Embellecida con las gracias más insignes, María ha sido, y siempre lo será, objeto de filial admiración. En efecto, los fieles de todos los tiempos contemplan los encantos de su alma santísima, la insondable dimensión de sus virtudes y la magnificencia con que la coronó el Señor, concediéndole —sin medida propiamente— todos los dones.
De entre los más hermosos títulos atribuidos a la Virgen por la piedad católica se encuentra el de Madre del Buen Consejo, el cual expresa una sublime realidad: además de haber engendrado al «admirable Consejero» (cf. Is 9, 5), fue colmada de las maravillas obradas por el Espíritu Santo a través del don de consejo.
¿Cómo habrá sido la actuación de este don en aquella que fue perfecta desde su concepción y digna de ser invocada como «llena de gracia» (Lc 1, 28)?
Dones y virtudes en el camino a la santidad
El hombre fue creado para conocer, amar y servir al Señor en esta tierra, y darle gloria en el Cielo por toda la eternidad. Llamado a participar de la vida divina, es elevado por el sacramento del Bautismo al orden sobrenatural y admitido como hijo de Dios en el seno de la Santa Iglesia.
Junto con la gracia santificante, en el Bautismo son infundidas en el alma del cristiano las virtudes teologales y cardinales, que lo disponen a llevar a cabo obras buenas.1 No obstante, considerando que la voluntad del hombre se debilitó después del pecado original y que las virtudes ya no le son suficientes para alcanzar la santidad, el Altísimo le concede los siete dones del Espíritu Santo: sabiduría, entendimiento, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios, los cuales son hábitos sobrenaturales infusos que actúan sobre las virtudes, robusteciéndolas y conduciéndolas a su pleno desarrollo.
El alma recibe a través de los dones no sólo una invitación sobrenatural para hacer el bien o evitar el mal —como es propio de las virtudes—, sino una moción especial del Espíritu Santo que le impele a ejecutar aquello que Dios desea.2 De modo que exigen más docilidad que actividad, como el marinero que o bien puede valerse de los remos, o bien dejarse llevar por la fuerza del viento que hinche las velas de su embarcación. Las virtudes ayudan a avanzar —aunque con trabajo y dificultad—, mientras que los dones impulsan al alma a obedecer con prontitud las más mínimas inspiraciones de la gracia.
Por otra parte, cada uno de los siete dones está relacionado de manera especial con la perfección de alguna virtud. De suerte que la caridad se perfecciona mediante el don de sabiduría; la fe, con los dones de ciencia y entendimiento; la esperanza y la templanza, con el don de temor; la prudencia, con el don de consejo; la justicia, con el don de piedad; la virtud de la fortaleza, con el don de fortaleza.
El don de consejo
Así pues, el don de consejo es un hábito sobrenatural que le da al alma la capacidad de juzgar con prontitud y seguridad, por una especie de intuición, lo que conviene hacer, ante todo en los casos más dificultosos. Su objeto propio es «el recto gobierno de nuestras acciones particulares».3 Nos permite conciliar la sencillez con la astucia, la firmeza con la dulzura, y nos auxilia en el camino hacia Dios.
Este don acaba siendo una discreta luz que nos guía entre las oscuridades de la fe y hace que nuestras almas se vuelvan misericordiosas a medida que son acrisoladas por los sufrimientos, por sus propios defectos y debilidades, e incluso por la verificación de la maldad humana.
El consejo en María
Los dones del Espíritu Santo, al ser hábitos sobrenaturales, siguen proporcionalmente a la gracia, de tal manera que cuanto más elevada es un alma, más intensa se constata la actuación de los dones en ella. En María Santísima, consecuentemente, alcanzaron un grado excelso, como menciona el P. Philipon: «Después de Cristo, la Madre de Jesús, Madre de Dios y de los hombres, Madre del Cristo total, fuel el alma más dócil al Espíritu Santo. […] Cada uno de sus actos conscientes procedía de Ella y del Espíritu Santo, y presentaba la modalidad deiforme de las virtudes perfectas bajo el régimen de los dones».4
Por el don de consejo, Nuestra Señora revestía de perfección incluso hasta las más insignificantes acciones, y en todo actuaba —bajo la inspiración de Espíritu Santo— del modo más conveniente para la gloria de Dios y el cumplimiento de sus designios de salvación.5 En suma, transformaba en actos concretos las más altas luces recibidas en la contemplación.
Por eso se le pueden aplicar a la Santísima Virgen, con toda propiedad, las palabras de las Escrituras: «El buen consejo será tu salvaguardia, y la prudencia te conservará» (Prov 2, 11 Vulg.).
Una vida regida por el consejo
Al analizar la vida de María, encontramos diversas ocasiones en las que la luz del consejo iluminó sus actos de un modo más marcado. Por ejemplo, en su presentación en el Templo ese don fue el que la llevó a discernir que la voluntad de Dios era que hiciera, ya en su infancia, voto de virginidad; y en el momento de la Anunciación, antes de manifestar su consentimiento, la hizo querer conocer las disposiciones divinas, para luego ofrecerse enteramente al Señor.6
También en las bodas de Caná fue el don de consejo el que le inspiró la humilde audacia de contradecir los aparentes deseos de su Hijo, exhortando solícitamente a los sirvientes: «Haced lo que Él os diga» (Jn 2, 5). Como observa el P. Gardeil, «Ella les ordena a los criados que hagan todo lo que les dirá su Hijo, y el milagro se realiza. Su consejo prevaleció, porque era, en el fondo, el consejo de un amor inspirado por el Dios de la misericordia».7
María: ¡Admirable Consejera!
Finalmente, el don de consejo hizo de María la perfecta Madre del Verbo Encarnado, la que realizó en plenitud sus designios, la nueva Eva, resplandeciente de fidelidad y pureza virginal. La Virgen se manifestó al mundo como «admirable Consejera», al revelar los planes divinos en el magníficat e indicarles a los hombres el camino de la salvación: hacer la voluntad de su divino Hijo. Sostuvo a la Iglesia al pie de la cruz, permitiéndole atravesar las penalidades de la Pasión y consolidándola para la venida del Espíritu Consolador.
Animados por estas consideraciones, en los momentos de prueba, de sufrimiento, de incertidumbre, recurramos con confianza a este Buen Consejo llamado María, y ¡nunca dudemos de su poderosa intervención! ◊
Notas
1 Cf. CCE 1803.
2 Cf. ROYO MARÍN, OP, Antonio. La Virgen María. 2.ª ed. Madrid: BAC, 1997, p. 306.
3 ROSCHINI, OSM, Gabriel. Instruções marianas. São Paulo: Paulinas, 1960, p. 176.
4 PHILIPON, OP, Marie-Michel. Los dones del Espíritu Santo. 2.ª ed. Madrid: Palabra, 1983, pp. 357-358.
5 Cf. ROYO MARÍN, op. cit., p. 319.
6 Cf. ROSCHINI, op. cit., pp. 176-177.
7 GARDEIL, OP, Ambroise. Les dons du Saint-Esprit dans les Saints dominicains. Paris: Victor Lecoffre, 1905, p. 192.