestro ser, como Dios es el principio universal» (II-II, q. 122, a. 5); de ahí la peculiar afinidad del cuarto mandamiento con los que lo preceden.

La relación que establece este precepto se rige por una virtud especial: la piedad. Derivada de la justicia (cf. q. 101, a. 3), nos impone una obligación de deuda análoga a la que tenemos para con Dios. Después de Él, nuestros padres son quienes nos han proporcionado los mayores bienes naturales y, en consecuencia, merecen nuestra gratitud y retribución antes que cualquier otra persona (cf. a. 1). Por consiguiente, debemos rendirles culto, reverencia, honor y servicio en la debida proporción (cf. a. 1-a. 4).

La Sagrada Escritura también esboza la perfecta actitud filial: «El Señor honra más al padre que a los hijos y afirma el derecho de la madre sobre ellos. Quien honra a su padre expía sus pecados, y quien respeta a su madre es como quien acumula tesoros» (Eclo 3, 2-4).

Santo Tomás se pregunta también si la virtud de la piedad obliga obediencia a los padres si éstos desean inducir a sus hijos al pecado y al alejamiento del culto divino. Fiel a las enseñanzas del divino Maestro —que declaró: «El que quiere a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que quiere a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí» (Mt 10, 37)—, el Doctor Angélico afirma categóricamente que «ya no sería acto de piedad el insistir en el cuidado de los padres contrariando a Dios» (a. 4).

Finalmente, el Aquinate muestra que hay tres tipos de bienes que los hijos reciben de sus padres: la existencia, el sustento y la instrucción. Incumbe, pues, a los hijos responder a tanto desvelo con gratitud, respeto y obediencia, y, además, amparar a sus padres en su vejez, visitarlos en sus enfermedades y, si se hallan empobrecidos, mantenerlos (cf. De decem præceptis, a. 6).

El propio Verbo Encarnado quiso ser para nosotros el Modelo en la práctica de ese mandamiento: «Estaba sujeto a ellos» (Lc 2, 51), narra el Evangelio a propósito de la actitud del Niño Jesús hacia la Virgen y San José. Entonces sigamos su ejemplo, seguros de que se cumplirá la promesa: «La compasión hacia el padre no será olvidada» (Eclo 3, 15). ◊

 

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