El mayor giro de la historia

Pentecostés transformó una aparente derrota en el triunfo más rotundo. Y, por la súplica de María, el Espíritu Santo obrará el giro más grande jamás visto entre el bien y el mal.

8 de junio – Solemnidad de Pentecostés

Gran regocijo en el sanedrín. ¡El Nazareno ha fracasado! Su derrota no podría ser más completa. Las muchedumbres, testigos de sus milagros, estimuladas por ingentes sumas de dinero, clamaban por su destrucción. La muerte más ignominiosa lo eliminó de entre los vivos. Y dos ladrones lo flanquearon, estigmatizando para siempre su memoria…

Transcurrió poco más de un mes en aparente normalidad: el pueblo seguía acudiendo, indolente y mediocre, a los sacrificios en el Templo, mientras sus conciencias eran sofocadas por el ruido de las monedas de oro arrojadas a las arcas de las limosnas. El sepulcro vacío no había intimidado la perfidia de los enemigos de Jesús, ni había logrado vencer el miedo de sus antiguos seguidores, escondidos en el cenáculo.

Los evangelios no ocultan las miserias de los Apóstoles. Al contrario, pregonan con naturalidad sus carencias que, yendo más allá del ámbito de los predicados humanos, se extienden al terreno sobrenatural. Cuando llegó la hora suprema, uno había traicionado al Maestro (cf. Lc 22, 4-5; 47-48), todos estaban durmiendo antes de huir (cf. Lc 22, 45), y el principal entre ellos lo negó tres veces (cf. Lc 22, 56-60) a pesar de la advertencia previa (cf. Lc 22, 34).

Con razón lo celebraba el sanedrín. Aquellos timoratos del cenáculo, que resistiéndose a creer en la Resurrección se habían propuesto volver a la pesca y a sus antiguos negocios, no podían causarles ningún miedo…

Pero he aquí que raya la mañana de Pentecostés ¡y la promesa de Jesús se cumple! El Espíritu Santo desciende y los Doce se convierten en los héroes más grandes de la historia.

De simples pescadores, se transforman en maestros de las naciones, guiándolas a la fe en el único Dios y a la moral perfecta. Su doctrina, austera y clara, permanece cohesionada y sin error en todas partes. Disuaden, sin dinero ni armas, a pueblos enteros de practicar los vicios más arraigados en la naturaleza humana, como la poligamia y la idolatría. Allí donde Sócrates y Platón habían desistido, dirigiéndose a los pueblos más inteligentes, triunfan rápidamente… y lo mismo con la gente ruda.

¿Qué queda de débil en esos leones que desafían a todos los poderes de la tierra? San Pedro plantará el estandarte de la verdad junto al palacio de los césares. Con su propio martirio, todos, otrora fugitivos del dolor, abrirán una estela de heroísmo, arrastrando a millones a la misma epopeya.

Se siguieron dos mil años de batallas y glorias: mártires, doctores, vírgenes, anacoretas, confesores, monjes, cruzados, misioneros… Esto demuestra la vitalidad de la Iglesia, santa y católica, cuya alma es el divino Espíritu Santo.

¡Qué importante lección para nosotros! Pentecostés brilla como el paradigma perpetuo del triunfo de Dios. Nadie ni nada puede vencerlo. Las fuerzas conjugadas del mundo y del demonio son irrisorias ante su omnipotencia; y la debilidad humana es el pedestal donde mejor reluce su gloria. El fracaso de lo que parece ser su plan «A» no es más que una oportunidad para que desvele el «A + A» —su verdadero plan—, pues diríamos que, en este terreno, el vocabulario divino ignora la letra «B»…

Pero la victoria de Dios tiene un nombre: María. Sólo quien esté cerca de Ella, como los Apóstoles en Pentecostés, será inundado de gracias nuevas y podrá cantar: «Enviaste tu Espíritu, Señor, y se ha renovado la faz de la tierra». ◊

 

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