Si existiera un centro de salud que contara con médicos infaliblemente capaces de curar cualquier enfermedad, no sería necesaria publicidad alguna para convertirlo en el más concurrido del mundo. Sin duda, la demanda obligaría a que se llevaran a cabo ciertas medidas para evitar desórdenes y favorecer al mayor número posible de pacientes; nadie escatimaría ningún esfuerzo a fin de lograr ser atendido y el simple hecho de poseer un sitio asegurado en la fila de espera, por muy larga que fuera, sería un inequívoco motivo de tranquilidad y de paz para quienes juzgan encontrar en la salud del cuerpo la felicidad perfecta…
«¡Si reconocieras tú también en este día lo que conduce a la paz!» (Lc 19, 42): este amoroso lamento del Señor puede ser aplicado a aquellos que tan sólo se preocupan por su bienestar físico y descuidan su propia alma. En la vida terrena es más importante mantenerse en la gracia de Dios que conservar cualquier bien pasajero. Es verdad que Jesús está dispuesto a curarnos de enfermedades corporales, y de ello dan testimonio numerosas curaciones obradas por Él registradas en los Evangelios; pero no olvidemos que, además de restituir la salud, el Redentor incitaba a no pecar más (cf. Jn 5, 14).
El pecado, el peor de los males
Al contemplar al divino Llagado en su Pasión, ¡nos quedamos perplejos! Aquel que pasó por el mundo haciendo el bien, fue traicionado por uno de sus discípulos, desfigurado con suplicios inenarrables y muerto en la cruz. Quizá entre los que lo azotaron figurara uno que había sido paralítico; entre los que gritaban pidiendo su muerte, otro que había sido mudo o incluso alguien que, habiendo muerto, recibiera nuevamente la vida… Sin embargo, todos clamaban: «¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo!», prefiriendo salvar antes a un asesino que al Hijo de Dios. En la Pasión es donde el pecado manifiesta el grado más alto de su violencia y de su multiplicidad.1
«Delicta, quis intelligit?» (Sal 18, 13), ¿quién es capaz de conocer el pecado? Sin duda, es la peor de las enfermedades a la que todos estamos sujetos como resultado de nuestra naturaleza caída. Pero el divino Redentor a tal punto desea revitalizar nuestras almas más que nuestros cuerpos que legó a la Iglesia no «algo como una especie de cajero automático para curar enfermedades, en donde los enfermos se arrodillan y salen restablecidos. Instituyó, más bien, el sacramento de la Penitencia»,2 inestimable don que nuestra inteligencia no puede comprender enteramente.
Lo sublime de la confesión
En la Antigua Ley, no servía de nada acusarse ante el sacerdote ni tampoco era posible obtener la seguridad del perdón. Estaban prescritos los más diversos holocaustos por los pecados, pero ni la totalidad de esos sacrificios «sumados y multiplicados por sí mismos, serían capaces de perdonar tan sólo una falta venial. Ni siquiera a María Santísima, con todos sus méritos, le sería posible».3
Después de la Pasión, no obstante, estando los Apóstoles reunidos a puerta cerrada, Jesús se les apareció por primera vez, sopló sobre ellos y les confirió este poder divino: el de perdonar o retener los pecados (cf. Jn 20, 23). Y en la confesión, cuando el sacerdote, trazando una cruz, dice la fórmula: «Yo te absuelvo de tus pecados…», «es ese mismo soplo de Jesucristo que se prolonga para restituir al alma del penitente la vida divina perdida por el pecado mortal».4
Si el pecado mortal nos hace enemigos de Dios, la confesión bien hecha, por el contrario, produce una verdadera resurrección: le devuelve al alma la gracia santificante y la filiación divina, borra la falta, perdona la pena eterna, restituye las virtudes y los méritos, confiere la gracia sacramental específica y reconcilia al penitente con la Iglesia.5 Por eso afirmaba el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira: «Sería difícil concebir nuestra existencia en este valle de lágrimas si no nos hubiera sido dado abrirnos a nuestros pecados y no tuviéramos la certeza del perdón de Dios a través de la absolución administrada por el sacerdote en el confesionario».6
Infelizmente, las breves líneas del presente artículo no nos permiten discurrir acerca de cada una de las maravillas del sacramento de la Penitencia; si bien, conviene subrayar que no son únicamente quienes incurren en pecado mortal los que deben buscar la confesión. También las almas que cayeron tan sólo en faltas leves siempre pueden beneficiarse de ese sacramento, pues confiere vigor y gracias específicas que ayudan en la victoria sobre los pecados cometidos y disminuyen las malas inclinaciones.7 De ahí que el Dr. Plinio comentara: «Cada persona que sale del confesionario es un héroe que se levanta con la fuerza suficiente para no pecar más, capaz de emprender el combate, por muy prodigiosas que sean las batallas morales que tenga que librar».8
El odio del demonio contra el milagro de la misericordia
La riqueza de ese manantial de misericordia ¡es bastante desconocida! Lo que el demonio conquista por el pecado lo pierde en el sacramento de la Penitencia y, por lo tanto, trata por todos los medios de alejarnos de la confesión. A unos les infunde miedo; a otros, la impresión de que el sacerdote se quedará horrorizado con sus faltas…
Hay que estar siempre vigilantes, porque el enemigo de nuestra salvación actúa así incluso con almas muy virtuosas, como narra Santa Faustina Kowalska en su Diario: «Cuando comencé a prepararme para la confesión me asaltaron fuertes tentaciones contra los confesores. Yo no veía a Satanás, pero sí lo sentía a él y su tremenda maldad. […] Sentía que luchaba contra fuerzas poderosas y exclamé: “Oh Cristo, tú y el sacerdote sois uno; me acercaré a la confesión como a ti y no a un hombre”. Al acercarme a la rejilla, descubrí primero mis dificultades. […] Después de la confesión se dispersaron todas quién sabe dónde; mi alma disfruta de la paz».9
A esta misma santa, el Señor le pidió: «Di a las almas que es en el tribunal de la misericordia donde han de buscar consuelo; allí tienen lugar los milagros más grandes y se repiten incesantemente. Para obtener este milagro no hay que hacer una peregrinación lejana, […] sino que basta acercarse con fe a los pies de mi representante y confesarle con fe su miseria. […] Aunque un alma fuera como un cadáver descomponiéndose, de tal manera que desde el punto de vista humano no existiera esperanza alguna de restauración y todo estuviera ya perdido, no es así para Dios. El milagro de la Divina Misericordia restaura a esa alma en toda su plenitud. Oh infelices que no disfrutan de este milagro de la Divina Misericordia; lo pedirán en vano cuando sea demasiado tarde».10
La Cuaresma, tiempo propicio para confesarse
Quien nunca ha experimentado el consuelo que el alma tiene cuando sale del confesionario, segura de que ha sido perdonada por el propio Jesucristo, nuestro Señor, no conoce una de las felicidades más grandes que en esta vida se puede tener. En cada período litúrgico se nos reservan gracias especiales y el tiempo de Cuaresma, que ahora iniciamos, nos invita particularmente a la penitencia y al arrepentimiento.
Pidámosle, entonces, a la Santísima Virgen, Abogada de los pecadores, que nos auxilie a aprovecharlas al máximo, pues el divino Prisionero, que siempre está a nuestra espera en la hostia sagrada, nos aguarda también de un modo distinto en el sacramento de la Penitencia, deseoso de perdonarnos y de cubrirnos con sus caricias. ◊
Notas
1 Cf. CEC 1851.
2 CLÁ DIAS, EP, João Scognamiglio. «Basta que tengas fe». In: Lo inédito sobre los Evangelios. Città del Vaticano; Lima: LEV; Heraldos del Evangelio, 2014, v. IV, pp. 204-205.
3 CLÁ DIAS, EP, João Scognamiglio. Creer, para después amar. In: Lo inédito sobre los Evangelios. Città del Vaticano; Lima: LEV; Heraldos del Evangelio, v. III, p. 289.
4 Ídem, ibidem.
5 Cf. SADA FERNÁNDEZ, Ricardo; MONROY, Alfonso. Manual de los Sacramentos. 2.ª ed. Madrid: Palabra, 1989, p. 121.
6 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. «A Santa Igreja, espelho das virtudes de Maria». In: Dr. Plinio. São Paulo. Ano XI. N.º 121 (abril, 2008); p. 25.
7 Cf. SADA FERNÁNDEZ; MONROY, op. cit., p. 133.
8 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Conferencia. São Paulo, 18/2/1984.
9 SANTA MARÍA FAUSTINA KOWALSKA. Diario. 4.ª ed. Stockbridge: Marian Prees, 2007, pp. 603-604.
10 Ídem, p. 510.