Nuestro mensaje [de Navidad] se inspira en la primera página del Evangelio de San Juan, en aquel prólogo que es la materia del sublime poema que canta el misterio y la realidad de la unión más íntima y sagrada entre el Verbo de Dios y la humanidad, entre el Cielo y la tierra, entre el orden de la naturaleza y el de la gracia, cual resplandece y se transforma en triunfo espiritual desde el comienzo de los siglos hasta su consumación.
«En el principio existía el Verbo y el Verbo estaba junto a Dios y el Verbo era Dios. […] Todas las cosas fueron hechas por Él. […] En Él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres y la luz brilla en las tinieblas y las tinieblas no la recibieron» (Jn 1, 1.3-5). Hubo un hombre llamado Juan para dar testimonio de la Luz: él no era la Luz, sino sólo un testimonio que invitaba a recibir la Luz. […] Con esta simple y elemental evocación doctrinal e histórica nos llega el anuncio de la Navidad y de Belén.
«Vidimus gloriam eius»
Palabras sagradas son éstas, que en una bella sinfonía resuenan por todas partes, difundiendo al punto suavidad y belleza, para prorrumpir después, al mismo tiempo, en la plenitud de aquella gran obra que es el triple poema: la Creación, la Redención —el precio de la sangre de Cristo— y la Iglesia, una, santa, católica, apostólica. Todo esto, ofrecido como tesoro de doctrina divina y como fuente de vida perfecta en la tierra, a las almas y a los pueblos que saben aprovecharse de ello.
En primer lugar está el esplendor del Padre celestial glorificado en su Hijo, que nos invita a la admiración de las mutuas relaciones inefables de las Personas de la Santísima Trinidad. Después, el segundo Juan, el evangelista, se apresura a hablarnos de las manifestaciones de la misma Trinidad en beneficio del hombre, en beneficio de la Iglesia, Cuerpo Místico de Cristo, y en beneficio de cada una de las almas: Vidimus gloriam eius – Hemos visto su gloria.
Con estas palabras termina el prólogo, tomando al mismo tiempo un tono de aclamación gloriosa: Vidimus gloriam eius. ¿Qué gloria? Aquella preclarísima del Verbo que existía in principio et ante sæcula, y que, haciéndose hombre, como Hijo unigénito del Padre, apareció lleno de gracia y de verdad. Fijaos bien en estas dos palabras: gracia y verdad. […]
Jesús nos invita a contemplar en Él la verdad
Para las almas creadas por Dios y destinadas a la eternidad es natural la búsqueda y el descubrimiento de la verdad, objeto primero de la actividad interior del espíritu humano.
¿Por qué se dice la verdad? Porque es comunicación de Dios, y entre el hombre y la verdad no hay, simplemente, relación accidental, sino relación necesaria y esencial. […]
Pero lo que importa más retener y percibir es que la actitud para conocer la verdad representa para el hombre la responsabilidad sagrada y muy grave de cooperar con el designio del Creador, del Redentor, del Glorificador. Y ello vale aún más para el cristiano que lleva, en virtud de la gracia sacramental, el signo evidente de su pertenencia a la familia de Dios. Aquí se distinguen la dignidad y la responsabilidad más grandes que son impuestas al hombre —y aún más a cada cristiano— de honrar a este Hijo de Dios, Verbo hecho carne, y que da la vida al mismo tiempo al compuesto humano y al orden social.
Jesús ofreció a la imitación de los hombres treinta años de silencio, para que ellos aprendan a contemplar en Él la verdad, y tres años de enseñanza incesante y persuasiva para que ellos vean un ejemplo y una regla de vida. […]
Las palabras de Cristo sitúan, en efecto, a todo hombre de cara a su responsabilidad; se trata de aceptar o de rehusar la verdad invitando a cada uno, con fuerza persuasiva, a permanecer en la verdad, a alimentar sus pensamientos personales de verdad, a obrar según la verdad.
Estamos ante una conjuración contra los mandamientos
Este mensaje de augurio que os queremos dirigir es, por tanto, una invitación solemne a vivir según el cuádruple deber de pensar, de honrar, de decir y de practicar la verdad. […]
Proclamando estas exigencias básicas de la vida humana y cristiana, una pregunta surge del corazón a los labios: ¿Dónde está en la tierra el respeto a la verdad? ¿No estamos, a veces, e incluso muy frecuentemente, ante un antidecálogo desvergonzado e insolente que ha abolido el no, ese «no» que precede a la formulación neta y precisa de los cinco mandamientos de Dios que vienen después de «honra a tu padre y a tu madre»? ¿No es prácticamente la vida actual una rebelión contra el quinto, sexto, séptimo y octavo mandamientos: «No matarás, no serás impuro, no robarás, no levantarás falsos testimonios»? Es como una actual conjuración diabólica contra la verdad.
Y, sin embargo, ahí está por siempre válido y claro el mandamiento de la ley divina que escuchó Moisés sobre la montaña: «No levantarás falsos testimonios contra tu prójimo» (Éx 20, 16; Dt 5, 20). Este mandamiento, como los otros, permanece en vigor con todas sus consecuencias positivas y negativas; el deber de decir la verdad, de ser sincero, de ser franco, es decir, de conformar el espíritu humano con la realidad, y, de otra parte, la triste posibilidad de mentir, y el hecho más triste todavía de la hipocresía, de la calumnia, que llega hasta obscurecer la verdad. […]
Volvamos nuestra mirada hacia Belén
Amados hijos: Henos de nuevo ante la escena de Belén, ante la luz del Verbo Encarnado, ante su gracia y su verdad, que a todos quiere atraer hacia sí.
El silencio de la noche santa y la contemplación de aquella escena de paz son elocuentísimos. Volvamos hacia Belén con mirada pura y corazón abierto. Al lado de este Verbo de Dios, hecho hombre por nosotros, al lado de esta «bondad de Dios nuestro Salvador y su amor al hombre» (Tit 3, 4), […] Nos, ponemos nuestra confianza en Dios y en la luz que viene de Él. Confiamos en los hombres de buena voluntad, satisfechos de que nuestras palabras susciten en todos los corazones rectos un latido de viril generosidad. ◊
Fragmentos de: SAN JUAN XXIII.
Radiomensaje de Navidad, 22/12/1960.