En el prólogo de su evangelio, el Apóstol virgen se refiere por primera vez al mayor de los varones nacidos de mujer en estos términos: «Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan» (1, 6).
El evangelista utiliza el verbo enviar, cuyo significado original en griego posee un matiz importante: compartiendo la raíz con el sustantivo apóstol, el término designa a un embajador, un enviado con representación oficial.1 Por lo tanto, desde ese prisma, Juan el Bautista también es apóstol.2
Entonces cabe una pregunta: ¿no será que en cada época histórica la Divina Providencia envía, por su parte, otros tantos «apóstoles» con potestad para enseñar, guiar y, sobre todo, servir de ejemplo a la sociedad?
La respuesta es, sin duda alguna, afirmativa. Dios siempre ha suscitado en la Iglesia representantes suyos, para el cumplimiento de altísimos designios. Aun con una vocación distinta a la de los Apóstoles de los primeros tiempos, son realmente embajadores divinos, cuales nuevos precursores que van delante del Señor para prepararle un pueblo bien dispuesto (cf. Lc 1, 17). Por lo tanto, cuando entramos en contacto con la historia de los santos fundadores de órdenes e institutos religiosos, somos llevados a divisar en esos hombres y mujeres providenciales una misión de tal porte.
Bajo la medida de la contrariedad
Además de iniciador de una institución, el fundador es un indiscutible modelo de conducta, un atento maestro y un guía inerrante en lo que atañe a su misión propia, llamado a transmitir la respuesta adecuada a los desafíos y urgencias de los tiempos y de las circunstancias históricas siempre diversas.3
Por otra parte, suele aparecer como «piedra de escándalo», dispuesto a contrariar las desviaciones y los errores de su época. «Por eso —afirma Chesterton—, la paradoja de la historia es que cada generación sea convertida por el santo que más la contradice».4
Los fundadores son envidados por Dios para ser no sólo iniciadores de una obra, sino también embajadores «a medida» para cada etapa histórica
En efecto, a los fundadores se les da a conocer algo de los misteriosos designios de aquel cuyas decisiones son insondables, e irrastreables sus caminos (cf. Rom 11 ,33). A sus seguidores le corresponde el papel de la fidelidad, incluso en medio de incomprensiones y ante actitudes inusitadas.
En el Israel de los tiempos de Cristo, ¿qué habría más contrario a la regla general de comportamiento que la aparición de un enigmático asceta vestido con piel de camello, alimentándose de saltamontes y miel silvestre, y predicando: «Convertíos, porque está cerca el Reino de los Cielos» (Mt 3, 2)? O en la Asís de una Edad Media que desgraciadamente empezaba a tomar el camino del mundanismo y del disfrute de la vida, ¿qué podría ser más insólito que la figura de un fraile de porte angelical vestido con pobres andrajos, predicando la pobreza y la humildad más extremas? Los ejemplos se multiplican.
Pues bien, se diría que Dios se complace en forjar embajadores «a medida» para cada etapa histórica… y su «medida» es la contrariedad.
A muchos títulos, fundador
Siguiendo la regla enunciada antes, no podemos considerar a Mons. João Scognamiglio Clá Dias en cuanto fundador tan sólo por el hecho de haber sido mentor y organizador de asociaciones y sociedades pontificias. Esto sería simplificar enormemente el alcance de su actuación.
Si los fundadores ostentan, con mucha razón, el título de embajadores de Dios, ¿cómo se ajusta este glorioso epíteto a la insigne figura que ahora, filialmente, recordamos?
Considerar a Mons. João como fundador sólo por haber sido mentor y organizador de asociaciones y sociedades pontificias sería simplificar enormemente el alcance de su actuación
Quienes conocieron a Mons. João de cerca son testigos de su carácter, fuertemente opuesto al espíritu neopagano del mundo moderno y a sus máximas, sobre todo al creciente relativismo que pregona un modus vivendi entre el bien y el mal.
Términos como intransigencia, radicalidad, integridad —bien entendidos— formaban parte de su vocabulario corriente y le resultaban extremadamente familiares, para alegría de los que lo seguían y disgusto de sus adversarios que, a pesar de innumerables tentativas, nunca lograron encontrar ninguna falta de verdad en sus palabras o actitudes. En efecto, «hombre sincero camina seguro, hombre retorcido queda al descubierto» (Prov 10, 9). Así, nuestro fundador se asemejaba a Nuestro Señor Jesucristo también en ese aspecto: amando a los pecadores y deseando su conversión, no dejó nunca de odiar y rechazar el mal.
En hostilidad con el mundo, el joven João se define
Esa incompatibilidad de Mons. João con el espíritu del mundo tuvo su origen, como vimos en un artículo anterior, en los remotos tiempos de su infancia.
Quizá con vistas a la realización de su altísima vocación es por lo que la Divina Providencia quiso presentarle ya en tierna edad la dimensión de la maldad y del orgullo humanos, como él mismo comentó en varias ocasiones. Había dos caminos ante aquel muchacho: resignarse o inconformarse.
La hostilidad del ambiente que lo rodeaba, cada vez más opuesto a las enseñanzas católicas, el desprecio por la virtud angélica de la pureza, las variadas formas de egoísmo y crueldad de sus coetáneos más cercanos, todo esto ayudó a que una resolución se forjara en su alma: «¡Ante el mal, no me rendiré!». El resultado es que del niño surgió un león.
Tímido de pequeño, João se convirtió en un joven valiente y de fuerte temperamento. «¡Cuando se despierta por la mañana, no sabemos si va a desayunar o a empezar una revolución!», declararía su madre en cierta ocasión.
Si todavía no existía una institución que congregara almas generosas y desinteresadas, ¡había que fundarla! Y, de hecho, el joven João habría llevado a cabo este emprendimiento si no se hubiera encontrado con otro embajador de Dios que, hacía décadas, compartía sus santas inconformidades, pese a que no se conocían.
Dos fundadores, un solo carisma
En la historia de las instituciones religiosas es común encontrar, junto al fundador, la figura de uno o varios discípulos fieles. A veces, hay un alma incumbida de adaptar el espíritu de la fundación a una rama femenina, o viceversa, como ocurre con San Francisco y Santa Clara de Asís. Sin embargo, en el caso de lo que podría llamarse, en sentido lato, la familia de almas de los heraldos, los hechos se produjeron de una manera muy peculiar.
Hoy, veintinueve años después de la partida hacia la eternidad de Plinio Corrêa de Oliveira, podemos afirmar sin titubeo que Mons. João ha sido otro fundador, en la integridad del término, junto a quien consideraba «como verdadero padre y fundador».5 La Santísima Virgen conocía muy bien las dificultades que atravesaba el Dr. Plinio y consintió en obsequiarlo con un discípulo fidelísimo, cual nuevo Josué junto a Moisés, o nuevo Eliseo junto a Elías.
De hecho, las incomprensiones se multiplicaban en torno a la figura del Dr. Plinio. Muchos de sus discípulos más antiguos, desprovistos de cualquier consonancia con él, tenían los ojos puestos en su propio egoísmo y se dejaban atrapar por las más diversas formas de mundanismo, a veces reclamando vacuas posiciones de relieve dentro del pequeño grupo que se iba formando.
Siempre en estricta consonancia con su padre espiritual, Mons. João se revelaría un auténtico fundador de pequeñas instituciones y de las más variadas costumbres
El Dr. Plinio se hallaba en una situación bastante delicada. Trataba por todos los medios de mantener en el camino del bien incluso a los discípulos más «complicados»; sin embargo, percibía que avanzar en dirección de las grandes metas que tenía en mente significaría granjearse la antipatía de varios de ellos… Por otro lado, sabía que Mons. João, al andar por las sendas de la fidelidad a su maestro, tomaba el rumbo hacia la misma incomprensión, pero también consideraba todo lo que su discípulo podría hacer por el movimiento, al actuar en ámbitos en los que él mismo, por la fuerza de las circunstancias, no tendría la oportunidad de realizarlo.
En las décadas posteriores al encuentro con el Dr. Plinio, Mons. João se revelaría como un auténtico fundador de pequeñas instituciones y de las más variadas costumbres, siempre en la más estricta y, por así decirlo, escrupulosa consonancia con su padre espiritual, que aprobaba de todo corazón sus osadas y, a menudo, brillantes iniciativas.
«¡João de las buenas sorpresas!», he aquí el epíteto con el que el Dr. Plinio premiaría en muchas circunstancias a su valiente «Eliseo».
Desfiles militares… ¿para religiosos?
Como veremos detalladamente en uno de los próximos artículos, tanto el Dr. Plinio como Mons. João eran entusiastas de la marcialidad y buscaban imprimir notas de orden y disciplina en una juventud tan carente de estos atributos, cada vez más ausentes en la sociedad. Al Dr. Plinio le competía estimular en sus hijos espirituales, a través de reuniones, charlas y su propia presencia, el deseo de ser valientes soldados de María. Al fiel discípulo le correspondía el papel de plasmar, con movimientos acompasados y otras costumbres marciales, el entusiasmo de su padre por la vida militar.
Así, en 1973 surgía, bajo la égida de Mons. João, un estilo de marcha propio, «caracterizado por su ritmo tranquilo y pausado, pero cuya ejecución exigía una extraordinaria disciplina».6 Años más tarde, al presenciar una ceremonia en la que sus discípulos marchaban según la nueva escuela «joánica», el Dr. Plinio comentó: «Si tuviera que trasladar mi espíritu y mi mentalidad a un paso de marcha, el resultado sería exactamente este».7
Se había fundado con extraordinario éxito un estilo de marcha que, a lo largo de décadas, impresionaría y entusiasmaría a muchas generaciones hasta nuestros días.
Artista formado en la escuela del amor divino
El mismo ímpetu condujo a Mons. João a formar un coro polifónico y una orquesta, que realizarían giras por América y Europa durante años. En una de estas ocasiones fue cuando recibió un elogio singular: un gran maestro de la ciudad de Palestrina (Italia) afirmó que jamás había escuchado en su vida un Sicut cervus, obra inmortal de su ilustre conciudadano, tan bien ejecutado.
A partir de este núcleo inicial se organizarían decenas de coros y bandas de música bajo una misma escuela de disciplina e interpretación, alcanzando una amplitud pastoral impresionante. En los lugares más humildes o en medio de los esplendores de catedrales, basílicas y palacios de gobierno, los coros de Mons. João beneficiaron a miles de personas de los más diversos sectores sociales. Esta escena se volvía corriente: fieles con lágrimas en los ojos, expresaban efusivamente su gratitud por la oportunidad de escuchar tan sublimes melodías. A través de estas iniciativas apostólicas, la Providencia divina nunca perdió la oportunidad de actuar en las almas, elevándolas al Cielo.
Cabe mencionar también otro don artístico de nuestro fundador, que le permitió impulsar y orientar la construcción y decoración de varias basílicas e iglesias en todo el mundo, en un estilo tradicional pero innovador, recogido pero deslumbrante, utilizado por el Padre celestial para distribuir innumerables gracias y obrar conversiones. «Quiero que la gente que entre aquí recupere el estado de gracia», dijo Mons. João durante la construcción de la basílica de Nuestra Señora del Rosario, de Caieiras (Brasil).
Finalmente, recordemos su suprema maestría sirviéndose del «arte de las artes»: la dirección de las almas, oficio que, como padre espiritual, amigo y confesor, desempeñó de una manera insuperable.
Dotado de dones artísticos y musicales, Mons. João dominaba sobre todo el arte de las artes: la dirección de las almas, ejercida como padre espiritual, amigo y confesor
Una vez, orientando a uno de sus hijos espirituales sobre cómo realizar el apostolado con las nuevas generaciones, Mons. João observó cómo éstas se sentían atraídas por la bondad, por encima de cualquier otro factor. Afectados por problemas familiares cada día más frecuentes y profundos, los jóvenes manifestaban mayor carencia de afecto. Por lo tanto, era necesario que los formadores se ganaran su confianza mediante un verdadero «apostolado de la bondad», del que nuestro fundador dio un luminoso ejemplo a lo largo de su vida.
La alegría juvenil de Mons. João se manifestaba de un modo muy especial cuando, desde la ventana de su residencia, les arrojaba chocolatinas y caramelos varios a sus hijos que aguardaban el paternal «bombardeo». Muchos de los que por aquella época eran adolescentes conservan hasta hoy inocentes recuerdos de esos episodios, recordándolos con gratitud.
En otras ocasiones, servía de su propia merienda a los pequeños, que se apiñaban alrededor de su mesa para escucharlo y estar cerca de él. Entonces, se podía contemplar en aquel varón grandioso las atenciones de un padre, el cariño de una madre y el afecto de un amigo. Y eso por no mencionar las horas dedicadas a consejos privados, conversaciones espirituales, confesiones…
Es por ello por lo que Mons. João logró ganarse la confianza y el afecto de todos, desde los más jóvenes hasta los mayores. Demostró que la seriedad y la práctica de la virtud están en perfecta armonía con la alegría y la bondad, y que la verdadera autoridad es merecedora de la estima más sincera.
Un futuro glorioso se vislumbra en el horizonte
Al concluir estas líneas, el lector seguramente concordará con la afirmación hecha al principio del artículo de que la erección de institutos y asociaciones es únicamente un aspecto de la gracia fundacional manifestada en Mons. João. En realidad, constituyen tan sólo un desdoblamiento de las maravillas contenidas en su alma.
La obra fundada por Mons. João es como un árbol fecundo y frondoso que fue plantado junto a las aguas de la Santa Iglesia; sus frutos son mero anuncio de maravillas aún mayores que vendrán en el futuro
Así pues, la Asociación de Fieles Heraldos del Evangelio, la Sociedad Clerical Virgo Flos Carmeli, la Sociedad Femenina Regina Virginum, el Instituto Filosófico Aristotélico-Tomista, el Instituto Teológico Santo Tomás de Aquino, el Instituto Filosófico-Teológico Santa Escolástica y otras muchas realidades jurídicas en los más diversos ámbitos son algunas de las flores de una obra que, cual árbol frondoso, está plantada junto a las aguas de la Santa Iglesia, a su servicio (cf. Sal 1, 3).
Pero este árbol, creemos y constatamos, es fecundísimo. Sus flores, a pesar de hermosas y perfumadas, son un mero anuncio de los incontables frutos que vendrán, al precio de la fidelidad del fundador de los heraldos, en un futuro glorioso que no se cansará de contemplar, agradecido, el tesoro que brotó de un corazón apasionado por Jesús y María, que no quiso otra cosa a lo largo de su vida que la realización de la súplica repetida hace dos mil años por la Iglesia: «Venga a nosotros tu Reino; hágase tu voluntad en la tierra como en el Cielo». ◊
Notas
1 Cf. FERNÁNDEZ, Aurelio. Teología Dogmática. Curso fundamental de la fe católica. Madrid: BAC, 2009, pp. 211; 621-622.
2 Cf. SAN JERÓNIMO. «Homilía sobre el evangelista Juan (1,1-14)». In: Obras completas. 2.ª ed. Madrid: BAC, 2012, t. I, p. 949.
3 Cf. SAN JUAN PABLO II. Mensaje a los participantes en el Congreso Mundial de los Movimientos Eclesiásticos, n.º 4.
4 CHESTERTON, Gilbert Keith. São Tomás de Aquino. Porto: Civilização, 2009, p. 16.
5 CLÁ DIAS, EP, João Scognamiglio. A gênese e o desenvolvimento do movimento dos Arautos do Evangelho e seu reconhecimento canônico. Tese doctoral en Derecho Canónico. Pontificia Universidad Santo Tomás de Aquino. Roma, 2010, pp. 23-24.
6 CLÁ DIAS, EP, João Scognamiglio. El don de sabiduría en la mente, vida y obra de Plinio Corrêa de Oliveira. Città del Vaticano-Lima: LEV; Heraldos del Evangelio, 2016, t. IV, p. 416.
7 Idem, ibidem.