Convirtámonos antes de que la puerta se cierre

La bondad del divino Redentor nos alerta del momento más serio de nuestra vida, pues no debemos prepararnos para él sólo cuando empiece a «anochecer».

24 de agosto – XXI Domingo del Tiempo Ordinario

Según la concepción contemporánea, la palabra bondad puede designar mil cualidades, excepto una: la seriedad. Y así se ha convertido en sinónimo de connivencia con el error o de voluntaria ceguera ante lo que ha de corregirse o advertirse. Ahora bien, en Dios ese concepto presenta un significado muy distinto… En el Evangelio del vigésimo primer domingo del Tiempo Ordinario, la bondad del divino Redentor nos llama la atención acerca de los momentos serios y decisivos que nos esperan con ocasión del juicio particular y el universal.

Cuanto mayor sea la altura, mayor será la caída. Cuanto más alto se encuentra alguien en las vías de la santidad, mayor es el riesgo de la más mínima concesión a la tentación y al pecado. Santa Teresa de Jesús vio el terrible lugar del Infierno al que iría si permanecía en el camino de la vanidad y la tibieza.1

Nuestro Señor Jesucristo deja claro en el Evangelio que lo importante no es saber si son muchos o pocos los que se salvan, sino hacer todo el esfuerzo posible para ser uno de ellos. «Muchos intentarán entrar y no podrán» (Lc 13, 24), pues —¡oh, misterio de la infidelidad humana!— ni los que comieron y bebieron con el Redentor y oyeron su predicación (cf. Lc 13, 26), es decir, participaron en la santa misa, serán reconocidos por Él si, acomodándose a sus defectos y dejando el cambio de vida siempre para después, no ponen en práctica lo que han recibido.

En efecto, de tanto dejarlo para más tarde acaba «anocheciendo»… La imagen del dueño de la casa que se levanta para cerrar la puerta al caer la noche (cf. Lc 13, 25) simboliza el momento en que Jesús asumirá la posición de Juez: se trata de la «noche» individual —la muerte— o universal —el fin de la historia—, tras la cual se cerrarán las puertas y comenzará el juicio particular o final.

Los que, reprimiendo su conciencia, han llevado una vida de duplicidad e hipocresía, mostrarán al principio sorpresa ante la negativa de Dios (cf. Lc 13, 25-26). Actuarán así porque de tal manera han embotado su conciencia que se han vuelto incapaces de reconocer su propia maldad. Éstos confirman una verdad a menudo olvidada: nadie puede profesar la fe y vivir en contra de ella por mucho tiempo; pronto creará para sí mismo doctrinas que justifiquen su mala conducta…

Por el bautismo hemos sido aceptados y amados por el Padre celestial como hijos, pero para cumplir nuestra misión debemos dejarnos corregir por Él. Tal es su amor por nosotros que nos dio como Madre y Abogada a aquella a quien San Agustín llama el «molde de Dios».2 Si, renunciando sinceramente a nuestros pecados, defectos y caprichos, nos lanzamos con confianza a este «molde divino», sin duda, entraremos por la puerta estrecha y no escucharemos del divino Juez la terrible sentencia: «No sé de dónde sois. Alejaos de mí todos los que obráis la iniquidad» (Lc 13, 27). ◊

Notas


1 Cf. Santa Teresa de Jesús. Libro de la vida, c. xxxii, n.º 1-7.

2 San Agustín. «Sermo 208», apud Garrigou-Lagrange, op, Réginald. La Madre del Salvador y nuestra vida interior. 3.ª ed. Buenos Aires: Desclée de Brouwer, 1954, p. 279.

 

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