Ante la aparente banalidad de la pregunta inicial, la respuesta más intuitiva sería ciertamente «azul». De hecho, el nombre de este color en latín es cæruleus, cuya etimología se remonta al propio cielo —cælum—, como delimitando: azul equivale a celeste. Sin embargo, el desenlace de la cuestión no es tan obvio como parece…
Es curioso observar que entre las pinturas de la Antigüedad el firmamento no se presentaba cubierto de azul, sino de blanco, dorado o incluso rojo. Este último era la tintura predominante en los tejidos romanos, hasta el punto de que el término colorido —coloratus— pasó a ser equivalente de rojo —ruber—, como permanece en una de sus sinonimias en el español actual —colorado.
En la práctica, la cultura grecorromana consideraba el rojo como el color por excelencia. El azul, a su vez, era reputado secundario o incluso hostil: Julio César narra que los británicos exhibían sus cuerpos azulados «para tener un aspecto más terrible en la batalla».1 Además, vestirse de azul era un signo de excentricidad y tener los ojos de ese color era una especie de anomalía…
En la época patrística, el blanco era el color más registrado en los textos, seguido de cerca por el rojo (32 % y 28 %, respectivamente), mientras que el azul permanecía prácticamente olvidado (menos del 1 %).2 En ese ínterin, el blanco se convirtió en el «color cristiano» por antonomasia, simbolizando la pureza, la santidad y la gloria. En el ámbito litúrgico, el clero comenzó a usar el alba —albus, blanco— para las celebraciones, pues los tejidos teñidos eran considerados impuros.
A partir del siglo ix, el negro, tradicionalmente asociado a la mortificación, se convirtió en el color casi oficial de los hábitos monásticos, que se consolidó por influencia de los monjes de Cluny. Los cistercienses, en cambio, empezaron a asociar el negro al lujo. Así pues, adoptaron el hábito de la lana cruda, es decir, de coloración grisácea, por lo cual fueron apodados como «monjes grises».
Más tarde, la Virgen se le apareció a San Alberico, abad de Císter, revistiéndolo con un manto albo, color que en adelante adoptaría la rama reformada, renombrados como «monjes blancos». Años después, Pedro el Venerable, abad cluniacense, le escribió en 1124 una desairada misiva a San Bernardo, abad de Claraval, reprochándole a los cistercienses que se consideraran «los santos, los auténticos y únicos verdaderos monjes del mundo entero», por «ostentar el hábito blanco», tonalidad propia para «la alegría y las solemnidades» y no para vivir la penitencia en este «valle de lágrimas»…3
En realidad, para el Santo de Claraval, la blancura era símbolo de despojo. Los colores estarían impregnados de materialidad, a diferencia de la luz, símbolo de espiritualidad. Por lo tanto, sus iglesias eran monocromáticas y estaban privadas de imágenes, excepto la del Cristo crucificado. Lo que para Pedro el Venerable era un signo de soberbia, para Bernardo evocaba sobriedad.
De hecho, como comenta Plinio Corrêa de Oliveira en Revolución y Contra-Revolución, los colores pueden establecer «ciertos estados de alma» e «influir profundamente en las mentalidades».4 En esta estela, el siglo xii representó una verdadera contrarrevolución en los colores. Por ejemplo, el azul empezó a tener destaque, por su creciente atribución a la Virgen María, cuyas ropas estaban, hasta entonces, estampadas en diferentes tonos oscuros, no obstante, rara vez azulados.
Con el gótico, efectivamente todo se sublimó: al posibilitar a través de su arquitectura una mayor entrada de luz exterior, así como la expansión de los vitrales, los colores comenzaron a configurarse como algo propio de la luminosidad —por cierto, circunstancia probada hoy por la física. En verdad, para los medievales la luz era el elemento visible más «espiritual». Después de todo, «Dios es luz» (1 Jn 1, 5).
Y se hizo la luz. El azul, antaño considerado «color de bárbaros», se destacó en los vitrales, fomentando casi una sana disputa por un azul arquetípico: existía el azul de Saint-Denis, el azul de Chartres, etc., hasta que alcanzó preeminencia en las cortes, especialmente en la de San Luis IX y su bleu royal —azul real.5 Por su parte, el blau germánico sobresalió en la heráldica.
En efecto, para el abad Suger, artífice de la basílica de Saint-Denis, cuna del gótico, el esplendor del recinto sagrado debería simbolizar la Jerusalén celestial, cuyos muros son como un prisma: «adornados con toda clase de piedras preciosas» (Ap 21, 19). Además, como ardiente cromófilo, Suger aplicó la variedad de los colores no sólo a las piedras, sino también a los tejidos, a los esmaltes y sobre todo a los vitrales de ese «paraíso» en la tierra.
Pues bien, la física misma demuestra que aún vislumbramos la realidad «como en un espejo, confusamente» (1 Cor 13, 12), ya que no solamente somos ciegos para aprehender lo sobrenatural, sino también una infinitud de colores del espectro. Sólo el arcoíris tiene más de un millón de colores…
Por lo tanto, el cielo no está pintado con el añil de las playas brasileñas, ni con la policromía de las auroras boreales, y mucho menos con el gris de las megalópolis posmodernas. El cielo es, por así decirlo, «omnicromo», es decir, todo colorido. De hecho, el ojo humano nunca ha visto lo que Dios ha preparado allí arriba para quienes lo aman (cf. 1 Cor 2, 9): ¡una verdadera acuarela divina! ◊
Notas
1 GAIUS IULIUS CÆSAR. «De bello gallico». L. V, 14, 2. In: HERING, Wolfgang (Ed.). C. Iulii Cæsaris commentarii rerum gestarum. Berolini-Novi Eboraci: Walter de Gruyter, 2008, p. 73.
2 Cf. PASTOUREAU, Michel. White: The History of a Color. Princeton-Oxford: Princeton University Press, 2023, p. 68.
3 PETRUS VENERABILIS. «Epistola 28. Ad dominum Bernardum abbatem clarævallis». In: CONSTABLE, Giles (Ed.). The Letters of Peter the Venerable. Cambridge: Harvard University Press, 1967, t. I, p. 57.
4 RCR, P. I, c. 10, 2.
5 Cf. PASTOUREAU, Michel. Blue: The History of a Color. Princeton-Oxford: Princeton University Press, 2001.