La basílica, profusamente iluminada, está llena de gente y de expectación. En el coro alto, la orquesta afina sus instrumentos, entre tanto, nubes de incienso empiezan a elevarse entre las columnas de la nave principal.
Entonces se hace el silencio. Sentado junto al pasillo central, el joven João se halla envuelto en una atmósfera toda sobrenatural. Más allá de las impresiones religiosas provocadas por el ambiente, está siendo preparado por la gracia para el acontecimiento que cambiará su vida para siempre.
Comienza la ceremonia. Mientras el numeroso coro de frailes holandeses, acompañado por el órgano y diversos instrumentos de cuerda, henchía el templo de espléndidos acordes del himno Flos Carmeli, un cortejo de miembros de la Tercera Orden del Carmen avanza en dos filas por el pasillo. Revestidos con sus hábitos oscuros y cubiertos hasta los pies con capas blancas, se parecían —a los ojos de João— más a ángeles que a hombres.
Al ver por primera vez a su padre y fundador, Mons. João se llenó de alegría y exclamó interiormente: «¡He encontrado la luz de mi vida!»
Su emoción, sin embargo, alcanza el auge cuando avista, cerrando ese cortejo por el centro de la basílica, a un varón fuerte y serio, de paso seguro y decidido, cuya grandeza de alma se intuye por su corpulencia. Interiormente, João exclama de inmediato: «¡Éste es el hombre! A él es a quien yo quería conocer, a él estoy llamado a seguir. Éste es el varón que reformará la faz de la tierra».1
De hecho, el primer encuentro de Mons. João con el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira —que tuvo lugar el 7 de julio de 1956, en la basílica de Nuestra Señora del Carmen, de São Paulo— fue fruto de una larga y fiel espera. Por eso, cuando aquel joven vio al Dr. Plinio, era como si ya lo conociera y en él identificó al hombre prometido por la gracia, a quien debía entregarse por completo para cumplir sus anhelos de conquistar almas para Dios. Sus ardorosas aspiraciones juveniles y sus fervorosas oraciones, prolongadas durante dos años, finalmente eran atendidas, llevándolo a exclamar interiormente, como comentaría más tarde: «Soy feliz, feliz, porque he encontrado la luz de mi vida, el sueño de mis sueños, la fuerza de mi existencia, el camino recto hacia el Cielo».2
Los primeros años de convivencia
Al salir de la basílica, después de la ceremonia, el Dr. Plinio se cruzó con el joven João y tomó la iniciativa de saludarlo e intercambiar algunas palabras con él, mostrando mucha amabilidad y profunda complacencia. Se iniciaba así una relación que se intensificaría durante cuatro décadas.3
Monseñor João comenzó a frecuentar una de las casas que el «Grupo de Plinio»4 tenía en la calle Martim Francisco, de São Paulo. Allí ejerció el encargo de auxiliar administrativo, prestando posteriormente otros servicios como ser secretario de la Comisión de Exteriores, que se ocupaba de los nacientes núcleos de contactos en otros países; formar parte de la Comisión de Lectores, que traducía, catalogaba y preparaba fichas para las reuniones; y asumir los llamados «eventuales», pequeñas disposiciones prácticas que eran resueltas por algunos de los más jóvenes.
El desempeño de esas tareas le daba la oportunidad de seguir de cerca distintos momentos de la rutina del Dr. Plinio, al hacerle consultas o transmitirle algún recado, y la ocasión de pasar tiempo con él. Nada escapaba a su diligente y admirativa observación. Más adelante, las breves conferencias impartidas por el Dr. Plinio a los miembros más jóvenes del movimiento, llamadas Santo del Día, servirían a Mons. João para profundizar en la comprensión de diversos aspectos de la persona y la vocación del fundador.
Así pues, fue constatando diariamente cuánta sabiduría, inocencia y fuerza le había concedido Dios al Dr. Plinio para ser maestro, profeta y luchador de la causa católica, pero también padre tierno y rebosante de afecto, realizando en su alma una rara armonía entre grandeza y amabilidad.
Cierta vez, a partir de unas lecturas, Mons. João descubrió la enseñanza de la teología acerca de la bendición, cuyo amplio uso se extiende a todos los bautizados y no sólo a los sacerdotes. Enseguida surgió en su espíritu la idea de pedirle al Dr. Plinio, como fundador, que diera la bendición a sus discípulos. Junto a otro joven fue a su encuentro para preguntarle al respecto. No opuso ninguna dificultad y los bendijo por mediación de María Santísima y del profeta Elías. En adelante, Mons. João multiplicaría las manifestaciones de arrobo para con la persona de su padre espiritual, al ver en él —gracias a un presentimiento sobrenatural— a un varón suscitado por la Virgen para una altísima misión histórica.
Sagrada esclavitud, la gracia inmensa
Según San Luis María Grignion de Montfort, la expresión esclavitud de amor es la que mejor define la absorta entrega de quien desea llevar al extremo su amor a Nuestra Señora.
Leyendo el Tratado de la verdadera devoción escrito por ese santo, Mons. João se maravilló con las características de esa esclavitud. Le llamó especialmente la atención el hecho de que quien así se consagra a la Sabiduría eterna y encarnada, por manos de María, participa de sus dones, virtudes y gracias, como si la Virgen misma viviera en él. Por otro lado, entendió que la búsqueda de la perfección se hallaba facilitada por tener, en Nuestra Señora, un modelo más cercano.
Sumándose a otras ideas, esa doctrina penetró en el espíritu de Mons. João cargada de un nuevo significado: ¿por qué no asumir, con relación al Dr. Plinio, un vínculo de dependencia análogo al recomendado por San Luis respecto de María Santísima? Siendo él una representación viva de la Madre de Dios, entregarse en sus manos haría más concreta, sensible y eficaz la esclavitud a Nuestra Señora y más seguro el camino para la práctica de la virtud.
Leyendo el «Tratado de la verdadera devoción», Mons. João comprendió que la mejor manera de consagrarse a María Santísima era hacerlo por las manos del Dr. Plinio
Lleno de alegría espiritual, Mons. João le escribió una carta al Dr. Plinio exponiéndole los motivos que lo llevaban a pedir consagrarse a la Santísima Virgen en sus manos, algo que ya prefiguraba una entrega religiosa.
Por su agudo discernimiento de los espíritus, el Dr. Plinio enseguida se dio cuenta de que se trataba de un impulso suscitado por la gracia divina, juicio confirmado por otros discípulos suyos, quienes, sin conocer la petición de Mons. João, le comunicaron un deseo similar. Tras investigar, con exquisita prudencia, la ortodoxia de tal sugerencia, el Dr. Plinio empezó a reunirse con estos pocos hijos espirituales en el despacho de su piso para manifestarles aspectos inéditos de su alma, narrando episodios de su vida en los que traslucían los dones que la Providencia le había concedido con vistas al cumplimiento de su misión. Nuevos panoramas sobrenaturales se descubrían ante los ojos de Mons. João, que multiplicó las preguntas al Dr. Plinio, sin darse cuenta de que procediendo así le ayudaba a explicitar su propia vocación, como confesaría más tarde.
Al cabo de dos años de entrañable convivencia, el Dr. Plinio, finalmente, atendió las insistentes peticiones de esos hijos. La primera ceremonia de la sagrada esclavitud, como fue denominada, tuvo lugar el 18 de mayo de 1967. Fueron tales las gracias derramadas en aquella ocasión y la elevación que embargó a todos, que el Dr. Plinio afirmó al concluir el acto: «Con esta ceremonia queda fundada la institución de los apóstoles de los últimos tiempos».5
«Un anónimo entre los suyos»
En los años siguientes, aunque la obra del Dr. Plinio había logrado numerosos éxitos externos, internamente se constataba un paulatino declive del entusiasmo y el fervor. Las gracias iniciales de fundación habían abierto un camino de entrega y revelado el panorama de la vocación en todo su esplendor, culminando en la sagrada esclavitud. Sin embargo, la infidelidad de muchos ocasionó el retraimiento de esas gracias y la consecuente ceguera espiritual, incluso con relación al fundador, porque cuando el corazón se abre al mundo, se cierra a Dios.
Ante la infidelidad de muchos de sus hijos y del consecuente retraimiento de gracias en su obra, el Dr. Plinio se ofreció como víctima expiatoria para salvarla
Optando por una vida mediocre —y, lamentablemente, no pocas veces desarreglada—, varios de los que deberían ser fieles discípulos empezaron a ver en el Dr. Plinio únicamente a un hombre culto e insigne pensador, y ya no al profeta de María Santísima que la gracia les había mostrado antes, hasta el punto de convertirse en «un anónimo entre los suyos».6 La nota religiosa desaparecía de la obra, dando paso a un ambiente de club, constituido por diversiones y superficialidades.
Esa actitud naturalista y mundana nunca maculó la visión de Mons. João respecto del Dr. Plinio, pues experimentaba continuamente en su fundador la presencia de la Santísima Virgen. No obstante, su amor vigilante le inspiró el temor de dejarse influenciar y llegar a ser, en un futuro, infiel a la causa católica si se mantenía en el trato con sus condiscípulos decadentes. Por eso, el 12 de octubre de 1974, le pidió al Dr. Plinio retirarse a una vida de contemplación. Éste —no sólo como padre, sino también como amigo— compartió con él sus preocupaciones y le insistió que no se alejara de las actividades del movimiento, con la esperanza de que un cambio en el panorama interno diera nuevos frutos de apostolado.
Admirador de una grandeza crucificada
En una conversación con algunos más cercanos la noche del 1 de febrero de 1975, el Dr. Plinio expuso las aprehensiones que albergaba en relación con su obra y concluyó que únicamente era posible salvarla a través de un ofrecimiento como víctima expiatoria, impetrando así a la Santísima Virgen la intervención de gracias especiales. Es lo que hizo, declarando allí mismo que Nuestra Señora podía disponer de él como quisiera.
Tan sólo treinta y seis horas después, su ofrecimiento fue acogido por la Providencia mediante un terrible accidente automovilístico. Entre los pasajeros de los cinco vehículos involucrados, solamente el Dr. Plinio sufrió heridas graves: la pelvis quedó hundida y rota por el fémur izquierdo, que también resultó lesionado, dos costillas fracturadas, los huesos de la mano izquierda destrozados y el húmero derecho partido; además, su cabeza chocó contra el parabrisas, provocándole la pérdida de dos dientes, una incisión de arriba abajo en el labio superior, el corte casi total del párpado y la ceja izquierdos, y una abundante pérdida de sangre. Se había convertido, como afirmaría más tarde Mons. João, en «mártir de su propia obra»,7 soportando las secuelas para el resto de su vida.
A esto le siguió una larga y dolorosa recuperación, durante la cual Mons. João no abandonó ni un instante al Dr. Plinio, pues ver a su padre desfigurado e inmerso en tanto dolor no le escandalizó. Por el contrario, a la veneración que siempre le había tributado se unió un profundo sentimiento de ternura, y su admiración creció al constatar que al dar consejos espirituales o directrices para su obra aun estando muchas veces en un estado de semiinconsciencia demostraba una sabiduría inusual y un discernimiento impecable. Anotándolo todo en una libreta, día y noche, el hijo fiel no dejó que se perdiera ninguna de sus palabras, convirtiéndose en el primer beneficiario del generoso sacrificio del Dr. Plinio, a quien la Virgen no tardaría en recompensar.
En efecto, así como otrora Moisés sostuvo desde lo alto de la montaña la lucha de Josué (cf. Éx 17, 11), así, en los años posteriores a su accidente, el Dr. Plinio pudo observar, como fruto de su ofrecimiento, que varias instituciones internas resurgían con un fervor redoblado bajo el incansable impulso de Mons. João. De este modo, su obra salía del letargo en el que yacía.
«Cor unum et anima una»
A partir de 1975, el Dr. Plinio y Mons. João lucharían codo a codo, atravesando juntos las tribulaciones y victorias de la obra.
El Dr. Plinio encomendó a su fiel discípulo los problemas más arduos y las empresas más audaces: combatir los ataques mediáticos, dirigir campañas a pie de calle, solucionar dificultades internas, impulsar el apostolado en varios países, captar medios económicos para el sustento del movimiento… Ante todo, le confió la formación doctrinaria y espiritual de las nuevas vocaciones que iban surgiendo.
En el desempeño de estos encargos, Mons. João se unía de una manera cada vez más entrañable a su padre y fundador, pensando, queriendo y actuando como él mismo, y convirtiéndose —como diría el Dr. Plinio— en su alter ego, su mano derecha, su bastón de la vejez. La Providencia, finalmente, le había concedido al Dr. Plinio el consuelo de ver en él al discípulo perfecto que, participando de su visión profética, luchaba por la causa de la Santa Iglesia Católica y daba continuidad a su obra.
Así como otrora Moisés sostuvo la lucha de Josué, el Dr. Plinio compró, con su ofrecimiento, el resurgir de las instituciones de su obra bajo el incansable impulso de Mons. João
En septiembre de 1995, el descubrimiento de un avanzado cáncer en el Dr. Plinio anunciaba la evidente proximidad de su partida. Ingresado en el Hospital Alemán Oswaldo Cruz, de São Paulo, se abatió sobre él —entre otros sufrimientos espirituales— la terrible prueba de dejar esta vida sin haber visto instaurado el Reino de María, prometido por la Santísima Virgen en Fátima y tan esperado por él.8
Profundo conocedor del alma de su fundador, Mons. João supo discernir el tormento que atravesaba y sostenerlo minuto a minuto, coronando con un gesto de devoción filial la historia de una larga fidelidad. No había olvidado nada de las enseñanzas del Dr. Plinio sobre el papel del sufrimiento en la vida de un católico y, recordándole que este último calvario era, no un fracaso, sino el propio cumplimiento glorioso de su vocación, lo consoló y reconfortó en la fe hasta sus postreros momentos.
En aquel lecho de muerte, Mons. João veía a un padre victorioso, a un profeta con una misión demasiadamente grande como para ser cumplida sólo en esta tierra, y que partía hacia el Cielo arrebatado como Elías, a fin de concluir en la eternidad lo que aquí había empezado. Esa certeza de la victoria, nacida de la contemplación de las virtudes del Dr. Plinio, fue el puntal con el que Mons. João sostuvo la obra en el doloroso momento en que faltó la presencia física del fundador.
Único deseo: perpetuar una misión
Tras la marcha hacia la eternidad del Dr. Plinio el 3 de octubre, Mons. João cumplió con tanto éxito esa misión, traduciendo en instituciones el espíritu de su padre y señor, que participó, él mismo, de la gracia fundacional, como se evidenciará en los artículos siguientes. Por lo tanto, al analizar las distintas realizaciones llevadas a cabo por él, es necesario tener como fondo de cuadro que, para Mons. João, tales logros no significaban más que el homenaje de restitución a quien consideraba la causa de todos sus éxitos y, sobre todo, la materialización de un deseo irrefrenable de glorificar al varón de quien lo había recibido todo.
Hoy se puede afirmar que el mayor legado dejado por el Dr. Plinio a la historia no fue ninguna de sus campañas informativas, actuaciones públicas o libros escritos, sino un discípulo formado a imagen y semejanza de su propia santidad. Éste, asimilando su mentalidad, su amor a la Santa Iglesia y su profetismo, engendró hijos destinados a perpetuar en el tiempo la presencia de su fundador.
De esta manera, la unión que había marcado cuatro décadas de sagrada convivencia tomaría una nueva configuración a partir de 1995: Mons. João sería el Dr. Plinio en la tierra, dando continuidad a los anhelos que éste había albergado en vida en lo más íntimo de su corazón; el Dr. Plinio sería el embajador de Mons. João ante el Inmaculado Corazón de María, para hacer posible la realización de los ardientes deseos de su discípulo perfecto.
Una semilla de profetismo germinando por siglos
Desvelado a nuestros ojos algo del grandioso panorama de la unión entre el Dr. Plinio y Mons. João, nos es permitido imaginar cómo habrá sido, después de casi treinta años de separación física, el reencuentro en la eternidad de maestro y discípulo, padre e hijo, señor y esclavo.
El meticuloso cuidado con el que, durante su ausencia, Mons. João trató de restituirle al Dr. Plinio el fruto de sus esfuerzos por la gloria de la Santa Iglesia y por la instauración del Reino de María, sin reservarse nada para sí, probablemente floreció en la entrega amorosa, ya sin las brumas del estado de prueba y como adornada con los laureles del triunfo, de la obra que había inmortalizado su actuación en la tierra, personalizada, no obstante, en el hijo dilecto que era todo para todos al hacer realidad los deseos de su padre.
Tal y como siguió vivo para sus hijos —y también para sus enemigos— en la persona de Mons. João hace ya casi tres décadas, el Dr. Plinio continuará vivo en la obra que dejó en la tierra
Para el Dr. Plinio, sin duda, «recuperar» a quien tanto había amado en vida y tanto esfuerzo había empeñado por santificarlo plenamente, conduciéndolo al perfecto cumplimiento de su alta misión, supuso un significativo aumento de la gloria accidental que, si se nos permite traducir en términos terrenales, hizo crecer su alegría en el Cielo hasta límites que quizá sólo en la visión beatífica podremos comprender.
Entonces, fundidos en un abrazo eterno, ciertamente ambos vieron uno en la mirada del otro el porvenir de la obra que permanece en este valle de lágrimas privada de su presencia física, pero cuán protegida, como esperamos, por su segura intercesión.
Tal y como siguió vivo para sus hijos —y también para sus enemigos— en la persona de Mons. João durante casi tres décadas, el Dr. Plinio continuará vivo en la obra que dejó en la tierra y en la influencia que ésta aún ejercerá en la Santa Iglesia y en el mundo. «Está vivo en sus escritos, vivo en el precioso legado de sus explicitaciones, vivo en las direcciones indicadas, vivo en las costumbres que instituyó; más aún, vivo en el tipo humano que inspiró, es decir, en aquellos en cuyas almas fue colocada una semilla de profetismo participativa de su propio carisma».9 ◊
Notas
1 CLÁ DIAS, EP, João Scognamiglio. ¡María Santísima! El Paraíso de Dios revelado a los hombres. Lima: Heraldos del Evangelio, 2021, t. I, p. 66.
2 CLÁ DIAS, EP, João Scognamiglio. Charla. Caieiras, 24/4/2005.
3 El lector puede conocer los detalles de la historia del Dr. Plinio y de su profundo vínculo con Mons. João en la colección de cinco volúmenes: CLÁ DIAS, EP, João Scognamiglio. El don de sabiduría en la mente, vida y obra de Plinio Corrêa de Oliveira. Ciudad del Vaticano-Lima: LEV; Heraldos del Evangelio, 2016.
4 Modo como era conocido el conjunto de los primeros discípulos del Dr. Plinio. Con el paso de los años, el término Grupo comenzó a utilizarse internamente para referirse a su obra.
5 En alusión a la expresión usada por San Luis María Grignion de Montfort en su Tratado, para designar a los futuros esclavos de amor de la Santísima Virgen que, como antorchas vivas, iluminarían las almas con el espíritu de María, preparando en ellas su reinado.
6 CLÁ DIAS, El don de sabiduría en la mente, vida y obra de Plinio Corrêa de Oliveira., op. cit., t. IV, p. 443.
7 Idem, p. 486.
8 Por un especial favor celestial, el Dr. Plinio —entonces adolescente y muchos años antes de conocer las revelaciones de la Santísima Virgen en Cova da Iria— tuvo una inspiración mística sobre el futuro triunfo de Nuestra Señora en la tierra, al que debería dedicar toda su vida. Décadas más tarde, mientras convalecía de una grave crisis de diabetes que lo acometió en 1967, recibió una ineludible confirmación sobrenatural, a través de una estampa de la Madre del Buen Consejo de Genazzano, de que no moriría sin cumplir esa misión (cf. CLÁ DIAS, El don de sabiduría en la mente, vida y obra de Plinio Corrêa de Oliveira, t. I, pp. 348-351; t. IV, pp. 285-292).
9 Idem, t. V, pp. 484-485.