Estimado lector, entablemos un breve diálogo en las últimas páginas de esta revista. Estoy segura de que, en muchas ocasiones de su vida, usted ha tenido que subir escaleras. No me refiero, sin embargo, a las de tan sólo tres o cuatro peldaños, sino a aquellas cuyo final no se ve enseguida… De niños, nos atrevemos a ostentar toda nuestra energía ante los mayores subiéndolas; pero a partir de cierta edad —no tiene por qué ser mucha— la situación empieza a ser diferente… ¿No es así?
Volvamos con la imaginación a hace más de un siglo, cuando los hombres no tenían otro modo de superar tal obstáculo sino con sus propias piernas… Llegar hasta el último piso de un edificio alto requería esfuerzo, y contemplar desde la cima un vasto panorama sólo era posible mediante el alpinismo, a menos que, antes, alguien se hubiera dedicado a construir… ¡una escalera! Con los inventos industriales todo ha cambiado y hoy podemos, por ejemplo, alcanzar alturas vertiginosas sin sufrir, entrando en un simple ascensor.
Pero, continuando con nuestro diálogo, le pregunto: ¿de qué sirve estar a muchos metros por encima del suelo, mientras el alma no es capaz de erguirse hasta el firmamento de la virtud?
Usted, lector, me planteará el problema: «Es fácil hablar, pero difícil es practicar. ¡La santidad no es tan sencilla! Se requiere sufrimiento, dedicación, perseverancia…». Le confieso que la presente cuestión también aflora en mi espíritu. Como ninguno de nosotros puede responderla adecuadamente, nada mejor que acudir a un testigo autorizado, alguien que ya pasó por la misma situación y superó el desafío, un doctor en el tema.
El siglo xix fue escenario de profundos cambios en la existencia humana. Durante ese período es cuando aparecieron los ascensores y, a medida que se generalizó su uso, se volvieron corrientes poco a poco. No obstante, otra y más importante transformación se obraba concomitantemente: una nueva vía de santidad se inauguraba con la joven francesa Teresa Martin.
De viaje en Italia, se divertía mucho con su hermana Celina en los ascensores de Roma. Este pasatiempo, tan infantil y común que muchos de nosotros también disfrutamos, quedó guardado en su memoria y más tarde serviría de lección para ella… ¡y para nosotros!
Oigamos sus palabras: «Ahora ya no hay que tomarse el trabajo de subir los peldaños de una escalera: en la casa de los ricos, un ascensor la reemplaza ventajosamente. También quisiera yo encontrar un ascensor que me eleve hasta Jesús, pues soy demasiado pequeña para subir la ruda escalera de la perfección».1 El legado de Santa Teresa del Niño Jesús a la Iglesia consistió en abrir una vía en la cual la conquista de la virtud se hace no por el temor, sino por la caridad,2 con la que son embalsamados todos los pequeños actos de la vida cotidiana.
Continúa la eminente y sencilla doctora de la Iglesia: «Busqué en los Libros Sagrados algún indicio del ascensor, objeto de mi deseo, y leí estas palabras provenientes de la boca de la Sabiduría eterna: “Quien sea párvulo o sencillo, venga a mí” (Prov 9, 4). Entonces fui, adivinando que había encontrado lo que buscaba. Queriendo saber, oh Dios mío, qué harías con el pequeñín que respondiera a tu llamada, continué mi búsqueda y he aquí lo que encontré: “Como a un niño a quien su madre consuela, así os consolaré yo; os llevaré en brazos y sobre las rodillas os acariciaré” (cf. Is 66, 13.12)».3
He aquí la respuesta a nuestra duda: podemos, sin duda, llegar a la más alta santidad. Las dificultades permanecerán, porque a través de la cruz es por donde se llega a la luz; pero serán aliviadas por el ungüento del amor, que sólo puede penetrar en aquel que reconoce sus carencias y confía enteramente en la acción divina.
Por eso, concluye Santa Teresa: «¡El ascensor que debe elevarme hasta el Cielo son tus brazos, Jesús! Para ello no necesito crecer; al contrario, debo seguir siendo pequeña, que me vuelva pequeña cada vez más».4 ◊
Notas
1 SANTA TERESA DE LISIEUX. «Manuscrit C», 2v-3r. In: Œuvres de Thérèse: www.archives.carmeldelisieux.fr.
2 Cf. SANTA TERESA DE LISIEUX. «Correspondance». Lettre 258. À l’abbé Maurice Bellière, 18/7/1897. In: Œuvres, op. cit.
3 SANTA TERESA DE LISIEUX. «Manuscrit C», 3r. In: Œuvres, op. cit.
4 Ídem, ibídem.