¿De qué lepra necesito curarme?

La ingratitud es una enfermedad mil veces peor que la lepra, pues afecta al interior de nuestra alma.

XXVIII Domingo del Tiempo Ordinario – 12 de octubre

En el Evangelio recogido por la liturgia de hoy, Jesús pasaba por un pueblo de camino a Jerusalén, cuando diez leprosos se detuvieron a distancia —porque, según las leyes de la época, las personas afectadas por enfermedades infecciosas tenían prohibido acercarse a las sanas— y le suplicaron: «Ten compasión de nosotros» (Lc 17, 13). Cabe señalar que el Señor, Dios y hombre verdadero, podría haberlos curado inmediatamente, pero no lo hizo. Quería la participación de los leprosos para realizar el milagro, exigiéndoles, además de la petición, un acto de fe: «Id a presentaros a los sacerdotes» (Lc 17, 14). Los diez obedecieron y, cargando aún con sus llagas, se marcharon.

A menudo, algo similar ocurre en nuestras vidas. Le pedimos a Dios, incluso con mucha insistencia, gracias para el progreso espiritual, la curación de enfermedades, la solución de problemas familiares, el remedio para las dificultades económicas…, pero no creemos verdaderamente que seremos atendidos. Ahora bien, si uno de los secretos para la eficacia de la oración es la perseverancia en la petición, otro no menos importante es la confianza en que el Señor nos escuchará. He ahí la contribución que Él nos impone.

En la continuación del relato evangélico, otro detalle nos llama la atención: tras darse cuenta de que habían sido sanados mientras caminaban, sólo uno de los leprosos regresó para dar las gracias. Los otros nueve quedaron atrapados en las formalidades legales que les permitirían recuperar el estatus social anterior a la enfermedad (cf. Lev 14, 1-20), olvidándose de que Dios había promulgado tales leyes y que acababa de obrar un milagro rotundo en su favor. La preocupación por la ley que mostraban esos ingratos era, por tanto, un disfraz de su propio egoísmo.

¡Cuántas veces actúa así el ser humano! Cuando se encuentra necesitado y enfermo, gime, reza y pide ayuda al Cielo. Pero tan pronto como se recupera, parece olvidarse por completo de quien, con tanta bondad, le había ayudado…

La falta de reconocimiento de aquellos leprosos hirió sin duda el corazón sagrado de Jesús, que preguntó: «¿No han quedado limpios los diez?; los otros nueve, ¿dónde están?» (Lc 17, 17). Y aquí se manifiesta uno de los aspectos más graves del pecado de ingratitud: «El deber de gratitud se deriva de una deuda de amor, de la que nadie debe querer que le absuelvan».1 ¡Prefirieron sus egoístas intereses a corresponder al amor gratuito del divino Taumaturgo!

El leproso samaritano, que decidió volver junto al Señor, nos enseña así que hay dos tipos de lepra: la del cuerpo y la del alma. De la primera, los diez quedaron limpios; pero su falta de amor y gratitud hacia el Salvador hizo que los nueve ingratos quedaran, por elección propia, leprosos del alma a causa del pecado.

Dios Encarnado derramó toda su sangre en la cruz para salvarnos. No hay nada, por tanto, que Él no esté dispuesto a darnos para nuestro bien. A nosotros nos corresponde serle agradecidos. ◊

 

Notas


1 Santo Tomás de Aquino. Suma Teológica. II-II, q. 107, a. 1, ad 3.

 

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