Heroísmo. Una palabra llena de imponderables, que reúne en sí todo lo que de más sublime hubo de la historia de la humanidad. Habla de espadas que chocan en campo abierto, de hombres que se lanzan a lo desconocido, trasponiendo abismos, océanos y montañas, para escribir sus nombres en el Cielo; de genios, de aventureros, de idealistas, en definitiva, de personas para las que lo imposible es sinónimo de irresistible.
Sin embargo, estos esplendores de heroísmo no son los únicos, ni siquiera los principales. Más que enfrentar las balas del adversario o inmolar toda una vida en pro de una difícil conquista, sabiendo que ese sacrificio redundará en los laureles de la fama, de la gloria o de la veneración de los hombres, el pináculo del heroísmo consiste en estar dispuesto a soportar la vergüenza y la burla y a pasar por cobarde de cara al mundo entero. Se derrama entonces la sangre del alma, mucho más valiosa que la del cuerpo.
A los miembros de un peculiar cuerpo de guerra, los llamados zuavos pontificios, la Providencia les exigió derramar sangre del cuerpo y del alma
Pues bien, a los miembros de un peculiar cuerpo de guerra, los llamados zuavos pontificios, la Providencia les exigió que derramaran tanto una como la otra…
Antecedentes históricos
Giovanni María Mastai Ferretti fue elegido Papa el 16 de junio de 1846, adoptando el nombre de Pío IX. En los primeros años de su reinado tuvo que afrontar graves revoluciones originadas por movimientos patrióticos italianos, que atentaban contra su dominio sobre los Estados Pontificios.
No obstante, como las revueltas iniciales no alcanzaron un éxito completo, los conspiradores decidieron esperar un tiempo hasta que se reavivaran los ánimos, lo que demoró alrededor de diez años.
Finalmente, Víctor Manuel II, rey de Cerdeña-Piamonte, inició una política de anexión de los pequeños estados de la península italiana, mediante la cual se erigía como una auténtica amenaza para los Estados Pontificios. A su servicio se encontraba Giuseppe Garibaldi, líder de los soldados revolucionarios —llamados «camisas rojas»—, que pretendían invadir los territorios del Papa.
Nace el batallón
Comprendiendo la gravedad real de los hechos y considerando el desinterés de las potencias europeas en las cuestiones relativas a la Iglesia, Pío IX le encargó a su ministro de las armas pontificales, Mons. Mérode —sacerdote belga y antiguo oficial— que se ocupara de la defensa de los dominios eclesiásticos. Éste decidió entonces citar al general Louis de La Moricière, célebre héroe de la guerra colonial de África, para que fuera el comandante general de las fuerzas pontificias, entre las que destacaba el nuevo regimiento de fusileros franco-belgas, conocidos como zuavos pontificios.1
Con vistas a auxiliar a La Moricière en sus funciones dentro de este batallón de combatientes, fue convocado también Louis de Becdelièvre, que se encargó de la formación y la disciplina de sus integrantes, transformando a aquellos jóvenes llenos de entusiasmo en verdaderos soldados. A pesar de su reducido número, estaban dispuestos a enfrentar cualquier tormenta. Y no faltó mucho para que ésta asomara en el horizonte…
Una vez concluida la conquista de Sicilia, Garibaldi marchó con sus tropas hacia Nápoles, último bastión ante los estados del Papa. La Moricière decidió entonces que los zuavos, aun en gran desproporción numérica, combatirían contra el ejército italiano y concretarían el ideal —hasta entonces sólo teórico— de luchar por la Iglesia: había llegado el momento tan deseado por sus hombres.
Castelfidardo: prueba de fidelidad
Como primero de los preparativos, Becdelièvre aconseja que todos se confiesen y estén listos para comparecer ante el supremo tribunal de Dios.
Una vez en paz con el Señor y abiertas ante ellos solamente las puertas de la victoria o las del Cielo, los zuavos se lanzan al combate. El 18 de septiembre de 1860, el general La Moricière se dirige a Ancona, cerca de Castelfidardo, y da la batalla en campo abierto contra las tropas garibaldinas.
Sin embargo, los designios divinos a menudo son contrarios a los de los hombres; en lugar de concederles a estos jóvenes soldados un triunfo definitivo, la Providencia les exige algo mucho más arduo: fidelidad en medio del oprobio. Debido a la supremacía numérica del ejército enemigo, son derrotados.
Al verse obligados a refugiarse en Loreto, los combatientes se retiran ante una imagen de la Virgen, a fin de obtener fuerzas para los sufrimientos venideros.
Es fácil concebir la decepción generalizada que el fracaso provocó en los círculos católicos, aumentando el descontento de quienes eran contrarios a la formación de esa fuerza militar.
A pesar de todo, este sentimiento fue contrarrestado en otra parte de la opinión pública por cierta conmoción e incluso un brote de entusiasmo, por lo que se alistaron nuevos reclutas para incrementar el pequeño ejército papal.
Entre ellos, cabe mencionar el caso de Queré, un joven campesino analfabeto —de mala apariencia y dialecto ininteligible— que procedía de Bretaña y se presentó en París para alistarse en las filas pontificias. Además de su insuficiente «currículum», el mancebo tenía un defecto en la constitución de su pie, que lo hacía impropio para la marcha. Aprovechándose de que había olvidado sus documentos, le negaron el ingreso en el escuadrón. No obstante, el bretón estaba tan decidido que pese a haber llegado a Paris a pie desde su aldea, volvió una vez más a su tierra natal y regresó a la capital, esta vez portando la documentación requerida. Ante tal muestra de decisión, no quedaba otra cosa sino aceptarlo.
Otro soldado, en carta a su familia, expresó la siguiente idea: «A Dios y a su vicario no tengo que ofrecer ni fortuna, ni nacimiento, ni talentos, ni influencia alguna; sólo tengo mi sangre y la doy».2
Pero mientras crecía el número de soldados pontificios, alcanzando los seiscientos hombres en enero de 1861, Víctor Manuel hacía su entrada triunfal en Nápoles, la última de su viaje hacia las tierras del Papa.
Proficuo período de inacción
Pese a ello, tras la batalla de Castelfidardo hubo cierta calma en ambos bandos, lo que no impedía que se libraran muchos pequeños enfrentamientos.
Ante la amenaza de invasión de las tropas de Garibaldi, Pío IX le encargó a su ministro de armas que defendiera los dominios de la Iglesia
Para los zuavos, este período fue de gran beneficio tanto en la preparación militar como en la espiritual, debido a su cercanía a Pío IX, a quien prestaron juramento de lealtad en enero de 1861.
En este momento de cierta inacción, dos hechos merecen especial atención. El primero fue la llamada Convención de Septiembre: un acuerdo firmado en 1864 entre Víctor Manuel II y Napoleón III, que coordinaba la retirada de las tropas francesas del territorio italiano y la no agresión a las tierras papales. El segundo, en el mismo mes del año siguiente, fue la muerte de La Moricière. Con esta pérdida, Pío IX se vio en la contingencia de ceder a las insistentes peticiones que le llegaban de todas partes para destituir a Mons. Mérode del cargo de ministro de las armas y de transferirlo al general alemán Hermann Kanzler, quien, por cierto, demostró ser muy eficaz.
El nuevo nombramiento, sumado a la extendida indignación causada por la retirada de las tropas francesas, renovó el fervor de los zuavos y de los católicos que, del mundo entero, acudieron a alistarse en las filas pontificias. Debido a esto, de un batallón cuyo contingente, en 1865, no superaba los quinientos hombres, el ejército creció en dos años a 2.289, de los cuales 872 eran holandeses, 659 franceses y 495 belgas.
«Coopero en la más sagrada de las misiones»
Se sentía en el palpitar de los corazones el surgimiento de una nueva fuerza, que bien podría ser expresada en las palabras del barón Onffroy: «Quisiéramos ver la eclosión, en favor del digno sucesor de Pedro, del magnífico movimiento que se llevó a cabo en tiempos de Godofredo de Bouillon y de San Luis rey, para la liberación de los Santos Lugares».3
Verdaderas eran aquellas gracias de cruzada, que le conferían a los soldados un dinamismo y un coraje que superaban la simple naturaleza, como queda claro en la carta de uno de ellos a su familia: «La idea de que coopero en la más santa de las misiones, que cumplo la voluntad divina, me da una fuerza que no es natural».4
Afirmaciones como éstas son un testimonio de la acción de la gracia en las almas de los combatientes para las nuevas luchas que llegarían.
Mentana: la gran victoria
En el año 1867 se intensifica la actuación del escuadrón papal. En febrero, Garibaldi recorrió el norte de Italia agrupando hombres para lanzarse sobre la Ciudad Eterna. Su saña anticatólica era tan evidente que algunos fieles llegaron a considerarlo el anticristo.
Debido a la reanudación de las hostilidades, los zuavos también volvieron a la acción y combatieron a los garibaldinos en varias ocasiones: Bagnoregio, Montelibretti, Farnese, Monterotondo, entre otras. Gracias a Dios, en casi todos los enfrentamientos la victoria se inclinó del lado de los defensores de la religión, en gran parte por su instrucción y su nuevo comandante.
Sin embargo, era imposible mantener una vida en constante guerra. Para ello, fue necesario acabar el asunto de una vez por todas, a través una gran batalla.
Con el regreso del apoyo de Napoleón III al ejército papal, surgió la oportunidad de constituir finalmente un ejército razonable. Ahora serían cinco mil hombres —de los cuales cerca de dos mil quinientos zuavos— los que presentarían batalla a diez mil enemigos.
Tras duras pruebas iniciales, en Mentana los zuavos lograron la victoria total sobre sus enemigos, a pesar de ser superados en número
Mentana fue el lugar donde, el 3 de noviembre, se enfrentaron ambos ejércitos. A pesar de la desproporción numérica, cuando las dos banderas se encontraron, los zuavos avanzaron con tal ímpetu que, «en un instante, los garibaldinos fueron alcanzados, derribados a bayonetazos, rechazados y perseguidos, sin poder reagruparse».5 Finalmente, los ejércitos papales los expulsaron de la ciudad a la que habían huido, dejando un millar de muertos y heridos, además de 1.398 prisioneros.
La victoria fue rotunda. Al llegar a Roma, el batallón entró aclamado a gritos por el pueblo: «¡Viva Pío IX! ¡Viva Francia! ¡Viva el Papa Rey! ¡Viva los zuavos! ¡Viva la tropa pontificia! ¡Viva los franceses!».6
La caída de Roma y la disolución de los zuavos
A la batalla de Mentana le siguió una época de calma de tres años, hasta que, en julio de 1870, comenzó la guerra franco-prusiana, la cual obligó una nueva retirada del apoyo francés… La ocasión adecuada para que los revolucionarios italianos volvieran a tomar las armas contra Roma, pero esta vez con intención de aplastarla… Sumaban sesenta mil hombres, divididos en tres frentes de ataque.
Por su parte, el general Kanzler determinó que el ejército papal, compuesto de sólo siete u ocho mil soldados, se limitaría a la defensa de la ciudad de Roma en cuatro puestos. Humanamente hablando era un enfrentamiento suicida y las tropas lo sabían.
El 19 de septiembre, al enterarse de que los revolucionarios se hallaban a poco más de dieciséis kilómetros de la capital, Pío IX convocó al ministro y le dijo: «Queremos que la resistencia sea lo suficientemente limitada como para demostrar la realidad de una agresión y nada más». Aturdido por la orden, Kanzler respondió: «Santidad, el ejercito entero quiere combatir y morir». No obstante, el Papa insistió: «Nos le pedimos que se rinda y no muera; que es un sacrificio más grande».7
Al día siguiente, el Santo Padre le envió una carta al general reiterando su decisión: «En este momento en que toda Europa deplora numerosas víctimas, consecuencia de una guerra entre dos grandes naciones, que no se diga jamás que el vicario de Jesucristo, aunque injustamente atacado, haya consentido en derramamiento de sangre alguno».8 Se presentaba la más exigente coyuntura: comunicarles a los zuavos la orden de rendirse.
La guerra acabó con un duro sacrificio: la rendición de las tropas pontificias, que marcaron la historia como los cruzados, en defensa de la Santa Iglesia
Y así sucedió. El 20 de septiembre, poco después de iniciada la batalla, el terrible mensaje fue transmitido por los emisarios y la lucha terminó con la rendición de los defensores del Papa. Quizá la mayor dificultad para estos héroes fuera precisamente la de presenciar la entrada de sus adversarios, que los colmaron de un diluvio de insultos y agresiones, mientras la bandera blanca de la capitulación era izada sobre la cúpula de San Pedro.
Tras haber recibido la bendición del Papa, todos regresaron a sus respectivas patrias. A la rendición le siguió la disolución de los ejércitos pontificios.
La guerra de los zuavos había terminado, pero coronada por el grandísimo honor de haber servido a la más alta de las misiones. Pasaron a la historia cuales cruzados, inolvidables baluartes de amor y de sacrificio por la Santa Iglesia Católica Apostólica Romana. ◊
Notas
1 La corte romana sólo elegiría oficialmente el nombre de zuavos poco después de la batalla de Castelfidardo, de la que hablaremos más adelante. Sin embargo, la decisión no hizo más que sellar una costumbre existente, pues ya se le solía llamar así al batallón, debido a su uniforme (cf. CERBELAUD-SALAGNAC, Georges. Les zouaves pontificaux. Paris: France-Empire, 1963, p. 60).
2 GUÉNEL, Jean. La dernière guerre du Pape. Les zouaves pontificaux au secours du Saint-Siège: 1860-1870. Rennes: Presses Universitaires de Rennes, 1998, p. 45.
3 Ídem, p. 86.
4 DU COËTLOSQUET, SJ, Charles. Théodore Wibaux. Zouave pontifical et jésuite. Lille: Desclée de Brouwer, 1890, p. 46.
5 MÉVIUS, David Ghislain Emile Gustave de. Histoire de l’invasion des États Pontificaux en 1867. Paris: Victor Palmé, 1875, p. 337.
6 CERBELAUD-SALAGNAC, op. cit., p. 175.
7 GUENEL, op. cit., p. 141.
8 Ídem, p. 142.