Garantía del cumplimiento de las promesas

A menudo existe la tentación de creer que las promesas que tardan en llevarse a efecto nunca se cumplirán. Pero si proceden de Dios, ¡las largas esperas son garantía de su realización!

«Hijo, ve entrando en el servicio de Dios, persevera firme en la justicia y en el temor y prepara tu alma para la tentación. Humilla tu corazón, y ten paciencia; inclina tus oídos, y recibe los consejos prudentes, y no agites tu espíritu en tiempo de la oscuridad o tribulación. Aguarda con paciencia lo que esperas de Dios. Estréchate con Dios, y ten paciencia, a fin de que en adelante sea más próspera tu vida» (Eclo 2, 1-3, Vulg).

Esperar con paciencia… ¡Qué difícil le resulta entender el profundo significado de estas palabras a nuestra generación, hija de la velocidad y la tecnología, del frenesí de un mundo globalizado en el que casi todo se conoce en tiempo real con un simple toque de un dedo en una pantalla electrónica!

El Eclesiástico, sin embargo, no nos transmite más que palabras de sabiduría, que nos invitan a una breve reflexión.

La prueba más grande de los elegidos: esperar con paciencia

Si paseamos por las páginas de la Sagrada Escritura, veremos cómo los acontecimientos más populares de la humanidad tuvieron lugar después de una enorme espera. Dios les hace esperar a sus elegidos. Y la gran prueba es aprender que su tiempo no es ni lento ni rápido, sino perfecto: «Mil años en tu presencia son un ayer que pasó; una vela nocturna» (Sal 89, 4).

¡Cómo nos hacen sufrir las divinas dilaciones! No obstante, conllevan una promesa de victoria: «Ten paciencia, a fin de que en adelante sea más próspera tu vida». «La victoria», por tanto, «le es dada a quien ha sufrido con paciencia. Paciencia aquí no es indolencia, sino esa virtud fuerte mediante la cual se soporta el dolor de la espera. ¡Ay del hombre al que la espera no le duele! ¡Ay del hombre que no aguanta el dolor de la espera! Eso es la paciencia»,1 afirma el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira al comentar el pasaje en cuestión.

El recuerdo de las esperas más prolongadas, consideradas después de mucho tiempo, trae consigo la alegría de la entrega sin reservas en las manos de Dios, hecha tanto en medio de consolaciones como bajo el peso del dolor soportado con paciencia. Y resalta el aroma de la confianza, que es el rastro dejado por la esperanza fortalecida por la fe. «Considerad, hermanos míos, un gran gozo cuando os veáis rodeados de toda clase de pruebas, sabiendo que la autenticidad de vuestra fe produce paciencia. Pero que la paciencia lleve consigo una obra perfecta, para que seáis perfectos e íntegros, sin ninguna deficiencia» (Sant 1, 2-4).

Dios camina junto a sus elegidos

Construcción del arca de Noé – Museo de El Escorial (España)

Al contemplar algunos notables episodios de la Historia Sagrada, podemos ver a Dios recorriendo estos caminos con paso resoluto junto a sus elegidos.

Tomemos a uno de los gigantes del Antiguo Testamento: Noé, «un hombre justo e íntegro entre sus contemporáneos» (Gén 6, 9). En una época en la que la maldad campaba a sus anchas, según la narración del Génesis, el Señor no llegó a exterminar de la faz de la tierra a todas las criaturas que respiraban porque Noé halló gracia ante sus ojos. Y Dios le prometió que las salvaría, refugiándolas en el arca que le había ordenado que construyera, mientras Él arrasaba con la impiedad por medio del Diluvio.

Noé después del Diluvio – Iglesia de Santo Domingo de Silos, Córdoba (España)

¡Tremenda prueba pasó «el pregonero de la justicia» (2 Pe 2, 5)! Transcurrió un centenar de años en la construcción del arca, hecha según las medidas y los planes trazados por el Creador, sin que nada sucediera. Se sometió al escarnio de sus compatriotas, sin languidecer su fe en la palabra del Señor. Su larga y paciente espera fue coronada de júbilo cuando, por fin, después de que las aguas diluvianas bajaran y él se pudiera establecer de nuevo en tierra firme, se convirtió en receptáculo de la alianza divina, simbolizada por el hermoso arcoíris: «Esta es la señal de la alianza que establezco con toda criatura que existe en la tierra» (Gén 9, 17). ¡La promesa se había cumplido!

Paradigma del Antiguo Testamento

Aparición de Dios a Abrahán en Siquem – Museo Catharijneconvent, Utrecht (Países Bajos)

Quizá el mayor paradigma de confiada espera en el Antiguo Testamento fuera Abrahán. Pasaron años y años sin que tuviera siquiera descendencia desde que Dios le había prometido: «Haré de ti una gran nación» (Gén 12, 2). Era llevado de un lugar a otro, sometido a incontables pruebas; pero ninguna se comparaba a la de continuar esperando con fe la realización de una promesa sin ningún indicio de que se cumpliera. Finalmente, Dios le concede un hijo: Isaac.

Entonces llega la prueba de las pruebas: el Señor le pide a Abrahán ¡el sacrificio de aquel hijo de la promesa! Parecía que Dios le exigía a su elegido la renuncia de lo que le había prometido. Aparentemente, estaba violando la propia palabra empeñada… El santo patriarca no lo duda. La paciencia forjada por la fe durante los largos años de espera lo conduce a confiar en el Altísimo y entregarle con generosidad a su amado hijo. Un ángel detiene su mano, portadora de un cuchillo, y Dios se complace con su fidelidad, renovando con él la alianza: «Juro por mí mismo, oráculo del Señor: por haber hecho esto, por no haberte reservado tu hijo, tu hijo único, te colmaré de bendiciones y multiplicaré a tus descendientes como las estrellas del cielo y como la arena de la playa» (Gén 22, 16-17). «Y así, perseverando, alcanzó lo prometido» (Heb 6, 15).

El sacrificio de Isaac – Museo de San Telmo, San Sebastián (España)

Su perseverancia en la espera fue coronada de gloria, como afirma San León Magno, en la fiesta de la Epifanía del Señor, al comentar la visita de los Magos en cuanto representantes de todas las razas del orbe: «Se trataba de estos pueblos en una descendencia innumerable que había sido prometida en otro tiempo al santo patriarca Abrahán, descendencia que engendraría no una semilla carnal, sino la fecundidad de la fe, descendencia comparada a la multitud de estrellas, para que el padre de todas las naciones esperase una posteridad no terrena, sino celeste. […] Abrahán vio este día y se regocijó (cf. Jn 8, 56) cuando conoció que sus hijos según la fe serían bendecidos en su descendencia, esto es, Cristo (cf. Gál 3, 16), y se vio en la fe como padre futuro de todos los pueblos (cf. Rom 4, 18)».2

La promesa de las promesas

Podríamos seguir disertando sobre otros personajes del Antiguo Testamento, como Moisés, por ejemplo, depositario del augurio de la tierra prometida y que estuvo cuarenta años en el desierto a causa de la falta de paciencia de su pueblo para esperar con fe el cumplimiento de la palabra de Dios. Sin embargo, en aras de la brevedad, reflexionemos acerca de la promesa de las promesas, hecha por Dios aún en el paraíso a nuestros primeros padres, antes de enviarlos a esta tierra de exilio: la Redención, anunciada en el Protoevangelio (cf. Gén 3, 15), cuya realización marcó el comienzo del Nuevo Testamento.

«En muchas ocasiones y de muchas maneras habló Dios antiguamente a los padres por los profetas» (Heb 1, 1) y no fueron pocos los signos y oráculos enviados sobre la venida del Salvador. Entre ellos destacan los de Isaías, el más mesiánico de los anunciadores divinos: «Aquel día, la raíz de Jesé será elevada como enseña de los pueblos: se volverán hacia ella las naciones» (Is 11, 10). No obstante, «todas las precisiones fueron puestas a prueba por el Cielo, a fin de constatar si el pueblo de la alianza sería digno de ver su cumplimiento».3 Una espera de siglos y siglos les exigiría Dios a sus elegidos…

He aquí que «una virgen está encinta y da a luz un hijo, y le pondrá por nombre Enmanuel» (Is 7, 14). María Santísima, conocedora de estas promesas, esperaba llena de fe al Redentor y componía en su corazón su figura divina, deseando ser esclava de aquella que sería su Madre. Pero no imaginaba que Ella misma era la virgen de Isaías: «Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1, 14).

Más tarde, después de la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo, momento ápice de la Redención, su fe sin mácula en la Resurrección trajo de vuelta a los Apóstoles y a los discípulos al Cenáculo, llevándolos a creer por encima de la aparente contradicción y desmentido de los hechos. Su esperanza no fue defraudada: «La gran batalla de la Virgen consistía en mantener encendida la llama de la Resurrección en esas pobres almas. Sin su intercesión, ninguna de ellas seguiría creyendo, a pesar de las reiteradas promesas del divino Maestro».4 Reunidos con Ella en el Cenáculo (cf. Hech 1, 14), los Apóstoles recibieron el Espíritu Santo prometido, comenzando la difusión de la Buena Nueva, en cumplimiento del mandato del Salvador: «Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la Creación» (Mc 16, 15). Empezaba la epopeya de la Santa Iglesia Católica.

Esperanza para el siglo XXI

Hoy, transcurridos veintiún siglos de vida de la Iglesia, viviendo en medio de un escenario de pandemia, guerras e incertidumbre, ¿aún tenemos promesas en las que esperar? Desde hace dos mil años se reza: «Venga a nosotros tu Reino, hágase tu voluntad en la tierra como en el Cielo» (Mt 6, 10). ¿Podemos esperar la realización de esa oración, enseñada por el divino Maestro, en este nuestro conturbado período histórico?

¡Más que nunca es el momento de creer y esperar! A principios del siglo pasado, Dios envió a su propia Madre a Fátima (Portugal), para alertar a la humanidad con respecto a los problemas contemporáneos. «Nuestra Señora explica al mismo tiempo los motivos de la crisis e indica su remedio, profetizando la catástrofe si los hombres no la escuchan. Desde cualquier punto de vista, por la naturaleza del contenido y por la dignidad de quien las hizo, las revelaciones de Fátima superan, por tanto, todo lo que la Providencia ha dicho a los hombres en la inminencia de las grandes borrascas de la Historia».5

Imagen del Inmaculado Corazón de María perteneciente a los Heraldos del Evangelio

Sobre todo, la Virgen vino trayendo la promesa de la realización del Reino de Cristo tan esperado: «Por fin, mi Inmaculado Corazón triunfará». ¡María Santísima no es capaz de engañar! Ella será «constituida Señora y Soberana en los corazones, para someterlos plenamente al imperio de su gran y único Jesús […] Ut adveniat regnum tuum, adveniat regnum Mariæ»,6 enseña San Luis María Grignion de Montfort.

Con todo, si el desenlace de las promesas de Fátima tarda en llegar, no nos olvidemos de que, como afirma el Dr. Plinio, las grandes esperas anuncian lo mucho que Dios será generoso en el momento de atenderlas. «El Señor no retrasa su promesa, como piensan algunos, sino que tiene paciencia con vosotros, porque no quiere que nadie se pierda sino que todos accedan a la conversión» (2 Pe 3, 9).

Con frecuencia, para nuestra enmienda y para el incremento de nuestro amor es por lo que Él nos hace esperar: «Hay una confianza heroica por la cual uno no se rinde de esperar, a pesar de todo. Esta confianza duele. Y el alma, a menudo, queda en un estado sangrante. Está bien, pero continúa confiando y dice: “La promesa interior, inefable, que Nuestra Señora me hizo en mi alma, esa promesa no fallará, ¡yo confiaré!”».7

Bienaventurados, pues, los que creen y esperan, porque será cumplido lo que les ha sido prometido (cf. Lc 1, 45). La espera confiada y paciente siempre será la garantía del cumplimiento de las promesas. 

 

Notas


1 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. «Ai do homem a quem a espera não dói; ai do homem que não aguenta a dor da espera!». In: Dr. Plinio. São Paulo. Año XV. N.º 172 (jul, 2012); p. 32.

2 SAN LEÓN MAGNO. Sobre la Epifanía de Nuestro Señor Jesucristo. Homilía III, n.º 2; 5. In: Homilías sobre el Año litúrgico. Madrid: BAC, 1969, pp. 130; 132-133.

3 CLÁ DIAS, EP, João Scognamiglio. Maria Santíssima! O Paraíso de Deus revelado aos homens. São Paulo: Arautos do Evangelho, 2020, v. II, p. 218.

4 Ídem, p. 510.

5 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. «Fátima: explicação e remédio da crise contemporânea». In: Catolicismo. Campos dos Goytacazes. Año III. N.º 29 (may, 1953); p. 2.

6 SAN LUIS MARÍA GRIGNION DE MONTFORT. «Traité de la vraie dévotion à la Sainte Vierge», n.º 217. In: Œuvres Complètes. Paris: Du Seuil, 1966, pp. 634-635.

7 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Conferencia. São Paulo, 7/10/1975.

 

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