Viena. La ciudad de las galas, de los refinamientos, de la música y de las pomposas procesiones; el lugar clave de los acontecimientos políticos y sociales de Europa estaba a punto de sucumbir ante la furia de una invasión otomana. Rodeada de colinas y bosques, beneficiada por el Danubio que corría a sus pies, podía ser vista desde muy lejos, rematada por los campanarios de sus iglesias y coronada por la aguja de la catedral de San Esteban. Sin embargo, esta vez no constituía el encanto de la embelesada mirada de algún viajero, sino el objeto de los sueños del gran visir Kara Mustafa, quien se repetía a sí mismo su alucinante aspiración: llevar el estandarte de la creciente hasta el corazón de Europa…
Saboreando ya el momento de sustituir por la media luna la cruces que divisaba, y convencido de que los vieneses no recibirían ayuda de ningún otro ejército cristiano, se preguntaba irónicamente: «¿Quién salvará a Viena?». La vista de la risueña ciudad, con los fosos de sus fortificaciones transformados en jardines, lo convenció aún más de que no resistiría a un lento asedio; todo el mundo sabía que Viena era una corte, no un bastión militar. Kara Mustafa prometió, entonces, exterminarla, así como al emperador, «a pesar de su Dios crucificado»,1 según sus palabras.
Definitivamente, el visir había heredado el carácter ardiente y el genio ambicioso de sus antepasados. Deseaba consumar la conquista de toda Europa, y no descansaría hasta convertir la basílica de San Pedro en las caballerizas del sultán.
La cristiandad podrida por su amor al mundo
La amenaza afligió a los vieneses y resonó más allá de sus murallas hasta llegar a Roma, desde donde el sumo pontífice, Inocencio XI, trataba de enviar refuerzos militares.
La Santa Madre Iglesia esperaba el auxilio de su hija primogénita, Francia. ¿Dónde estaba ella en ese momento de peligro para la cristiandad? Las graves carencias morales y el orgullo del Rey Sol habían oscurecido sus horizontes, o mejor dicho, lo llevaron a creer que en el panorama mundial no debía brillar otro astro sino él mismo. Luis XIV rechazó enviar sus tropas para la defensa de Viena esperando, con mezquino egoísmo, que su desaparición lo librara de los esplendores de aquella corte que ensombrecía la gloria de su propio reinado…
Mientras tanto, la población sitiada estaba cada vez más abatida. Los cristianos sabían que si Viena caía, muy pronto caería Roma y con ella, la Santa Iglesia. Esperaban de su monarca, Leopoldo I, al menos un gesto de aliento, una orden para tomar las armas, una palabra que animara a la resistencia, pero… el mundanismo y el libertinaje enquistados en su corte le impidieron ser un héroe cuando el futuro de la cristiandad lo exigía. El único remedio que el emperador encontró para esa extrema amenaza fue el de prohibir a sus súbditos, bajo pena de muerte, hablar de las circunstancias por las cuales atravesaba el reino, con la esperanza de mantener, por lo menos, la normalidad y el equilibrio en sus dominios.
Cuando, finalmente, las tropas de Kara Mustafa aparecieron a lo lejos, sembrando los campos de fuego, sangre y confusión, el emperador huyó con su familia hacia Bohemia, sellando para siempre su reinado con el sello de la cobardía… Siguiendo su ejemplo, sesenta mil habitantes de la capital del Danubio huyeron, dejando la ciudad a su suerte.
«¿Quién salvará a Viena?». El sumo pontífice lanzó esta pregunta al Cielo y, en medio de aquel firmamento cubierto de traiciones e ingratitudes, una estrella empezó a brillar. Sólo una persona podía acudir en su auxilio y rescatar a la cristiandad en peligro: el rey de Polonia, Juan Sobieski.
Un niño educado para triunfar
Desde pequeño, Juan había sido educado para el combate y las grandes empresas. Su madre, Sofía Teófila Danilowicz, mujer de corazón ardiente y espíritu belicoso, lo llevaba todos los días a la iglesia de Zolkiew, donde había pinturas de los héroes de la familia, decoradas con mármol y oro, a fin de rendir honores perpetuos a esos maestros del amor a la fe y a la patria. Enseñándole las armas que brillaban en el blasón familiar, repetía: «¡Sé como ellos o superior!».
Fue en esta perspectiva que creció el pequeño Juan, y el futuro demostraría de que aquel niño superaría en destreza y virtud a todos sus antepasados.
Elegido rey de Polonia, tuvo que librar grandes batallas en defensa de los principios religiosos y del territorio polaco. En todas sus expediciones, dio muestras de un raro talento militar y de una valentía sin igual. Sabía no sólo gobernar a su pueblo, sino elevarlo y alentarlo en el cumplimiento de la voluntad de Dios.
El plan de ataque, al filo de lo imposible
Al oír la petición del sumo pontífice, Juan Sobieski rápidamente organizó un ejército y, llevando consigo incluso a su hijo menor, se unió a las tropas imperiales de Carlos, duque de Lorena, y de los príncipes electores de Baviera y Sajonia.
Narran las crónicas de la época que estos nobles acogieron con lágrimas de alegría al líder victorioso enviado por la Providencia. Si antes de su llegada reinaba la discordia en el campamento católico, Sobieski trajo, como un roce de alas de ángel, la unión y el respeto, suscitando entre todos una pronta obediencia, de forma que sus decisiones eran ejecutadas sin obstáculos. Y esto se había hecho más que necesario, pues Viena ya no tenía suficiente pólvora, víveres ni hombres para luchar. El último y desesperado mensaje que el conde de Stahremberg había logrado enviar era: «¡No hay tiempo que perder!».
La desproporción entre los dos ejércitos era descomunal. Los otomanos sumaban 300.000 hombres. En cambio, los cristianos en combate no llegaban a 70.000, de los cuales —cabe señalar— cerca de 10.000 no eran más que una multitud de voluntarios que corrían el riesgo de convertirse en un estorbo y un peligro en vez de una ayuda…
No obstante, Sobieski sabía que la victoria vendría de Dios y no de los hombres. Experimentado hombre de guerra, trazó de inmediato su audaz plan de ataque, llevado por una de esas inspiraciones de genio que nunca lo defraudaban en el combate: trasladaría a su ejército a la cima del monte Kahlenberg, atacando el campamento otomano por donde menos se lo esperaban.
Minado por los placeres, el enemigo pierde vigor
Por su lado, el gran visir no podía aguantar más. Viena había resistido cuarenta y cinco días al asedio, plazo demasiado largo para su ambición. Una parte de la muralla se había destrozado con los cañonazos, los puentes yacían destruidos; muchos soldados habían muerto durante los ataques, de hambre o de las epidemias que asolaban la capital; el armamento se había agotado y el ánimo de la población estaba abatido. ¿Por qué no se rendían? Ninguno de los que habían prometido socorrerlo aparecía…
Los turcos redoblaron la ofensiva y cavaron trincheras alrededor de toda la ciudad, socavándola. Todo indicaba que en dos días caerían sus muros y entrarían, para ruina del pueblo.
Sin embargo, estos casi dos meses de inercia trajeron graves consecuencias para el ejército otomano. Además de la depravación de las costumbres, cada soldado estaba preocupado por el botín obtenido en la masacre y buscaba una brecha para escapar o esconderlo. Demasiado confiado en su fuerza para prever cualquier peligro, Kara Mustafa permaneció incrédulo ante la ayuda prometida por el rey de Polonia e, incluso informado de los inquietantes movimientos en el Kahlenberg, se mantuvo indomable, aumentando la discordia entre las tropas descontentas. Solamente se ocupaba de asustar a los cristianos con números y de deslumbrarlos con la pompa de sus trajes, armas y tiendas, deseando verlos derrotados sin ni siquiera combatirlos, más dispuesto a presenciar un triunfo que a luchar como soldado.
La extrema negligencia del visir sería, providencialmente, una de las causas de la ruina de su poderoso ejército.
Obediencia y heroísmo de los soldados de Jesús
El 9 de septiembre de 1683, las tropas unidas bajo el mando de Juan Sobieski comenzaron a subir el Kahlenberg. El calor y la fuerza del viento dificultaban aún más la escalada. Como no había caminos que cortaran el bosque, los jinetes se vieron obligados a bajarse de sus caballos y conducirlos por la densa arboleda. Pero eso no fue lo peor. Los cañones se convirtieron para los animales en una carga imposible de arrastrar, por lo que necesitaban ser tirados con cuerdas por los propios soldados.
El avance por las empinadas laderas fue lento y penoso, pero el 11 de septiembre el ejército alcanzó la cumbre y se comprobó que los turcos no habían planeado allí suficiente resistencia. Lanzando un proyectil al cielo estrellado, Sobieski les avisaba a los sitiados de que la ayuda había llegado, y mantuvo encendidas a lo largo de aquella noche varias fogatas en la cima del Kahlenberg, para sustentar la esperanza y el coraje de los habitantes de Viena.
Concomitantemente, un monje capuchino cabalgaba a toda prisa para encontrarse con Sobieski en lo alto de la montaña. Era el legado pontificio, un religioso veneciano famoso por su santidad: Marco de Aviano. Entregándole una breve carta del Papa, bendijo a las tropas con un crucifijo y les dijo a los combatientes: «¡Os anuncio en nombre de la Santa Sede que, si confiáis en Dios, la victoria será vuestra!».
El ataque empezaría al amanecer del día siguiente, fiesta del Dulcísimo Nombre de María. El rey de Polonia llevaba consigo una copia de la pintura milagrosa de Nuestra Señora de Jasna Gora, ante la cual el ejército asistió a la última misa antes del asalto, consagrando la batalla decisiva al Corazón de María. Nadie durmió aquella noche. A las tres de la madrugada, Sobieski desplegó su ejército en dirección al campo adversario, que rodeaba Viena. Al grito de «Dios es nuestro auxilio», se precipitaron sobre el enemigo y lanzaron una formidable descarga de artillería, sembrando el pánico, la muerte y la destrucción. Destacaban los húsares que, con sus famosos uniformes alados, parecían ángeles exterminadores bajando del Cielo sobre los secuaces del mal.
La insolencia enemiga se convierte en lágrimas…
El entusiasmo movía las filas católicas, con Sobieski a la cabeza. Entre los alaridos del combate, su voz se oía atronar como un rayo vengador cantando el salmo del rey-profeta: «Non nobis, Domine…».
Espantado, Kara Mustafa entendió lo que significaba todo eso: el rey de Polonia estaba, en efecto, en el combate y comandaba personalmente esa carga de caballería. Se llenó de cólera y de pánico. Su ejército estaba dividido en dos: una parte corría hacia los cristianos para detenerlos, la otra preparaba el asalto final contra las murallas de Viena. En medio del caos de los primeros enfrentamientos, Kara Mustafa cometió el error fatal de desproteger los flancos de la formación, lo que le permitió a Sobieski romper con furia las líneas otomanas.
El gran visir intentó organizar un contraataque y pedir refuerzos, pero ¡ya era demasiado tarde! La consternación reinaba entre los mahometanos, y las columnas de camellos que partían hacia Hungría confirmaban la masiva deserción. Comprendió que estaba solo y que ya no podía sostener la batalla. Así que llamó a los pocos que le quedaban y se echó a llorar como un niño, preguntándole a uno de sus oficiales:
—Y tú, ¿no me puedes ayudar?
—Conozco a ese rey de Polonia, y os digo que con él no habrá más remedio que huir —fue la respuesta que escuchó del interrogado.
Entonces, emprendieron la huida, perseguidos por el ejército de Cristo.
…y ¡la resistencia cristiana en júbilo!
La derrota fue completa. Es difícil saber con exactitud la cifra de pérdidas, ya que las crónicas difieren entre sí. No obstante, la violencia del ataque les costó a los otomanos al menos 20.000 bajas, y los cadáveres de los vencidos cubrían los campos alrededor de la ciudad. En cambio, del lado cristiano, entre los heridos y muertos durante el asedio y en la batalla, el número no llegaba a 4.000.
Al caer la tarde, Juan Sobieski entraba en Viena. Los príncipes del imperio acudían a su encuentro y lo abrazaban, coroneles y oficiales lo aclamaban sin cesar, toda la población trataba de tocar su manto, agarrar sus manos y pies, queriendo besarlos. El rey intentaba impedirlo, pero nada pudo detener aquellas manifestaciones de agradecimiento. Yendo a la iglesia, se postró en tierra y cantó el Te Deum, el himno de victoria del Señor de los ejércitos.
La noticia de la liberación de Viena llenó de gozo toda Europa, a excepción —es triste decirlo— del Rey Sol… El Papa recibió de Sobieski la principal bandera arrebatada a los turcos, trofeo que recorrió todas las iglesias de Roma durante un mes.
Un legado inmortal para la Iglesia
Por la espada del héroe polaco, la Santa Iglesia rechazó una vez más el islamismo, clavando la bandera del triunfo en el corazón de la cristiandad y legándole dos tesoros de valor incalculable.
El primero fue encontrado por Sobieski entre las ruinas del pueblo de Wishau. Era una pintura antigua de Nuestra Señora de Loreto, cuya corona estaba sostenida por dos ángeles que llevaban en sus manos pergaminos con las siguientes inscripciones: In hac imagine Mariæ vinces, Johannes; In hac imagine Mariæ, victor ero Johannes —que significan: «A través de esta imagen de María vencerás, Juan»; «A través de esta imagen de María, yo, Juan, saldré victorioso». El mensaje de la Reina del Cielo era indiscutible. Además de proteger al rey Juan Sobieski a lo largo de muchos otros combates, la cristiandad entendió que, con la Santísima Virgen, siempre saldría victoriosa.
El segundo tesoro fue un regalo de Inocencio XI a la Santa Iglesia: la fiesta del Dulcísimo Nombre de María, conmemorada por entonces sólo en ciertas regiones, y que fue extendida por el pontífice a la Iglesia universal. Hasta el día de hoy se celebra el 12 de septiembre, fecha de esta memorable victoria mariana en la historia. ◊
Notas
1 Las referencias históricas que constan en este artículo han sido transcritas de: SALVANDY, Narcisse-Achille de. Le libérateur de la Chrétienté au XVII ͤ siècle. Jean Sobieski, sa vie, ses vertus, ses epreuves, ses victoires. Cadillac: Saint-Remi, 2010.
Que maravillosa historia. Porque sorprendernos si con María nuestra Santísima Madre, sabemos que todo se puede. Ella nos llevará siempre a la victoria.
Salve María!