El valor de tener el nombre inscrito en el Cielo

Ni ser ni hacer; el mundo de hoy sólo busca parecer. Éste no es el verdadero medio de apostolado indicado por el divino Maestro.

6 de julio – XIV Domingo del Tiempo Ordinario

En todos los tiempos, los hombres han establecido referencias con las que evaluar su entorno. Estos patrones son también indicativos de lo que cada época considera importante, valioso y digno de respeto. En nuestros días, ¿cuál es la «tabla de valores» con la que juzgamos algo?

¿Cómo no darse cuenta de que el contenido, la autenticidad e incluso la probidad son puestos en un segundo plano o sacrificados a menudo para uno obtener simplemente mucha visibilidad y, por tanto, ser considerado «importante»? Para muestra, las redes sociales y otros medios de «información» hodiernos. Ya no importa el ser, ni el hacer; lo único que vale es parecer. Sin embargo, bien distinta es la escuela de apostolado que la Santa Iglesia nos propone en la liturgia de hoy.

En el Evangelio de este decimocuarto domingo del Tiempo Ordinario, Nuestro Señor Jesucristo envía a sus discípulos a la primera misión apostólica y, ya en sus recomendaciones, les previene contra la tendencia a poner la confianza en los bienes de este mundo: «No llevéis bolsa, ni alforja, ni sandalias» (Lc 10, 4). No interesa tener o parecer, hay que ser. El objeto de la predicación también indica su trascendencia: «Decidle a la gente: “El Reino de Dios ha llegado a vosotros”» (Lc 10, 9). La preocupación central del apóstol no debe consistir en ser bienquisto o aceptado por sus oyentes, sino en anunciar la Buena Noticia.

Al mismo tiempo, Jesús les enseña cómo, en cierto modo, se convertirán en jueces de aquellos a quienes predican, si lo hacen con autenticidad: «Si entráis en una ciudad y no os reciben, saliendo a sus plazas, decid: “Hasta el polvo de vuestra ciudad, que se nos ha pegado a los pies, nos lo sacudimos sobre vosotros”. […] Os digo que aquel día será más llevadero para Sodoma que para esa ciudad» (Lc 10, 10-12).

No obstante, cuando los discípulos regresan de su misión, el divino Maestro percibe el peligro que se cierne sobre sus almas: están contentos porque han hecho milagros, expulsado demonios y curado enfermos, pero corren el riesgo de confundir el éxito exterior con la victoria del Reino de Dios. Un buen resultado no siempre indica que la obra de apostolado se ha realizado como Jesús deseaba; dependiendo de dónde vengan los aplausos, puede ser incluso una mala señal. Por eso, concluye el Salvador: «No estéis alegres porque se os someten los espíritus; estad alegres porque vuestros nombres están inscritos en el Cielo» (Lc 10, 20).

¿Cuántas veces no somos llevados a apoyar algo sólo porque está siendo usado, comentado y difundido por todos? Terminamos estableciendo así como criterio de juicio no lo que son las cosas, sino la aceptación que tienen en el mundo. Aún es peor si condicionamos nuestra misión de testigos del Evangelio al aplauso de los hombres, aunque para ello tengamos que sacrificar las verdades eternas y el estado de gracia…

En este Evangelio, Nuestro Señor Jesucristo nos muestra que si verdaderamente queremos atraer almas a Dios y aumentar el número de los hijos de la Santa Iglesia, es necesario, ante todo, preocuparnos de nuestra santificación, pues sólo cuando nuestros nombres estén inscritos en el Cielo daremos el auténtico testimonio de vida que anuncia la proximidad del Reino de Dios. ◊

 

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