La sabiduría humana, siempre rica en enseñanzas, fascinó a los pensadores de todos los tiempos. Sin embargo, esa misma sabiduría se arrodilla y se inclina para adorar a Dios.
Existe todo tipo de discusiones. Están las que son repentinas y momentáneas, fruto de la irreflexión, del descontrol temperamental o de la inmadurez. Otras las hay que son interminables, cuyos partidarios, de uno y otro bando, se suceden de generación en generación. Se perfeccionan los argumentos, se desmontan los silogismos, pero la contienda no tiene fin.
El debate sobre la existencia de Dios se encuentra entre estas últimas. En los últimos dos siglos, especialmente, vinieron a la luz las más diversas modalidades de ateísmo, como, por ejemplo, la del filósofo alemán Ludwig Feuerbach, según el cual Dios no creó al hombre sino al contrario: éste fue quien inventó a Dios.
En general, la crítica atea se asienta en el hecho de que la religión construye sus principios en base a la Revelación, es decir, a partir de datos facilitados sobrenaturalmente al hombre, no comprobables mediante el raciocinio ni por la experiencia científica. No obstante, ¿habrá algún modo de atestiguar que Dios existe apoyándose únicamente en la razón?
Para responder a esta pregunta, dejemos de lado unos instantes los argumentos proporcionados por la Sagrada Escritura y por la Tradición, fuentes de la Revelación, y naveguemos en las aguas de la antropología y de la filosofía antigua.
¿Es posible alcanzar a Dios simplemente por la razón?
Antes de emprender una obra se ha de analizar si la empresa se puede llevar a cabo. Así pues, cabe preguntarnos: ¿la razón realmente tiene condiciones para procurar al Altísimo?
Santo Tomás de Aquino explica que, de hecho, existen verdades a las cuales la pobre inteligencia humana jamás podría llegar sin el auxilio de una manifestación divina. Es lo que ocurre con el misterio de la Santísima Trinidad, por ejemplo. Esas sumas verdades, no obstante, a pesar de trascender nuestro intelecto, no lo contradicen ni lo niegan.1 No es absurdo, por lo tanto, aceptarlas.
Por otra parte, continúa el Doctor Angélico,2 hay verdades que nuestra razón puede alcanzar, como es el caso de la existencia de Dios. No lo vemos, pero comprobamos sus reflejos en la Creación y, mediante efectos, vislumbramos la causa. Aquello que es invisible se manifiesta en las cosas visibles.
Ese fue el camino que recorrieron algunos sabios de la Antigüedad. Ardua y arriesgada senda, sin duda, pues los que andan sin la luz de la fe peregrinan con los ojos cerrados, a tientas. Su trayectoria, aunque orientada hacia Dios, fue incierta, vacilante, tambaleante.
Todo hombre tiene una religión
Al volver la mirada a la Antigüedad nos encontramos con una evidencia que ningún ateo puede negar: la existencia de un fenómeno religioso. Se trata, ahora, de saber en qué momento empezó esto: ¿cuándo «inventó» el hombre a Dios?
Si consultamos la antropología la respuesta será: siempre. Todos los pueblos, en todos los tiempos, han tenido una religión. Sus sociedades se construyeron sobre principios proporcionados por la creencia, dando origen a ritos y preceptos a partir de los cuales, a su vez, surgieron un código de ética y una conducta moral que regían los actos humanos.
En ese sentido, se le atribuye a Plutarco, pensador greco-romano del primer siglo de nuestra era, la siguiente frase: «Si vamos de nación en nación, podremos encontrarnos con ciudades sin murallas, sin ciencias y sin arte, sin reyes, palacios o riquezas; ciudades donde el dinero sea desconocido o no sea utilizado; ciudades sin edificios públicos y teatros; pero nadie jamás ha visto o verá una ciudad sin templos, dioses, oraciones, juramentos y oráculos, una ciudad que no busque, por medio de sacrificios y de fiestas religiosas, obtener y desviar males».3
Es verdad que la manera de representar lo divino era diferente en cada pueblo, dando origen a distintas formas de culto, politeístas en su inmensa mayoría. Los bárbaros en Europa idolatraban árboles sagrados; los chinos veneran al cielo; muchos de los orientales y de los indios americanos adoraban al sol; otros levantaban altares a sus propios reyes. También nacieron leyendas o mitos para contar la historia de sus divinidades.
Insuficientes y deficientes, tales manifestaciones de religiosidad confirmaron, no obstante, que la figura de un ser divino acompañó a la humanidad desde sus comienzos, hasta que… surgieron algunos que decidieron negarla: los ateos. El ateísmo, éste sí, es una invención relativamente reciente.
Un problema para que la filosofía lo resuelva
El hombre posee una inclinación hacia lo sagrado por ser naturalmente religioso, como observa Cicerón.4 Se trata de un instinto que, desprovisto todavía de suficientes elementos racionales, camina hacia la certeza: «Todos los seres humanos tienen una concepción de los dioses»5.
Sin embargo, las narraciones mitológicas tan difundidas entre los pueblos antiguos no atendían plenamente a los anhelos del alma humana de conocer el origen del universo. Fue entonces cuando algunos sabios helénicos empezaron a procurar un fundamento racional para su creencia en la divinidad. Sacando paulatinamente las vistas del Olimpo, los filósofos griegos comenzaron a interrogar a la naturaleza en busca de una solución.
No hubo pensador antiguo que no procurara darle una respuesta a la cuestión, como afirma el P. Battista Mondin: «El problema de la existencia de Dios es una línea que atraviesa toda la historia de la filosofía; no hay filósofo digno de este nombre que haya abordado seriamente este asunto»6.
Platón y Aristóteles, ápice del pensamiento griego
El que primero formuló una tentativa seria de probar la existencia de Dios fue Platón, tomando como punto de partida el orden del universo.
Las expresiones «leyes de la naturaleza», «cadena alimentaria» y «equilibrio ambiental» están en nuestro vocabulario corriente. Pero rara vez notamos que jamás podrían haber surgido de una manera enteramente espontánea: si existen leyes, debe haber también legislador; si existe encadenamiento, antes hubo quien dispusiera las cosas en secuencia; y si existe armonía o equilibrio en la naturaleza es porque alguien ha establecido un orden.
Por ese motivo Platón creía que era necesario que hubiera una «mente organizadora» del universo.7 La inmensa y compleja disposición de los seres no puede ser obra del acaso. ¿Cómo se explica que la enorme variedad de especies vegetales y animales tengan su origen en la «nada»? ¿Cómo pensar que el perfecto movimiento de los astros sea fruto de la mera «suerte»?
Su discípulo Aristóteles fue un poco más lejos. Al contemplar el mundo de su alrededor, observó que todo se desarrolla, todo se mueve. Los astros y los animales están en continuo desplazamiento, los vegetales poseen un crecimiento propio, e incluso las rocas pasan por transformaciones geológicas. Sin embargo, ¿quién habrá comenzado esa maravillosa sincronía?
Todo lo que se mueve es movido por otros. Nadie nace espontáneamente, es necesario que alguien lo engendre; ninguna piedra rueda sin que haya sido empujada, aunque sea por la gravedad; no hay vegetal que crezca sin haber sido plantado: se trata de verdades incontestables.
Ahora bien, ¿cuándo comenzó a moverse todo? ¿Quién fue el «motor» que lo puso todo en movimiento? Ese agente, por su parte, no pudo haber comenzado a moverse solo. Si continuáramos haciendo estas preguntas, nunca encontraríamos el primer «motor», pues siempre debería haber un ser anterior que lo moviera…
Entonces, ¿el universo no tuvo comienzo? Admitir esto sería absurdo. Al ser imposible regresar a una secuencia infinita de «motores», se vuelve necesaria la existencia de un «motor» supremo, que no sea movido por nadie y, al mismo tiempo, haya dado inicio al movimiento universal.8 He aquí la figura de Dios, que lo mueve todo sin moverse.
Aristóteles formuló aún otra prueba: «En general, donde se encuentra algo mejor, se encuentra también lo mejor. Luego, ya que en las cosas que existen unas son mejores que las otras, existe también lo mejor de todo, que será precisamente lo divino»9.
Cicerón: ¿cómo puede ser el universo fruto de la casualidad?
Dejemos el mundo griego del siglo IV antes de Cristo y pasemos a la República romana, donde el conocido orador Marco Tulio Cicerón nos va a dar uno de los argumentos más sencillos, no por eso menos profundo, a favor de la existencia de Dios.
En su obra De natura deorum,10 el famoso tribuno retoma la prueba sugerida por Platón y Aristóteles sobre la causa y el efecto, agregando, no obstante, un ejemplo didáctico: creer que el universo, con toda la perfección contenida en él, sea resultado de la mera casualidad, es tan absurdo como creer que un puñado de letras lanzadas al aire formaran, por sí solas, uno de los libros de Ennio, poeta greco-romano.
Traducido en términos más cercanos a nosotros: sería como si alguien recortara, una por una, las vocales, consonantes y signos de puntuación que componen Os Lusíadas de Camões y los tirara al viento esperando que constituyeran por sí mismos, sin acción externa, el clásico portugués.
De hecho, las probabilidades de que la Tierra se formara como es —con las condiciones de vida y adornada de tantas maravillas de la naturaleza—, sin intervención de un ser inteligente, se revelan tan pequeñas que tacan la imposibilidad.
¿Cuándo inventó el hombre el ateísmo?
Por consiguiente, estemos seguros de esto: si pudiéramos entrevistar a los sabios de la Antigüedad y preguntarles qué piensan sobre la existencia de Dios, de todos escucharíamos una palabra favorable.11 Pues lo que se podría denominar «ateísmo militante» solamente surgió en el siglo XIX…
Feuerbach, el mentor más influyente del ateísmo humanista que predijo el marxismo, afirmaba que el hombre forjó la idea de Dios, cuando lo más adecuado sería decir que el hombre inventó el ateísmo. La creencia en la divinidad estuvo siempre presente entre los pueblos, a veces de manera incipiente y pueril, otras veces alentada por el análisis racional.
La Iglesia Católica, no obstante, posee el tesoro de la Revelación y de los misterios de Dios. Ante tal maravilla, la razón se inclina reverente y sumisa, le presta auxilio y muestra que nuestra fe no es absurda, sino verdadera, sabia, divina. ◊
Notas
1 Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma contra los gentiles. L. I, c. 7.
2 Cf. Ídem, c. 12.
3 PLUTARCO. Adversus Colotem, XXXI.
4 SHEEN, Fulton John. Filosofia da Religião. Rio de Janeiro: Agir, 1960, p. 207.
5 ARISTÓTELES. Sobre el cielo. L. I, c. 3, 270b, 6-7.
6 MONDIN, Battista. Quem é Deus? Elementos de Teologia Filosófica. São Paulo: Paulus, 1997, p. 196.
7 Cf. PLATÓN. Fedón, 97b-98c.
8 Cf. ARISTÓTELES. Metafísica, L. XII, 1072a, 7.
9 ARISTÓTELES. Sobre la filosofía, III, frag. 16. In: Fragmentos dos diálogos e obras exortativas. Lisboa: Imprensa Nacional-Casa da Moeda, 2014, p. 63.
10 Cf. CICERÓN, Marco Tulio. De natura deorum. L. II, 93.
11 El ateísmo solamente se le atribuye en la antigüedad a dos filósofos. Aun así su verdadera posición es discutible, pues en aquellos tiempos quien pusiera en duda los dioses del Olimpo —sin negar necesariamente la existencia de la divinidad— podría ser tachado de ateo, como ocurrió con Sócrates.