¿Cómo abarcar lo infinito? ¿Cómo abordar un tema que ni siquiera las más elevadas inteligencias son capaces de escudriñar sin la ayuda de la fe? De hecho, la mente y el lenguaje humanos son insuficientes para explicar y comprender la relación entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
Sin embargo, osemos fijar nuestra atención más específicamente en aquel que habita en nosotros desde el momento de nuestro bautismo, está constantemente orientándonos con sus divinas mociones y constituye el encanto de muchos teólogos a lo largo de la historia de la Iglesia: el divino Santo Espíritu.
En palabras de Benedicto XVI,1 es gracias a Él que los fieles pueden, en cierto modo, conocer la intimidad de Dios mismo, descubriendo que la Trinidad Beatísima no es soledad infinita, sino comunión de luz y de amor, vida entregada y recibida en un diálogo eterno entre el Padre y el Hijo, en el Espíritu Santo, Amante, Amado y Amor.
Ciclo de amor inagotable
No sería conveniente adentrarnos en el asunto sin antes considerar algunos supuestos teológicos que nos ayudarán a entender una temática tan elevada. Claro está que las exposiciones sobre el misterio trinitario casi siempre se basan en analogías, pues, como ya hemos dicho, el vocabulario humano no cuenta con términos que expliquen satisfactoriamente al Todopoderoso. Como bien expresó San Agustín,2 si a Él lo comprendiéramos perfectamente, no sería Dios.
«Dios es amor», y por esta razón no es una sola Persona, sino tres; de hecho, nadie posee verdadera caridad si sólo se ama a sí mismo
Con el objetivo de dilucidar la convivencia existente entre las tres Personas de la Santísima Trinidad, la teología empezó a emplear el término griego perijóresis, que significa, literalmente, movimiento rotatorio, traducido al latín como circuminsessio.
¿Por qué los teólogos adoptaron ese término? Según palabras de San Juan Evangelista, «Dios es amor» (1 Jn 4, 8). Y por esta razón no es una sola Persona, sino tres. De hecho, nadie posee verdadera caridad si sólo se ama a sí mismo. Ahora bien, siendo el amor en Dios infinito y supremo, una criatura nunca podría ser receptáculo de tal bondad. Además, era necesario que Dios amara a alguien de igual dignidad y supremacía, que únicamente podría ser una Persona divina.3 De ahí resulta que entre el ser divino y su trinidad de Personas se dé una verdadera perijóresis, en el sentido original del término: un ciclo de amor inagotable.4
Eterna y sagrada convivencia
Extraemos de una de las obras de Mons. João Scognamiglio Clá Dias, EP, una hermosa y accesible explicación de esta relación entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
«La Encarnación del Verbo reveló a los hombres un misterio reservado para la plenitud de los tiempos: la existencia de tres Personas en la unidad divina. […] Tan sublime realidad trasciende los criterios humanos, y sólo es iluminada por la fe: la única esencia de Dios es el Padre, que eternamente engendra al Hijo en el conocimiento perfecto y pleno de sí mismo; y de la relación amorosa entre ambos hace proceder al Espíritu Santo. […]
»Por el hecho de engendrar, solamente a la primera Persona le corresponde el título de Padre; por el hecho de ser engendrado, solamente la segunda Persona merece tener por nombre Hijo o Verbo; por el hecho de proceder de ambos, la tercera Persona se llama Espíritu Santo, encerrando este circuito misterioso, radiante de luz y de gloria que es la Trinidad. ¡Ninguna otra diferencia distingue a los tres que son uno! […]
»El Padre es el principio de toda la deidad, según la expresión de San Agustín. Ahora bien, plenamente capaz de conocerse, sería “infeliz”, por así decir, si no se explicitase por completo a sí mismo, pues no hay perfecta felicidad cuando la naturaleza no realiza aquello que le es propio.
»Conociéndose, el Padre se expresa completamente a sí mismo en su eterno Verbo, el cual es tan perfecta imagen del Padre (cf. Heb 1, 3) que se equivocaría quien afirmara que constituyen dos inconmensurables, dos increados y dos omnipotentes. Por el contrario, los dos son uno solo inconmensurable, uno solo increado y uno solo omnipotente, conforme nos enseña la antigua y poética profesión de fe atribuida a San Atanasio. […]
»En cuanto al Hijo, Santo Tomás lo define como “emanación del entendimiento” del Padre. Una vez que en Dios el ser y el entender son idénticos a la esencia divina, del acto de inteligencia del Padre es engendrada la segunda Persona, la cual tiene como propios los títulos de Hijo y de Verbo. Por esta razón, en la primera manifestación pública de la Trinidad a los hombres, durante el bautismo de Jesús en el Jordán, así como en lo alto del monte de la Transfiguración, el Padre quiso manifestarse por la voz, para indicar que ahí estaba su Palabra, su Verbo, en quien Él había puesto toda su complacencia.
»El Espíritu Santo, a su vez, procede de la relación amorosa que se establece de inmediato entre el Padre y el Hijo. Así como el Padre conoce plenamente al Hijo y el Hijo conoce plenamente al Padre, y ambos son el Bien substancial, ambos se aman, y de esa relación pura, sublime y afectuosa procede el Espíritu Santo, que es el Amor personal».5
Unidad en la trinidad
En resumen, en la Trinidad hay una sola naturaleza divina, que constituye la unidad de Dios. No obstante, cada una de las Personas se distingue de las otras según las misteriosas operaciones que tienen lugar en la vida íntima de Dios y las relaciones opuestas que de estas operaciones se derivan: el Padre engendra al Hijo, el Hijo es engendrado por el Padre, y el Espíritu Santo procede de ambos. Esta doctrina fue proclamada solemnemente en el Concilio de Florencia, en el famoso aforismo «omniaque sunt unum, ubi non obviat relationsis oppositio».6
Como el Padre y el Hijo se conocen plenamente, ambos se aman y de esa sublime relación procede el Espíritu Santo, que es el Amor personal
Así, aunque es posible distinguir las Personas divinas, el magisterio de la Iglesia enseña que, cuando la Trinidad obra externamente —lo que en teología se denomina operaciones ad extra, como fueron la creación del mundo y la Encarnación del Verbo—, las tres Personas actúan juntas, ya que la fuente de todas estas obras es la propia naturaleza divina, que es indivisible.7
Sin embargo, Dios quiere que glorifiquemos no sólo su unidad, sino también su trinidad. Por ello, la Santa Iglesia atribuye a cada una de las Personas obras que, aun siendo comunes a las tres, tienen una relación especial o afinidad íntima con el lugar que cada una ocupa en la Trinidad, es decir, con las propiedades que le son peculiares y exclusivas. De ahí que, por ejemplo, al ser el Padre ingénito, principio sin principio, le atribuyamos la creación del mundo.
Hechas estas consideraciones sobre la vida trinitaria, podemos volver al tema principal de nuestro artículo, el Paráclito.
Espíritu Santo, Don y Amor
De acuerdo con las enseñanzas de Santo Tomás de Aquino,8 los nombres propios de la tercera Persona de la Trinidad, derivados de sus operaciones en la vida íntima de Dios, son: Espíritu Santo, Don y Amor. Analicemos cada uno de ellos, a partir de los comentarios del P. Antonio Royo Marín, OP.9
Considerando las palabras Espíritu Santo por separado, son aplicables a las tres Personas, pues las tres son espíritu y santas. No obstante, unidas, forman el nombre que se aplica sólo a la tercera Persona, que procede de las otras dos por una común espiración de amor infinitamente santa. Por esta misma razón, el Paráclito es también nuestro santificador.
El término Don, en su sentido esencial, designa todo lo que es dado gratuitamente por Dios a las criaturas racionales, ya sean de orden natural o sobrenatural. Como nombre propio se aplica a la tercera Persona, a la cual, en virtud de su origen, conviene ser la razón próxima de toda donación divina y ser ella misma donada de manera gratuita a la criatura racional. Así, Don corresponde exclusivamente al Espíritu Santo, que procede a través de amor, pues el amor es la primera dádiva que concedemos a una persona cada vez que le regalamos algo.
Finalmente, el nombre Amor. En su sentido personal, conviene que sólo sea empleado para el Espíritu Santo, porque Él es el término pasivo, es decir, el fruto de la relación entre el Padre y el Hijo.
Hay todavía muchos atributos derivados de los nombres mencionados anteriormente. Fueron expresados en la Tradición, en la Sagrada Escritura o incluso en la liturgia de la Santa Iglesia. Ellos son: Paráclito, Espíritu de Cristo, Espíritu de Verdad, Espíritu del Altísimo, Principio de la creación, Dedo de Dios, Dulce Huésped del alma, Sello, Unión, Fuente viva, Fuego, Caridad, Luz beatísima, Padre de los pobres, Dador de los siete dones y Luz de los corazones.
Alma y corazón de la Iglesia
El divino Paráclito es también alma y corazón del Cuerpo Místico de Cristo, la Santa Iglesia, que tiene por cabeza al propio Señor Jesús (cf. Ef 1, 22-33).
Tras las batallas libradas en defensa de la divinidad de Jesucristo, la Santa Iglesia se enfrentó a quienes negaban la del Espíritu Santo
En el cuerpo humano, la cabeza es vivificada por las pulsaciones del corazón, órgano tan oculto como imprescindible. Algo parecido ocurre con la Iglesia: Cristo es su cabeza, al estar por encima de toda criatura; pero el Espíritu Santo, cuya misión es la santificación de los hombres, vivifica y une invisiblemente a la Iglesia, y por eso se le llama su corazón.10
El cardenal Charles Journet,11 gran conocedor del Concilio Vaticano II, hace una bellísima analogía afirmando que, así como Cristo es, en el tiempo, repercusión de la generación eterna del Verbo en el seno de la Trinidad, así la Iglesia, por su misión corredentora, es en el tiempo el reflejo de la procesión eterna del Espíritu Santo.
¡El Espíritu Santo es Dios!
Los tesoros de doctrinas y explicaciones acerca del divino Espíritu Santo son, no obstante, un regalo que Dios entregó a su Iglesia en medio de grandes luchas y dificultades. Es, por tanto, «forzoso que aun herejías haya, para que se descubran entre vosotros los que son de una virtud probada» (1 Cor 11, 19 Vulg.).
En el siglo iii, después de las batallas doctrinales libradas en defensa de la divinidad de Jesucristo, la Santa Iglesia se enfrentó a quienes negaban la del Espíritu Santo, afirmando que éste no era consustancial al Padre y al Hijo.
Muchos santos participaron en esa lucha: Atanasio, Gregorio de Nisa, Gregorio Nacianceno, Basilio el Grande, Ambrosio, Hilario de Poitiers, Cirilo de Jerusalén…
A mediados del siglo iv, dicho error empezó a extenderse cada vez más a través de aquellos a quienes San Atanasio bautizó como pneumatómacos, es decir, adversarios del Espíritu, cuyo principal exponente fue Macedonio, patriarca de Constantinopla.12 Éste admitía la igualdad de sustancia entre el Padre y el Hijo, pero postulaba que el Espíritu Santo, a pesar de ser dispensador especial y supereminente de todas las gracias, superior a los ángeles, era una criatura subordinada al Padre.
En el año 362 la herejía había sido condenada por primera vez por San Atanasio, en el Sínodo de Alejandría. Pese a ello, los macedonios celebraron un sínodo en el que profesaron oficialmente su doctrina y continuaron difundiéndola con pertinacia. La noticia no tardó en llegar a Roma. En un sínodo celebrado en el año 380, el papa San Dámaso la condenó.
Sin embargo, el solemne y definitivo anatema de la herejía se produjo un año después. En el 381, San Dámaso y el emperador Teodosio, amigo del sumo pontífice, optaron por convocar un concilio que no sólo resolvería tal problemática, sino que también pusiera en orden otras cuestiones de la Iglesia. Así pues, se llevó a cabo el segundo concilio ecuménico de la historia de la Iglesia, el primero de Constantinopla.13
Entonces, se confirmó la fe expresada en el Símbolo de Nicea y se le añadió el fragmento referente a la divinidad del Espíritu Santo: Et in Spiritum Sanctum, Dominum et vivificantem, qui ex Patre procedit —Y en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre.
Poco después, con miras a ratificar la procesión del Espíritu Santo por parte del Padre y del Hijo, que era causa de polémicas y discusiones, cada Iglesia local fue añadiendo al Credo, en la parte donde se menciona que el Espíritu Santo procede del Padre, el «filioque», es decir, «y del Hijo». Finalmente, en el II Concilio de Lyon, el 17 de julio de 1274, ese término fue acrecentado oficialmente al Credo.
Esposo de María Santísima
En su símbolo fundamental, la Iglesia reconoce al divino Espíritu Santo como «Dominum et vivificantem», Señor y dador de vida. Como recuerda el P. Royo Marín,14 la dependencia de nuestra vida sobrenatural de la fuerza que proviene del Paráclito es un principio fundamental de la religión. Cuántas personas, no obstante, por no preocuparse de adorar y conocer adecuadamente a la tercera Persona de la Trinidad, ponen un obstáculo insuperable entre ésta y sus almas. No hay quien desee más entrar en contacto con nosotros que el Espíritu Santo, nuestro Dios, Señor y Santificador; no caigamos en el funesto error —lamentablemente muy común en nuestros días— de considerarlo como un ser inaccesible e incomunicable.
Todos los santos que existieron y existirán hasta el fin del mundo son frutos del celestial desposorio entre María Santísima y el Espíritu Paráclito
Y recordemos que María Santísima no sólo es Hija de Dios Padre y Madre de Dios Hijo, sino también Esposa del Espíritu Santo. Por eso, en palabras de San Luis Grignion de Montfort,15 todos los santos que existieron y existirán hasta el fin del mundo son frutos de este celestial desposorio. No dudemos en recurrir a Nuestra Señora para que interceda por nosotros ante el Paráclito. Al obrar así, tendremos la certeza de que Él enviará continuamente sobre nosotros los rayos de su luz, de su gracia.
El mismo santo afirma proféticamente en su Oración abrasada: «El Reino especial de Dios Padre duró hasta el diluvio y terminó por un diluvio de agua; el Reino de Jesucristo terminó por un diluvio de sangre; pero vuestro Reino, Espíritu del Padre y del Hijo, continúa actualmente y se terminará por un diluvio de fuego, de amor y de justicia».16 No nos corresponde más que desear la venida urgente de ese diluvio de fuego, de amor y de justicia, por medio del cual la faz de la tierra será renovada. ◊
Notas
1 Cf. BENEDICTO XVI. Ángelus, 11/6/2006.
2 Cf. SAN AGUSTÍN DE HIPONA. Sermo LII, n.º 16. In: Obras completas. Madrid: BAC, 1983, t. X, p. 62.
3 Cf. RICARDO DE SAN VÍCTOR. La Trinidad. Salamanca: Sígueme, 2015, pp. 123-125.
4 Cf. FERNÁNDEZ, Aurelio. Teología Dogmática. Madrid: BAC, 2009, p. 295.
5 CLÁ DIAS, EP, João Scognamiglio. ¡María Santísima! El Paraíso de Dios revelado a los hombres. Lima: Heraldos del Evangelio, 2021, t. II, pp. 29-31.
6 DH 1330. Del latín: «[En la Trinidad] todo es uno, donde no obsta la oposición de relación».
7 Cf. DH 3814.
8 Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. I, q. 36-38.
9 Cf. ROYO MARÍN, OP, Antonio. El gran desconocido. Madrid: BAC, 2004, pp. 27-32.
10 Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO, op. cit., III, q. 8, a. 1, ad 3.
11 Cf. JOURNET, Charles. Teología de la Iglesia. 2.ª ed. Bilbao: Desclée de Brouwer, 1962, p. 89.
12 Los que siguieron al hereje Macedonio fueron llamados macedonianos.
13 Cf. LLORCA, Bernardino. Historia de la Iglesia Católica. Edad Antigua. 7.ª ed. Madrid: BAC, 1996, t. I, p. 437.
14 Cf. ROYO MARÍN, op. cit., pp. 10-11.
15 Cf. SAN LUIS MARÍA GRIGNON DE MONTFORT. «La oración abrasada». In: Obras. Madrid: BAC, 1954, p. 600.
16 Ídem, ibidem.