¿Confiar en Dios o confiar en el hombre?

Buscar en Dios el auxilio para ganar las batallas de la vida espiritual es la única garantía de victoria en una guerra en la que la incapacidad humana se manifiesta a cada paso.

VI Domingo del Tiempo Ordinario

La liturgia de este domingo es como una espada de doble filo. La primera lectura, tomada del libro del profeta Jeremías, es de una claridad penetrante: «Maldito quien confía en el hombre» y «Bendito quien confía en el Señor». Se trata de una maldición y de una bendición que nos acompañan a lo largo de esta vida y se fijan para siempre cuando cruzamos el umbral de la eternidad. Pero ¿en qué consiste esa confianza en uno mismo o en Dios?

El P. Lorenzo Scupoli, destacado autor del siglo xvi, escribió un libro titulado Combate espiritual —que se convirtió en una referencia en materia de vida interior para San Francisco de Sales—, en el que aborda este tema de forma luminosa. Según ese sacerdote, desconfiar de uno mismo y confiar en Dios es la clave para alcanzar la victoria en la ardua lucha del progreso espiritual:

«Así como de nosotros, que nada somos, no podemos prometernos sino frecuentes y peligrosas caídas, por cuyo motivo debemos desconfiar siempre de nuestras propias fuerzas; así con el socorro y asistencia de Dios conseguiremos grandes victorias y ventajas sobre nuestros enemigos, si convencidos perfectamente de nuestra flaqueza, armamos nuestro corazón de una viva y generosa confianza en su infinita bondad».1

Es menester que pongamos toda nuestra confianza en Dios, pues, como dice el profeta, el que espera en el Señor se asemeja al «árbol plantado junto al agua» que no teme la llegada de la sequía; mientras que el que confía en sí mismo verá su corazón alejarse del Señor, con las fatales consecuencias post mortem que esto puede acarrear.

En el Evangelio de este domingo, San Lucas nos introduce aún más en esta verdad. De los labios infinitamente sabios de Nuestro Señor escuchamos, en detalle, bienaventuranzas y lamentaciones que deben marcar a fuego nuestra vida de católicos comprometidos con la mayor gloria de Dios y movidos por el deseo de conquistar la corona imperecedera de la felicidad eterna.

De hecho, los que confían en sí mismos se vuelven insaciables de bienes económicos, de diversiones y placeres, de abundancia y fama. El dinero se convierte en un ídolo; los deleites, en pago de una vida sin sentido; y el ser bien visto, en una corona pasajera… ¡Ay de los que viven así, lejos de Dios y atrapados en el egoísmo!

Por el contrario, los que confían en Dios tienen en Él y en su amor su única recompensa. Por eso desprecian el oro y la plata, renuncian a los deleites ilícitos de la carne y están dispuestos a ser calumniados y perseguidos si la fidelidad a Dios así lo requiere. La fuerza que les viene de lo alto hace que todas estas cosas sean despreciables y minúsculas, porque, parafraseando a la gran Santa Teresa, Dios, y sólo Dios, les basta. ◊

 

Notas


1 Scupoli, Lorenzo. Combate espiritual. Barcelona: Librería Religiosa, 1850, t. i, pp. 32-33.

 

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