Conviene que todos los fieles se den cuenta de que su principal deber y su mayor dignidad consiste en la participación en el sacrificio eucarístico, de un modo tan intenso y activo, que estrechísimamente se unan con el Sumo Sacerdote.
El misterio de la Sagrada Eucaristía, instituida por el Sumo Sacerdote, Jesucristo, y por voluntad de Él constantemente renovada por sus ministros, es como el compendio y centro de la religión cristiana. Tratándose del punto más alto de la sagrada liturgia, creemos oportuno, venerables hermanos, detenernos un poco y llamar vuestra atención sobre argumento de tan grande importancia. […]
Sacrificio propio y verdadero
El augusto sacrificio del altar no es, pues, una pura y simple conmemoración de la Pasión y Muerte de Jesucristo, sino que es un sacrificio propio y verdadero, por el que el Sumo Sacerdote, mediante su inmolación incruenta, repite lo que una vez hizo en la cruz, ofreciéndose enteramente al Padre, como Víctima gratísima. […]
Idéntico, pues, es el Sacerdote, Jesucristo, cuya sagrada Persona es representada por su ministro. Este, en virtud de la consagración sacerdotal que ha recibido, se asemeja al Sumo Sacerdote y tiene el poder de obrar en virtud y en persona del mismo Cristo; por eso, con su acción sacerdotal, en cierto modo, «presta a Cristo su lengua y le alarga su mano»1.
Idéntica también es la Víctima, esto es, el Redentor divino, según su naturaleza humana y en la realidad de su cuerpo y de su sangre. Es diferente, en cambio, el modo como Cristo se ofrece.
En efecto, en la cruz Él se ofreció a Dios totalmente y con todos sus sufrimientos, y esta inmolación de la Víctima fue llevada a cabo por medio de una muerte cruenta, voluntariamente padecida; en cambio, sobre el altar, a causa del estado glorioso de su naturaleza humana, «la muerte no tendrá ya dominio sobre Él» (Rom 6, 9), y por eso la efusión de la sangre es imposible; pero la divina Sabiduría ha hallado un modo admirable para hacer manifiesto el sacrificio de nuestro Redentor con señales exteriores, que son símbolos de muerte, ya que, gracias a la transustanciación del pan en el cuerpo y del vino en la sangre de Cristo, así como está realmente presente su cuerpo, también lo está su sangre; y de esa manera las especies eucarísticas, bajo las cuales se halla presente, simbolizan la cruenta separación del cuerpo y de la sangre. De este modo, la conmemoración de su muerte, que realmente sucedió en el Calvario, se repite en cada uno de los sacrificios del altar, ya que, por medio de señales diversas, se significa y se muestra Jesucristo en estado de víctima.
Alabanza, expiación, impetración y acción de gracias
Idénticos, finalmente, son los fines, de los que es el primero la glorificación de Dios. Desde su nacimiento hasta su muerte, Jesucristo ardió en el celo de la gloria divina; y, desde la cruz, la oferta de su sangre subió al cielo en olor de suavidad. Y para que este himno jamás termine, los miembros se unen en el sacrificio eucarístico a su Cabeza divina, y con Él, con los ángeles y arcángeles, cantan a Dios alabanzas perennes dando al Padre omnipotente todo honor y gloria.
El segundo fin es dar gracias a Dios. El divino Redentor, como Hijo predilecto del Eterno Padre, cuyo inmenso amor conocía, es el único que pudo dedicarle un digno himno de acción de gracias. Esto es lo que pretendió y deseó, «dando gracias» (Mc 14, 23) en la Última Cena, y no cesó de hacerlo en la cruz, ni cesa jamás en el augusto sacrificio del altar, cuyo significado precisamente es la acción de gracias o eucaristía; y esto, porque «digno y justo es, en verdad debido y saludable»2.
El tercer fin es la expiación y la propiciación. Nadie, en realidad, excepto Cristo, podía ofrecer a Dios omnipotente una satisfacción adecuada por los pecados del género humano. Por eso quiso Él inmolarse en la cruz, «víctima de propiciación por nuestros pecados, y no tan sólo por los nuestros, sino también por los de todo el mundo» (1 Jn 2, 2). Asimismo, se ofrece todos los días sobre los altares por nuestra redención, para que, libres de la condenación eterna, seamos acogidos entre la grey de los elegidos. Y esto no solamente para nosotros, los que vivimos aún en esta vida mortal, sino también para «todos los que descansan en Cristo (…), que nos precedieron con la señal de la fe y duermen el sueño de la paz»3, porque, tanto vivos como muertos, «no nos separamos, sin embargo, del único Cristo»4.
El cuarto fin es la impetración. El hombre, hijo pródigo, ha malgastado y disipado todos los bienes recibidos del Padre celestial, y así se ve reducido a la mayor miseria y necesidad; pero, desde la cruz, Jesucristo, «ofreciendo plegarias y súplicas, con grande clamor y lágrimas (…) fue oído en vista de su reverencia» (Heb 5, 7), y en los sagrados altares ejerce la misma eficaz mediación, a fin de que seamos colmados de toda clase de gracias y bendiciones. […]
La salvación afluye de la Cabeza a los miembros
Se puede decir que Cristo ha construido en el Calvario una piscina de purificación y de salvación que llenó con su sangre, por Él vertida; pero, si los hombres no se bañan en sus aguas y no lavan en ellas las manchas de su iniquidad, no serán ciertamente purificados y salvados.
Por eso, para que todos los pecadores se purifiquen en la sangre del Cordero, es necesaria su propia colaboración. Aunque Cristo, hablando en términos generales, haya reconciliado a todo el género humano con el Padre por medio de su muerte cruenta, quiso, sin embargo, que todos se acercasen y fuesen llevados a la cruz por medio de los sacramentos y por medio del sacrificio de la Eucaristía, para poder obtener los frutos de salvación por Él en la misma cruz ganados.
Con esta participación actual y personal, de la misma manera que los miembros se asemejan cada día más a la Cabeza divina, así también la salvación que de la Cabeza viene, afluye en los miembros, de manera que cada uno de nosotros puede repetir las palabras de San Pablo: «Estoy clavado en la cruz juntamente con Cristo, y yo vivo, o más bien no soy yo el que vivo, sino que Cristo vive en mí» (Gál 2, 19-20).
Porque, como en otra ocasión hemos dicho de propósito y ampliamente, Jesucristo, «mientras moría en la cruz, concedió a su Iglesia el inmenso tesoro de la redención, sin que ella pusiese nada de su parte; en cambio, cuando se trata de la distribución de este tesoro, no sólo comunica a su Esposa sin mancilla la obra de la santificación, sino que quiere que en alguna manera provenga de ella»5.
No cese jamás nuestro himno de glorificación y de acción de gracias
El augusto sacramento del altar es un insigne instrumento para distribuir a los creyentes los méritos que se derivan de la cruz del divino Redentor. «Cuantas veces se celebra la memoria de este sacrificio, renuévase la obra de nuestra redención»6.
Y esto, lejos de disminuir la dignidad del sacrificio cruento, hace resaltar, como afirma el concilio de Trento7, su grandeza y proclama su necesidad. Al ser renovado cada día, nos advierte que no hay salvación fuera de la cruz de Nuestro Señor Jesucristo (cf. Gál 6, 14); que Dios quiere la continuación de este sacrificio «desde levante a poniente» (Mal 1, 11), para que no cese jamás el himno de glorificación y de acción de gracias que los hombres deben al Criador, puesto que tienen necesidad de su continua ayuda y de la sangre del Redentor para borrar los pecados que ofenden a su justicia.
Conviene, pues, venerables hermanos, que todos los fieles se den cuenta de que su principal deber y su mayor dignidad consiste en la participación en el sacrificio eucarístico; y eso, no con un espíritu pasivo y negligente, discurriendo y divagando por otras cosas, sino de un modo tan intenso y tan activo, que estrechísimamente se unan con el Sumo Sacerdote, según aquello del Apóstol: «Habéis de tener en vuestros corazones los mismos sentimientos que tuvo Jesucristo en el suyo» (Flp 2, 5), y ofrezcan aquel sacrificio juntamente con Él y por Él, y con Él se ofrezcan también a sí mismos. ◊