¿Cuándo debo rezar?

El que reza asume el mando de la historia, pero aprende también que en todo depende de Dios.

XXIX Domingo del Tiempo Ordinario – 19 de octubre

Este domingo el Señor nos propone la parábola de la viuda y el juez injusto, para enseñarnos «que es necesario orar siempre, sin desfallecer» (Lc 18, 1). Narrada únicamente en el evangelio de San Lucas, presenta a una mujer indefensa ante un magistrado perverso que no teme ni a Dios ni a los hombres.

Al explicar la parábola, Jesús deja claro que la principal enseñanza contenida en ella se refiere a la actitud del Señor hacia nosotros: «Pues Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos que claman ante él día y noche?; ¿o les dará largas?» (Lc 18, 7). El hombre que reza con fe vence, porque se reconoce frágil ante el Todopoderoso y ruega con insistencia.

San Agustín, al comentar este pasaje del Evangelio, afirma: «De ninguna manera aquel juez injusto representa a la persona de Dios, sino que el Señor quiso que se sacase la conclusión de qué modo Dios, que es bueno y justo, trata con amor a aquellos que le suplican, ya que un hombre injusto, aunque sólo fuera por evitar la molestia, no puede tratar con indiferencia a aquellos que le molestan con continuas súplicas».1 El Señor, por tanto, no pone de manifiesto un problema de lucha de clases entre un magistrado poderoso y una pobre mujer, sino de otra lucha: ¡la que el Padre celestial libra por los hijos que tanto ama!

En la primera lectura tenemos la confirmación de eso: «Mientras Moisés tenía en alto las manos, vencía Israel; mientras las tenía bajadas, vencía Amalec» (Éx 17, 11). La oración del profeta le hacía participar de la omnipotencia divina.

De este modo, queda claro que es necesario levantar los ojos a lo alto, porque el auxilio vendrá «del Señor, que hizo el cielo y la tierra». Rezar en todo momento significa recurrir a Él «en las entradas y salidas», es decir, durante la tentación y la prueba, así como en el momento de la victoria, con la certeza de que Dios nos guarda «ahora y siempre» (Sal 120, 2.8).

Lamentablemente, muchos son los que en los momentos de éxito dejan de darle gracias al Buen Dios y en los fracasos lo acusan de haberlos abandonado. Y yo, ¿cómo reacciono ante las dificultades y las penurias? ¿Cómo me comporto en tiempos de victoria y abundancia?

No olvidemos que si la oración nos hace partícipes de la omnipotencia divina, también nos enseña que dependemos de Dios. De tal manera que en el avemaría rezamos: «Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte». Sí, «ahora y en la hora de nuestra muerte», es decir, ¡siempre! ◊

 

Notas


1 San Agustín. El sermón de la montaña. L. II, c. 15, n.º 52.

 

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