Así como la Sagrada Escritura comprende distintos niveles de interpretación, las grandes obras de arte también están sujetas a diversas lecturas. Es lo que sucede con La vocación de San Mateo, de Caravaggio.
En ese óleo se distinguen dos planos: Jesús y Pedro, a la derecha, llamando al publicano Mateo, sentado a la izquierda, en la oficina de recaudación. El pintor italiano, para actualizar el episodio, representó a los personajes a la usanza del siglo XVI. Difícil sería, no obstante, trasladar esa escena a nuestro equivalente contemporáneo: ¿alguna Bolsa de valores apiñada de plutócratas?…
Según los Evangelios (cf. Mt 9, 9; Mc 2, 14; Lc 5, 27-28), Jesús, al pasar por la orilla del mar, vio a Mateo y le dijo: «Sígueme». Entonces éste se levantó, lo dejó todo y lo siguió. Señálese que la expresión griega usada para esa acción de «levantarse» —anástasis— es la misma que se emplea para indicar el verbo resucitar. La conversión es, realmente, una auténtica resurrección.
Excluyendo al individuo que está de pie a la izquierda, pues Mateo estaba «sentado al mostrador de los impuestos», ¿quién sería en esa escena el futuro apóstol?
La tradición tiende a identificarlo con el hidalgo de la barba larga y el dedo en ristre. Sin embargo, una interpretación diferente sugiere que no estaría apuntándose a sí mismo, sino al joven de bruces, en la esquina de la mesa. Hay otra opinión que viene respaldada por los escritos del cardenal Matteo Contarelli, mecenas de la obra en cuestión, quien le había pedido al artista que representara a Mateo en el momento exacto en que se levantaba. Por lo tanto, el recaudador de impuestos sería el de la derecha… Pero si, de hecho, Caravaggio es el «maestro de la ambigüedad», ¿no sería Mateo, quizá, el muchacho del fondo? ¿Y si todos fueran Mateo?…
Jesús, en medio del típico claroscuro caravaggista, no apunta a nadie en concreto, mientras que la luz de lo alto, símbolo de la gracia, incide sobre todos.
Pese a ello, el hombre cabizbajo, en la posición extrema izquierda, muestra tanta avidez por el vil metal que sus ojos ni siquiera notan la presencia de la «Luz del mundo» (Jn 8, 12). Su mediana edad revela, tal vez, que ha sido atacado por el devastador «demonio del mediodía» (Sal 90, 6 Vulg). Encorvado bajo el peso de la iniquidad, este «hijo pródigo» parece tener unas manos más porcinas que humanas. Ahora bien, el primer paso hacia la conversión es salir de la bestialidad del pecado.
El barbudo también es codicioso: su mano derecha se aferra a las monedas, si bien que es capaz de levantar los ojos y reflexionar sobre sí mismo. De hecho, por la sombra de su puño, se percibe que su dedo índice en realidad está dirigido hacía sí, como indagando: «¿Seré yo, Señor?». Aunque admirado, su postura retraída manifiesta que todavía posee ciertos vínculos con el pasado.
El cándido niño parece mimetizar al joven rico del Evangelio, que cumplía íntegramente los mandamientos y que recibió la misma llamada que Mateo: «Sígueme» (Mt 19, 21). Sin embargo, el apego a los bienes terrenales —y aquí su penacho es símbolo de frivolidad— le impide abandonarlo todo y seguir el camino de la perfección. Por eso, aún permanece apoyado en el «hombre viejo».
El personaje de la esquina derecha más cercana representa las características del joven adulto: arrojado, emotivo, conflictivo. Es el único que porta una espada, símbolo propio de la decisión, cuyo étimo se remonta a la idea de cortar —en este caso, con la vida anterior. A pesar de tambalearse en el taburete, ya se está levantando en dirección a la puerta, hacia la cual los pies de Jesús se dirigen, como instándole: «¡Ven enseguida!».
Si el viejo avaro de anteojos no puede ser Mateo, ¿entonces quién es? Nótese que está en una actitud seductora, como sugiriendo: «Cuenta bien el dinero…». Es fácil de descubrir, por tanto, que se trata de un demonio, exactamente en el lado opuesto a Nuestro Señor en esta escena.
La presencia de Pedro nos inspira a considerar que la conversión y la perseverancia se producen a través de la Iglesia, ante todo por los sacramentos, en particular por la Eucaristía. De ella es símbolo el gran banquete que Mateo le ofrece al Señor, verdadero «altar» que repara la mesa de los impuestos. En efecto, conversión significa completo regreso a Cristo, que constantemente llama a la puerta de las almas. Con acierto, Huysmans así lo diagnosticaba: «La conversión del pecador no es su curación, sino solamente su convalecencia».1
En resumen, si Mateo se encuentra en todos, independientemente de la edad y la etapa de su vida espiritual, también está sentado, ahora mismo, leyendo este artículo. Y, una vez más, Jesús exhorta: «Sígueme».
Luego, ¿cuál será tu respuesta? ◊
Notas
1 HUYSMANS, Joris-Karl. En route. 12.ª ed. Paris: Tresse & Stock, 1895, p. 285.