Hijos: ¿opción o misión?

Catecismo de la Iglesia Católica

§ 1652 Por su naturaleza misma, la institución misma del matrimonio y el amor conyugal están ordenados a la procreación y a la educación de la prole y con ellas son coronados como su culminación.

 

«Mira al cielo, y cuenta las estrellas, si puedes contarlas… Así será tu descendencia» (Gén 15, 5). Con estas palabras, tan llenas de encanto y misterio, Dios le prometía al patriarca Abrahán una numerosa progenie. Esta promesa de la bendición divina, la prole, es precisamente «el fin primordial del matrimonio»1 y, lamentablemente, un bien tan a menudo subestimado en nuestros días. Cuan elevada es tal finalidad nos lo muestran los documentos del magisterio pontificio, algunos de los cuales consideraremos a continuación.

Como señala el papa Juan Pablo II, la razón última por la que la mentalidad contemporánea se cierra con frecuencia a la «riqueza espiritual de una nueva vida humana» reside en la «ausencia de Dios en el corazón de los hombres».2 De hecho, el papa Pablo VI3 ya advertía que sólo a la luz de la vocación sobrenatural y eterna del ser humano se puede considerar correctamente las cuestiones relativas a la vida.

En este sentido, Pío XI4 recuerda dos verdades que subrayan la importancia de la misión confiada por el Creador a los padres, de cooperar con Él en la propagación del género humano (cf. Gén 1, 28). La primera se refiere a la dignidad y al altísimo fin del hombre, quien, en virtud de la preeminencia de su naturaleza racional, supera toda creación material y está llamado a participar, por la gracia, de la vida del propio Dios. La segunda alude al hecho de que los padres cristianos están destinados no sólo a poblar la tierra, sino sobre todo a proveer a la Iglesia de Cristo de nuevos miembros y a procrear ciudadanos del Cielo, auténticos santos.

También conviene recordar el aspecto moral de la cuestión: «En la misión de transmitir la vida, los esposos no quedan, por tanto, libres para proceder arbitrariamente, como si ellos pudiesen determinar de manera completamente autónoma los caminos lícitos a seguir, sino que deben conformar su conducta a la intención creadora de Dios, manifestada en la misma naturaleza del matrimonio y de sus actos y constantemente enseñada por la Iglesia».5

Por último, el magisterio eclesiástico tiene aún una palabra de elogio para los cónyuges «que de común acuerdo, bien ponderado, aceptan con magnanimidad una prole más numerosa para educarla dignamente».6 El valor de su testimonio «no consiste sólo en rechazar sin ambigüedad y con la fuerza de los hechos todo compromiso intencional entre la ley de Dios y el egoísmo del hombre, sino en la disposición a aceptar con alegría y gratitud los inestimables dones de Dios, que son los hijos, y en el número que a Él le plazca».7 Por eso, Pío XII no duda en afirmar que las familias numerosas son «las más bendecidas por Dios, predilectas de la Iglesia y estimadas por ella como preciosísimos tesoros».8 ◊

 

Notas


1 San Agustín de Hipona. De bono coniugali, c. xxiv, n.º 32.

2 San Juan Pablo II. Familiaris consortio, n.º 30.

3 Cf. San Pablo VI. Humanæ vitæ, n.º 7.

4 Cf. Pío XI. Casti connubii, n.º 6-7.

5 San Pablo VI, op. cit., n.º 10.

6 Concilio Vaticano II. Gaudium et spes, n.º 50.

7 Pío XII. Discurso, 20/1/1958.

8 Idem, ibidem.

 

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