En la pugna por la santificación Dios se reserva la parte más importante, es decir, su gracia. Pero al hombre le corresponde esforzarse para cooperar con sus divinos designios. El Altísimo nos exige «coraje, fuerza y fe».
Era el 27 de julio de 1942. Un grupo de élite del Ejército francés se aventuraba en las cálidas arenas del desierto. ¿Su blanco? Una base aérea alemana en Egipto.
En medio de las ráfagas de ametralladora y el bombardeo de los Stuka alemanes, uno de los soldados es herido en el hombro y en el abdomen. Lesiones graves, como enseguida se percibe por el profuso sangrado. Su fisonomía pálida y sus labios casi descoloridos parecen indicar que el bravo militar no permanecerá vivo por mucho tiempo.
De hecho, muere poco después, allí, en pleno desierto, en medio de la guerra. Momentos antes de entregar su alma a Dios, le dijo a uno de sus compañeros, con la tranquilidad de quien sabe luchar y confiar en la Providencia: «Voy a dejarte. Está todo en orden en mí».
Debido a la confusión del momento, sus compañeros improvisaron una tumba con las piedras del entorno, encima de la cual pusieron una cruz hecha con dos pedazos de madera. Y guardaron cuidadosamente las coordenadas del lugar, para luego recuperar sus restos mortales.
Antes de enterrarlo, le registraron los bolsillos y encontraron un pequeño cuaderno de anotaciones: sencillo, discreto, algo tosco y gastado por el uso. Muy superior al valor material de aquel objeto era su contenido. De entre los escritos que contenía, una oración titulada Prière du para (Oración del paracaidista), compuesta por el fallecido, sería fuente de estímulo para quien dedica su vida a grandes ideales.
Se trata de un poético gemido surgido de lo íntimo de un corazón cincelado por el sufrimiento y abrasado en el amor a Dios. El que lo había compuesto era consciente de sus malas inclinaciones, pero estaba compenetrado de la lucha contra ellas, al punto de implorar «el coraje, la fuerza y la fe».
¿Quién era ese soldado paracaidista cuya alma suplicaba con palabras de fuego lo que es tenido normalmente como causa de tristeza, cansancio y pena?
Anhelo por los más arduos combates
André Zirnheld nació en París el 7 de marzo de 1913. Su familia, de origen judío, procedía de Alsacia, región acostumbrada desde hacía siglos a la guerras y disputas territoriales con Alemania. Cuando contaba con tan sólo 9 años, la muerte llamó a la puerta de su casa para llevarse a su padre.
En octubre de 1938, habiéndose licenciado en Filosofía y hecho el servicio militar, fue enviado a Siria para dar clases en el colegio de la Misión laica francesa,1 en su condición de profesor. Cuando en 1939 comenzó la Segunda Guerra Mundial fue llamado a filas al Líbano con el fin de servir a su patria en aquel país.
En poco tiempo los acontecimientos se precipitaron. Los Panzer alemanes avanzaron imparables en dirección a París, forzando al Gobierno francés a firmar su vergonzosa rendición. Con el armisticio del 22 de junio de 1940, se estableció un régimen colaboracionista que, bajo la dirección del mariscal Pétain, obedecía las órdenes del Gobierno enemigo… Para quienes persistían en la intención de combatir, no había situación más frustrante y desoladora.
André, sin embargo, no se rinde. Quiere continuar defendiendo a su país, cueste lo que cueste. Cruza la frontera del Líbano en dirección a Palestina, en la época bajo el control de Inglaterra, y consigue unirse a las tropas francesas que seguían combatiendo.
Inicialmente es destinado a actuar en el servicio de inteligencia y propaganda, pero esto no le satisface. Su anhelo era luchar donde la batalla fuera más difícil y arriesgada. En 1942 se ofrece como voluntario en la Primera Compañía de Paracaidistas, conocida como Escuadrón Francés.
¿Qué pasaba en el alma de aquel militar, filósofo e hijo de una familia burguesa para que ansiara de esa manera los combates más arduos? Obviamente, no lo sabemos. Pero podemos levantar algunas hipótesis útiles para reflexionar sobre nuestra propia existencia.
Santidad, lucha y cruz
La práctica del paracaidismo tiene algo de singular. Sin la seguridad de un suelo firme bajo los pies, en la ausencia de todo lo que significa estabilidad para un ser humano, en la incertidumbre que supone lanzarse al aire a centenares de metros de altitud y confiando únicamente en el paracaídas, es posible sentir la profunda felicidad de quien se abandona en las manos de Dios.
André Zirnheld estaba luchando por su patria. Un arrebato lo impelía a asumir riesgos por amor a lo que le era superior. Por eso anhelaba el peligro y todo lo que el mundo rechaza. Ansiaba «la tormenta y la lucha», la «inseguridad y la inquietud».
¿Habrá llamado en algún momento a la puerta del alma de este paracaidista la complacencia egoísta, invitándolo a huir de esa vida de constantes sobresaltos que podrían serle mortales? ¿Le habrá susurrado al oído el «consejo» de elegir otro destino más seguro y estable?
Sin duda que sí, pues los vientos deletéreos de la mediocridad nunca dejan de soplar con fuerza sobre los que caminan por las vías del heroísmo. Todo lleva a creer que, como los demás hombres, André sintió también en sí las dos leyes de las que habla San Pablo: la del espíritu y la de la carne, que se oponen constantemente entre sí (cf. Gál 5, 17).
La lucha forma parte de la herencia dejada por Adán a sus hijos de todos los tiempos: si se quiere ser bueno, es necesario esforzarse por serlo. «El camino de la perfección pasa por la cruz. No hay santidad sin renuncia y sin combate espiritual», enseña el Catecismo.2
En esa pugna por la santificación Dios se reserva la parte más importante: su gracia, sin la cual nada podemos hacer. No obstante, le pide al hombre que se empeñe por cooperar con los divinos designios hasta donde le sea posible.3
Ahora bien, la tentación de llevar una vida mediocre y sin esfuerzo se nos presenta a menudo. Llamados a vivir en armonía con los bienes celestiales y practicar la virtud hasta el heroísmo, como verdaderos hijos de la luz, somos en estas horas atraídos por la falsa tranquilidad y la ilusoria paz de una excesiva complacencia deletérea.
La lucha más difícil de André Zirnheld
Quien quiere seguir el camino de la santidad necesita tener el valor de enfrentar los embates del demonio, del mundo y de la carne; debe estar determinado a cargar con la cruz; y, sobre todo, precisa querer inflamarse del entusiasmo y la energía necesarios para avanzar audazmente rumbo a la meta anhelada, trasponiendo con firmeza los obstáculos que se oponen a la ley divina.
No siendo ajeno a esa lucha, el paracaidista André, mientras sobrevolaba el cielo, enfrentando el riesgo con intrepidez, tal vez sintiera que su alma era atraída poderosamente por los peores vicios y defectos. Tuvo la valentía de lanzarse de un avión para alcanzar el objetivo, es verdad; se había acostumbrado a enfrentar con gallardía la inseguridad que el paracaídas proporciona, pero quizá se sintiera cobarde para luchar contra sus propios defectos.
Alguien que en pro de un ideal es capaz de vencer el propio instinto de conservación es digno de encomio y alabanza. Pero mayor admiración merece quien venció sus flaquezas y apegos para ofrecerlos en holocausto ante el trono de la Santísima Trinidad: «La ofrenda del justo enriquece el altar, su perfume sube hasta el Altísimo» (Eclo 35, 8).
El heroísmo del desapego
Si André Zirnheld dominó sus imperfecciones con la misma bravura con que realizó sus hazañas, el bien venció verdaderamente en su interior. La perspectiva de la muerte que la guerra conlleva y la incertidumbre de cada salto son grandes educadoras. Dios las usa como valioso instrumento para estimular en nosotros el amor a la vida eterna. ¿Se habrá servido de ellas nuestro paracaidista para purificar su alma y elevarse hasta el Creador?
En cierto momento del salto, en el inmenso silencio de los cielos, Nuestro Señor debe haberle hecho oír la suavísima voz divina, haciendo que brotaran nuevos anhelos en su espíritu: «Mon Dieu, donnez-moi la tourmente, la souffrance, l’ardeur au combat!», ¡Dios mío, dame la tormenta, el sufrimiento, el ardor en el combate!
Al impulso de esa gracia, habrá aprendido a despreciar aún más los vanos placeres de este mundo, a amar el dolor, a rechazar la vida confortable y a desear lo que nadie tenía el coraje de pedir: la inseguridad, el infortunio, la inquietud, la lucha, la tormenta.
La vía del heroísmo militar se enriquece así con la virtud del desprendimiento. El camino del riesgo, del dolor y del peligro se eleva y se transforma en una senda gloriosa por la cual se escala hacia una cima más alta: el heroísmo del desapego.
Osado como militar y en la oración
Si el paracaidista se empapó de ese espíritu mientras efectuaba arriesgadas misiones, ante la posibilidad de que en cualquier momento fuera disparado por el enemigo, se obraría en él, entre tiros de fusil y explosiones de granada, la obra de la salvación.
El análisis de los acontecimientos nos permite pensar que, de hecho, así sucedió.
Una vez, por ejemplo, saltó con otros cuatro más sobre un campo de aviación enemiga, consiguiendo abatir seis aviones en tierra. Y como ya había realizado otras proezas bélicas, destruyendo líneas férreas esenciales para el ejército alemán, fue condecorado con la Cruz de guerra con dos palmas en corladura.
No obstante, incluso después de haber recibido ese valioso reconocimiento, los lazos que lo ataban a la tierra fueron perdiendo valor. Su corazón empezaba a firmar vínculos únicamente con Dios.
Arrebatado por esos anhelos, escribió el famoso poema que llegaría a ser conocido como la Oración del paracaidista, perfectamente aplicable a todos los que desean volar por las sendas del heroísmo. La santidad exige coraje, fuerza y fe. Obliga a volar, incluso sin despegar los pies del suelo, e invita a combatir siempre.
«El que se arriesga, gana», rezaba el lema del escuadrón al cual Zirnheld pertenecía, y nuestro paracaidista supo hacer honor a esa máxima. Fue osado como soldado en la tierra y osado en los deseos presentados a Dios en su célebre oración. Seamos nosotros también arrojados en todo lo que toca a la glorificación del Altísimo. Marquemos nuestros objetivos con valentía, convencidos de que el vigor necesario para alcanzarlos vendrá si suplicamos humildemente la ayuda divina, por la cual seremos capaces de hazañas sin precedente en la Historia. ◊
Oración del paracaidista
Dame, Dios mío, lo que te queda. Dame lo que no se te pide nunca. No te pido reposo, ni tranquilidad, ni la del alma, ni la del cuerpo. No te pido la riqueza, ni el éxito, ni siquiera la salud. Tantos te piden estas cosas, Dios mío, que ya no debes tenerlas. Dame, Dios mío, lo que te queda. Dame lo que todos rechazan. Quiero la inseguridad y la inquietud, quiero la tormenta y la lucha, y que me lo des, Dios mío, definitivamente; que yo esté seguro de tenerlo siempre, pues no siempre tendré el coraje de pedírtelo. Dame, Dios mío, lo que te queda. Dame lo que otros no quieren. Pero dame también el coraje, la fuerza y la fe.
Notas
1 Organización creada en 1902 por Pierre Deschamps con el objetivo de difundir por el mundo entero la lengua y la cultura francesas.
2 CCE 2015.
3 Cf. ROYO MARÍN, OP, Antonio. Teología de la perfección cristiana. 12.ª ed. Madrid: BAC, 2008, p. 343.