Al proclamar que la vida del hombre sobre la tierra es una lucha (cf. Job 7, 1), Job no hace más que recordar el férreo enfrentamiento que se libra en el interior de cada persona, en la elección entre el bien y el mal. Manchada por el pecado, la naturaleza humana se debilitó en extremo, de tal manera que es incapaz de practicar la virtud establemente sin la ayuda de la gracia y el esfuerzo constante.
Cuántas son, no obstante, las ocasiones en las que nos dejamos vencer por nuestras debilidades, por ilusiones traicioneras o por nuestros propios caprichos… Cuántas veces acabamos cayendo en el abismo del pecado… Sin embargo, aún peor que cometer una falta es adoptar una actitud de indiferencia y lasitud después de la caída. Nuestras ofensas pueden afectar tal o cual mandamiento, pero el descuido atenta directamente contra el primero: «Amarás, pues, al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas» (Dt 6, 5).
El perdón divino en el Antiguo Testamento
Por esa razón, desde la primera falta —el pecado original— el Altísimo no cesa de invitar al hombre a la conversión. Esto es lo que verificamos al recorrer las páginas del Génesis. Adán comió el fruto prohibido y luego se escondió; no obstante, Dios tomó la iniciativa de llamarlo y atraerlo hacia sí, «ansioso» de que volviera su rostro y sus caminos hacia la senda del bien (cf. Gén 3, 8-10).
Esta actitud del Creador se repite a lo largo de todo el Antiguo Testamento. Se manifiesta continuamente, deseoso de conducir al hombre a la conversión: ora se muestra como buen Padre, ora como Esposo amoroso, Señor fiel, siempre dispuesto a renovar su alianza y perdonar al que se arrepiente.1 En la pluma de Isaías, llega a comparar su amor con el de una madre: pregunta, por labios del profeta, si una mujer puede olvidar a aquel a quien amamanta y no tener ternura del fruto de sus entrañas; y afirma que, incluso si esto sucediera, Él nunca abandonaría a los suyos (cf. Is 49, 15).
De diversas maneras, el Dios de la misericordia suscitaba en el corazón de cada ser humano el sentimiento de compunción, ya fuera a través de los rituales penitenciales de la ley mosaica, ya por las predicaciones proféticas o las prácticas de excomunión de la sociedad.
Nuestro Señor Jesucristo y el perdón a los pecadores
Con el advenimiento del Redentor, el perdón y la conversión adquieren un sentido mucho más profundo. En primer lugar, nos introduce en una convivencia íntima con Dios, dándonos la gracia de hacernos hijos suyos y de tratarlo como tales: «Padre nuestro que estás en el Cielo…» (Mt 6, 9).
Al mismo tiempo, es notorio cómo sus parábolas están impregnadas de amor misericordioso para con los débiles. Entre ellas, recordemos la de la oración del publicano (cf. Lc 18, 9-14), la del rey indulgente y del súbdito ingrato (cf. Mt 18, 23-35), la del buen pastor (cf. Lc 15, 3-7), y —quizá la más expresiva de todas— la del hijo pródigo (cf. Lc 15, 11-32). En efecto, Dios es el Padre amoroso que ni siquiera espera a que su hijo compungido se acerque desde lo lejos, sino que sale a su encuentro, olvidando todo lo sucedido en el pasado. Incluso prepara un festín para celebrar la conversión de aquel que había estado perdido.
El perdón de los pecados es el eje de la misión redentora del Verbo Encarnado, hasta el punto de que lo quiso dejar consignado en la fórmula de la consagración eucarística: «Después tomó el cáliz, pronunció la acción de gracias y dijo: “Bebed todos; porque esta es mi sangre de la alianza, que es derramada por muchos para la remisión de los pecados”» (Mt 26, 27-28).
Ahora bien, queda la pregunta: ¿Cristo le otorgó ese poder a su Iglesia?

El Señor se aparece a los Apóstoles en el cenáculo, de Duccio di Buoninsegna – Museo dell’Opera del Duomo, Siena (Italia)
El momento de la institución
El Evangelio deja muy claro que Jesús no quiso absolver sólo mientras estaba físicamente presente en la tierra. Nos legó un medio por el cual podemos recurrir continuamente a su perdón y estar moralmente seguros de recibirlo. Esa insigne dádiva es el sacramento de la confesión.
El momento elegido para instituirlo fue la misma tarde del domingo de Pascua, cuando apareció resucitado a los Apóstoles: «Jesús repitió: “Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo”. Y, dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos”» (Jn 20, 21-23).
El mandato
De este modo, el divino Redentor les concede a los Doce la capacidad de absolver en su nombre.
En primer lugar, la expresión «como el Padre me ha enviado, así también os envío yo» pone de manifiesto que existe una analogía entre la misión de Cristo y la de la Iglesia, representada allí por el Colegio Apostólico. Así como el Señor vino a salvar a todo el género humano (cf. Jn 3, 17), principalmente a través de la victoria sobre el pecado, envía a los Apóstoles —y por medio de ellos a sus sucesores— a continuar esa misión que recibió del Padre.
Enseguida, «sopló sobre ellos y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo”». Este pasaje no debe confundirse con la venida del Paráclito en Pentecostés, acontecimiento que tendría lugar cincuenta días después. Según una interpretación autorizada, Jesús infunde aquí el Espíritu Santo para conferirle a la Iglesia los medios sobrenaturales que necesita para continuar y prolongar su presencia y acción en el tiempo y en el espacio.2
Además, en el propio gesto del Salvador hay un simbolismo muy profundo, relacionado con el perdón de los pecados: al igual que el soplo divino engendró la vida humana (cf. Gén 2, 7), es el Espíritu Paráclito quien infunde la vida de la gracia en nosotros.
Finalmente, Jesús les dice: «A quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos». ¿Quién puede borrar las faltas sino Dios (cf. Mc 2, 7)? Al concederles la facultad de absolver, el Señor les confía un poder propiamente divino: el Creador quiere servirse de un ministro o intermediario para distribuir con liberalidad su misericordia.
Jesús está siempre dispuesto a perdonar
Un pormenor interesante que destacar es que en ningún momento Jesús rechaza perdonar al pecador. Él no dice «a quien se los neguéis», sino «a quienes se los retengáis». Algunos autores3 aclaran que con este verbo no se debe entender el rechazo de la absolución, sino más bien la exigencia de condiciones para obtenerla. De este modo, la remisión del pecado implica dos etapas: por una parte, la imposición de ciertas obligaciones y, por otra, la declaración de que los pecados han sido borrados. Dios anhela concedernos la venia; sin embargo, antes es necesario que el penitente elimine los obstáculos que le impiden recibirla.
No podemos olvidar que, al perdonar, Jesucristo exige siempre un cambio de vida, como cuando exhorta a la adúltera a no ofender más a Dios (cf. Jn 8, 11). Pero a los que se convierten de corazón, les promete el Reino de Dios: «En verdad te digo: que hoy estarás conmigo en el Paraíso» (Lc 23, 43).
¿Por qué confesarse?
No obstante, puede aflorar una duda en nuestro entendimiento. En ningún pasaje de los Evangelios nos parece que el Señor imponga la necesidad de confesar nuestros pecados a otro hombre. Sólo dice que los Apóstoles pueden perdonarlos o retenerlos. Entonces, ¿por qué la Iglesia determina la acusación de las faltas al sacerdote? De hecho, una cosa se sigue de la otra.
En el sacramento de la confesión, el ministro desempeña el papel de juez y de médico. Juez, porque el divino Maestro le ha confiado la obligación de decidir si perdonar o retener los pecados. Esta elección exige juicio por su parte y, como afirma el Concilio de Trento,4 los sacerdotes no serán buenos jueces si la causa no les es conocida de modo que puedan dictar la sentencia adecuada.
Además, cuando declaramos nuestras faltas al ministro con sincero arrepentimiento y recibimos de él la absolución, salimos con la plena confianza de que hemos sido perdonados por Dios. ¿De qué otra manera tendríamos tal certeza? Por eso es imprescindible que el penitente confiese sus faltas.

Absolución después de la confesión – Catedral del Santísimo Salvador, Aix-en-Provence (Francia)
Y puesto que el confesor ejerce también el oficio de médico, se deduce que debemos declararle nuestras faltas a fin de recibir la ayuda adecuada. No es humillante someterse a la criba de un buen especialista cuando se está dolorido, pues «si el enfermo se avergüenza de mostrarle la llaga al médico, la pericia de éste no podrá curar lo que desconoce».5 De igual modo, quien haya sido herido por Satanás al cometer algún pecado, no debe avergonzarse de reconocer su culpa y alejarse de ella, recurriendo a la medicina de la penitencia.6
La confesión y el misterio pascual
Finalmente, conviene recordar un último detalle, que corrobora la altísima estima que debemos nutrir por la confesión: la relación entre su institución y la de la sagrada eucaristía. Durante la Última Cena, momentos antes de comenzar la Pasión, el divino Redentor nos legó el Sacramento de su Cuerpo y Sangre; y en la tarde del domingo de Pascua, en su primer encuentro con los Apóstoles, les dio el poder de perdonar los pecados. Así, el Señor inauguró el Triduo pascual celebrando el sacrificio eucarístico y lo clausuró estableciendo el sacramento de la penitencia.
Además, el hecho de que la Tradición haya considerado siempre que tanto estos acontecimientos como Pentecostés ocurrieran en el mismo lugar —el cenáculo— muestra la estrecha relación que existe, en el misterio salvífico, entre la Eucaristía, el sacramento del perdón y la doble efusión del Espíritu Santo: con ellos se perpetúa la completa y definitiva victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte.
Una insigne dádiva otorgada a los hombres
La confesión es una enorme prueba de amor, mediante la cual el Creador ofrece con tanta facilidad su perdón al pecador contrito. Él, que tendría el derecho de castigarnos inmediatamente después de la falta cometida, no cesa de derramar sobre nosotros gracias de conversión, con el objetivo de que busquemos fervientemente este sublime sacramento.
Por voluntad del Redentor, el ministro actúa en su nombre como juez y médico de las almas. Lo que se le exige al penitente es que se abandone confiadamente a la Misericordia divina y confiese sus pecados, seguro de obtener el incomparable perdón de Dios.
Así, el sacramento de la penitencia se revela como un verdadero tesoro que la Providencia ha puesto al alcance de todos. Es nuestro deber saber recurrir a él frecuentemente, con humildad y gratitud. ◊
Efectos de la confesión sacramental
No cabe duda que la confesión, realizada en estas condiciones, es un medio de altísima eficacia santificadora. Porque en ella:
a) La sangre de Cristo ha caído sobre nuestra alma, purificándola y santificándola. Por eso, los santos que habían recibido luces vivísimas sobre el valor infinito de la sangre redentora de Jesús tenían verdadera hambre y sed de recibir la absolución sacramental.
b) Se nos aumenta la gracia ex opere operato, aunque en grados diferentísimos según las disposiciones del penitente. De cien personas que hayan recibido la absolución de las mismas faltas, no habrá dos que hayan recibido la gracia en el mismo grado. Depende de la intensidad de su arrepentimiento y del grado de humildad con que se hayan acercado al sacramento.

Confesionario de la basílica de Nuestra Señora del Rosario, Caieiras (Brasil)
c) El alma se siente llena de paz y de consuelo. Y esta disposición psicológica es indispensable para correr por los caminos de la perfección.
d) Se reciben mayores luces en los caminos de Dios. Y así, por ejemplo, después de confesarnos comprendemos mejor la necesidad de perdonar las injurias, viendo cuan misericordiosamente nos ha perdonado el Señor; o se advierte con más claridad la malicia del pecado venial, que es una mancha que afea y ensucia el alma, privándola de gran parte de su brillo y hermosura.
e) Aumenta considerablemente las fuerzas del alma, proporcionándole energía para vencer las tentaciones y fortaleza para el perfecto cumplimiento del deber. Claro que estas fuerzas se van debilitando poco a poco, y por eso es menester aumentarlas otra vez con la frecuente confesión.
Extraído de: ROYO MARÍN, OP, Antonio.
Teología de la perfección cristiana.
Madrid: BAC, 2008, p. 450.
Notas
1 A modo de ejemplo, hemos seleccionado algunos pasajes que tratan del perdón o de la corrección de Dios como Esposo fiel: Ez 16, 60-63; Is 54, 4-8; 62, 3-5; Jer 3, 1-13; y como buen Padre: Dt 8, 5; Prov 3, 12; Sal 26, 10; 102, 13.
2 Como puede leerse en el Catecismo: «Reciben el Espíritu de Jesús para actuar en su nombre y en su persona» (CCE 1120). Véase también: Adnès, sj, Pierre. La Penitencia. Madrid: BAC, 1981, p. 41.
3 Por ejemplo: Rouillard, Philippe. História da Penitência, das origens aos nossos dias. São Paulo: Paulus, 1999, pp. 17-18.
4 Cf. Concilio de Trento. Doctrina sobre el Sacramento de la Penitencia, c. 5: DH 1679-1680.
5 San Jerónimo. Commentarius in Ecclesiasten, c. x: PL 23, 1096.
6 Cf. Afraates. «Exposición 7». In: Cordeiro, José de Leão (Ed.). Antologia litúrgica. Textos litúrgicos, patrísticos e canônicos do primeiro milênio. 2.ª ed. Fátima: Secretariado Nacional de Liturgia, 2015, p. 391.