El fin de mi mundo

La admiración de los discípulos por el Templo de Jerusalén da pie a proféticas palabras del Redentor acerca del fin «del» mundo y del fin «de un» mundo. El consejo que ellos recibieron también está dirigido a nosotros.

XXXIII Domingo del Tiempo Ordinario – 16 de noviembre

Hay dos momentos cruciales en la existencia humana: su nacimiento y su partida de este mundo. Los desterrados hijos de Eva encuentran singular descanso en ambas circunstancias: al entrar en la vida, el niño es colocado en una cuna, un sitio asociado a la esperanza de lo que llegará a ser en el futuro; al abandonar la condición terrenal, todos recibimos un ataúd, una «morada» vinculada al recuerdo de nuestras realizaciones.

Cada historia humana debe ser interpretada en función de su fin: el juicio en el que Dios separará a los malos de los buenos, castigando a unos y premiando a otros según sus obras (cf. Rom 2, 6).

Cuando el Redentor salía por última vez —el Martes Santo— del Templo de Jerusalén, sus discípulos se mostraban asombrados con la belleza de aquel edificio, reconstruido por Herodes al cabo de cuarenta años. El mármol blanco, adornado con el perenne brillo del oro, exhibía toda su magnificencia bajo los rayos del atardecer.

El divino Maestro, a partir de ese movimiento de admiración meramente humana —porque la opulencia exterior del edificio cubría la infidelidad que imperaba en su interior—, quiso darles el consejo de tener en cuenta el fin: «Esto que contempláis, llegarán días en que no quedará piedra sobre piedra que no sea destruida» (Lc 21, 6). Anunciaba con proféticas palabras el fin de un mundo.

De hecho, la respuesta de Jesús abarcaba dos ámbitos de particular interés: el fin del Templo de Jerusalén y el fin del mundo. Sus palabras aún resuenan con un tono de misterio; sin embargo, el conjunto de las lecturas de este domingo deja suficientemente clara la intención del Señor de prepararnos para el final.

La historia ya ha sido testigo del «fin de muchos mundos». Basta tan sólo con recordar el ocaso del Imperio griego o del romano. En el siglo iii, San Cipriano de Cartago desvelaba el signo de los tiempos que anunciaba el fin de su mundo: «Falta el labrador en el campo, el marinero en el mar, el soldado en el campamento, honestidad en el foro, justicia en los tribunales, concordia en las amistades, habilidad en las artes, disciplina en las costumbres»…1

Considerando el estado actual de nuestro mundo, se puede conjeturar que la Providencia ya está preparando una nueva cuna de esperanza para la civilización que debe nacer del auténtico amor al Reino de Dios.

La verdadera visión de la historia analiza todo en función de su personaje principal, que es el Salvador, y de su Cuerpo Místico, la Iglesia. Para no compartir la suerte del Templo de Jerusalén, tengamos a Jesucristo como piedra angular de nuestro edificio espiritual. Al hacerlo, oiremos las consoladoras palabras del Redentor: «Ni un cabello de vuestra cabeza perecerá; con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas» (Lc 21, 18-19). ◊

 

Notas


1 San Cipriano de Cartago. Ad Demetrianum, c. 3: PL 4, 546.

 

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