I Domingo de Adviento – 30 de noviembre
El Adviento es la etapa del año litúrgico «especialmente dedicada al recogimiento, a la discreta compunción y a la esperanza palpitante del gran júbilo que traerá el nacimiento del Mesías. Todos se prepararon así para acoger al Niño Dios que, en el virginal sagrario materno, se acercaba, día a día, al momento bendito en el que iniciaría su convivencia salvífica con los hombres».1
Para esa sublime ocasión, la Iglesia desea que nos preparemos debidamente, expurgando de nosotros hábitos y costumbres que no son acordes con la vida cristiana.
La liturgia de este primer domingo de Adviento parece querer, literalmente, sacudirnos del letargo en el que la humanidad se hunde cada vez más. «Ya es hora de despertaros» (Rom 13, 11), clama San Pablo. ¿No veis que «el día está cerca» (Rom 13, 12)? ¿Qué día? ¡El día de rendir cuentas! Y para que no haya excusas ni dudas sobre qué hacer, declara: «Nada de comilonas y borracheras, nada de lujuria y desenfreno, nada de riñas y envidias» (Rom 13, 13b). ¡Ah! ¡Cuánto necesita nuestro siglo escuchar estas verdades!
Sin embargo, la advertencia del Apóstol de las gentes parece caer en saco roto. De hecho, en todas las épocas abundan los despreocupados y optimistas…
Despreocupados eran aquellos que antes del diluvio, como nos lo recuerda el Señor en el Evangelio de este domingo, «comían y bebían, se casaban y se daban en casamiento» (Mt 24, 38), sin hacer caso al llamamiento de Dios a la conversión. ¡Insensatos! Enseguida Noé entraría en el arca, las puertas se cerrarían y cortinas de agua cubrirían los cielos, inundando la tierra. Su deseo desenfrenado de disfrutar la vida los llevó, en poco tiempo, a perder lo que tanto apreciaban. El bien mayor había sido sacrificado tontamente por el placer efímero.
El Hijo del hombre nos visitará en un futuro próximo o lejano. ¿Cuándo? No lo sabemos. Sin embargo, de una cosa sí estamos seguros: vendrá cuando menos lo esperemos…
En realidad, conocer el día de la venida del Señor importa poco. La pregunta crucial que surge en nuestros labios es: ¿estaré preparado para ese encuentro? ¿Me salvaré o no? Pregunta terrible, capaz de hacer temblar a todo aquel que busca honestamente a Dios.
Si no me preocupa lo que más debería preocuparme —el asunto de mi salvación—, ¡no soy diferente de aquellos optimistas de los tiempos de Noé! «Nuestra propensión natural es pensar que estamos en esta tierra seguros y para siempre y, por con siguiente, ignorar que aquí vivimos en estado de prueba».2
Así pues, «andemos con decencia y honestidad» (Rom 13, 13a) si no queremos que nos pille por sorpresa la venida del Hijo del hombre. Para ello, comencemos ahora, y no mañana, nuestro proceso de conversión. Y si por casualidad nuestra conciencia nos acusa de algo, busquemos el perdón cuanto antes. Revistámonos de Jesucristo. Pongámonos en las manos purísimas de aquella que es la Madre de Misericordia. Y entremos para siempre en el arca de la Santa Iglesia, donde siempre será de día. ◊
Notas
1 Corrêa de Oliveira, Plinio. «No “crepúsculo” do Sol de Justiça». In: Folha de São Paulo. São Paulo. Año LVII. N.º 18.170 (1 ene, 1979), p. 3.
2 Clá Dias, EP, João Scognamiglio. «La vigilancia: ¿una virtud olvidada? In: Lo inédito sobre los Evangelios. Città del Vaticano-Lima: LEV; Heraldos del Evangelio, 2013, t. i, p. 18.

