Nunca hubo un incendio de intolerancia contra la fe católica tan terrible e implacable como el que sufrió la floreciente Iglesia del Japón.
Poco después de que el incansable San Francisco Javier llegara con la Buena Noticia al imperio secreto de Oriente, en 1549, ya se sentían los primeros aromas de santidad en esa nación tan sedienta de ceremonia y de verdad, de la que el patrono mundial de las misiones afirmó ser, entre todas las tierras descubiertas por entonces, el pueblo más dispuesto a aceptar el cristianismo.1
Sin embargo, menos de un siglo más tarde, se desencadenó una atroz persecución al catolicismo, que otorgó la corona del martirio a innumerables sacerdotes, religiosos y laicos. Muchos relatos cuentan la heroica compostura con la que incluso los niños se presentaban ante los verdugos, ofreciendo sus pequeños miembros para que fueran torturados y amputados y proclamando, con sus actos, su profunda fe tan precozmente adquirida.
La persecución llegó a tal extremo que fueron enviadas patrullas a todos los rincones del imperio para obligar a cada habitante a pasar por la funesta ceremonia ritual de pisar un fumie, figura grabada generalmente en piedra labrada que representaba a Jesucristo o a la Virgen María. Quien no lo hiciera sería sometido a las más crueles torturas y a la muerte.
Impedidos de realizar cualquier rito en público y, además, privados de ministros, numerosos católicos valientes, llamados cristianos ocultos —en japonés kakure kirishitan—, se refugiaron durante siglos en catacumbas y bosques, para vivir su fe en comunidad. Por una parte, se veían imposibilitados de conservar las imágenes sagradas, que los delatarían en las inexorables inspecciones; por otra, sentían la necesidad de símbolos materiales para practicar la religión. Entonces, los ingeniosos nipones recurrieron a una forma de arte que parecía realmente mágica…
En tiempos de la dinastía china Han (206 a. C.—220 d. C.) surgió una artesanía compleja y maravillosa. Utilizando un espejo de bronce macizo, los chinos pulían espléndidamente su cara anterior, mientras que un dibujo en relieve decoraba la parte posterior. Sorprendentemente, cuando la luz del sol u otra luz brillante incidía sobre la cara lisa del espejo y se reflejaba en una superficie plana como la de una pared, en ésta se proyectaba el dibujo de la parte posterior.
La explicación de este fenómeno radica en que, durante su fabricación, la superficie del espejo era raspada, rayada y pulida con una técnica sofisticada y luego recubierta con una amalgama de mercurio, provocando tensiones de una escala demasiado pequeña para ser observadas a simple vista, pero que corresponden al modelo grabado en la parte posterior del espejo.
El «espejo mágico» llegó a Japón en el siglo iii d. C., como regalo destinado a grandes señores, y pasó a ser conocido como shinjūkyō. Aunque solamente hasta el siglo xvii no se halló una utilidad más elevada, sirviendo como un excelente medio para hacer invisibles las imágenes de devoción de los fieles católicos.
Éstos llevaban a cabo el trabajo según el método tradicional y luego, en lugar de dejar visible la imagen religiosa en el reverso del espejo, que sería proyectada por la luz, colocaban sobre ella una fina placa de bronce con el dibujo de un paisaje u otro tema inofensivo. Se precavían así de las sospechas de alguna patrulla más experimentada de que el espejo que decoraba inocentemente sus casas pudiera disfrazar una figura cristiana.
Qué maravilloso es imaginar a aquellos confesores de la fe contemplando la imagen del Crucificado proyectada por la luz del sol, mientras rezan sus oraciones en medio de la incertidumbre y el peligro, pero poniendo su confianza en aquel que dijo: «Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos» (Mt 5, 10).
Este notable artificio de los católicos japoneses, riqueza cultural de un pasado hoy lamentablemente olvidado, es a su vez una excelente metáfora de lo que debe suceder en nosotros, que queremos de hecho ser discípulos de Cristo.
Sólo después de que hayamos sido cuidadosamente pulidos por la humillación y el sufrimiento seremos capaces de reflejar la efigie de aquel que nos llama a la plena configuración consigo mismo. Cuanto más plana, nítida y transparente sea la superficie, es decir, cuanto mayor sea la humildad, la sencillez y el olvido de sí mismo, más perfecta será la proyección de la imagen divina.
Pidamos esta gracia al Corazón Sapiencial e Inmaculado de María, espejo fidelísimo de todas las perfecciones divinas. Así, habiéndonos vaciado de todo egoísmo e interés personal, cuando la luz de la gracia incida sobre nosotros, se manifestará que ya no somos nosotros los que vivimos, sino que es Cristo quien vive en nosotros (cf. Gál 2, 20). ◊
Notas
1 Cf. SAN FRANCISCO JAVIER. «Carta a San Ignacio de Loyola. Cochín, 29/1/1552». In: Cartas y escritos. 3.ª ed. Madrid: BAC, 1979, p. 408.