II Domingo de Cuaresma
Los avances tecnológicos de las últimas décadas le han revelado al hombre la existencia de realidades hasta entonces insospechadas. Hoy conocemos ciertas frecuencias, como los rayos ultravioleta e infrarrojos, que están ocultas al ojo humano, pero que pueden tener un efecto intenso y a veces incluso nocivo sobre nuestra piel. Del mismo modo, algunos espectros sonoros son perceptibles por ciertos seres vivos y no por otros. Esto hace que, por ejemplo, los perros oigan sonidos inaudibles para nosotros. Tales elementos nos presentan un mundo inaccesible a nuestros sentidos.
Ahora bien, si existen luces y sonidos que no percibimos en el ámbito físico, ¿qué decir de lo que «ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el hombre puede pensar» (1 Cor 2, 9)?
No obstante, la misma tecnología que debería ayudarnos a comprender, por analogía, el mundo sobrenatural, nos condiciona cada día más a vivir apartados de él, «encerrados» en un universo material autosuficiente, independiente y supuestamente perfecto, que pretende proporcionarle al hombre una completa satisfacción de sus anhelos y necesidades; un universo —no podría ser de otra manera— vedado a toda influencia trascendental y del que Dios es el gran excluido.
En la segunda lectura, el Apóstol denuncia la mentalidad de los que así viven: «Su paradero es la perdición; su Dios, el vientre; su gloria, sus vergüenzas; sólo aspiran a cosas terrenas» (Flp 3, 19).
Ya en el Evangelio encontramos la narración de la Transfiguración del Señor (cf. Lc 9, 28b-36). A sus allegados, Jesús quiso revelarse como Dios en lo alto de una montaña, donde les mostró la gloria de su divinidad, su realeza y su poder. ¿Con qué propósito? Para que sus discípulos no prevaricaran ante la rudeza de la cruz y no se avergonzaran de Él cuando le vieran padecer.1
En el fondo, el divino Redentor les concedía a sus Apóstoles una gracia insigne: la elevación de miras, mediante la cual pudieron curarse del naturalismo que los cegaba y convertirse, en palabras de San Pablo, en «ciudadanos del Cielo» (Flp 3, 20). Siendo fieles a esta dádiva, vivirán siempre en función de la visión del monte Tabor, que les dará la fuerza para soportar con valentía los tormentos de la Pasión.
Nunca hemos estado tan rodeados de incertidumbre como en nuestros días. Guerras, epidemias y catástrofes subrayan a cada instante la autenticidad de las profecías de la Santísima Virgen en Fátima. Mientras tanto, el mundo idílico fabricado por los propagandistas del materialismo amenaza con derrumbarse en cualquier momento, abandonando a sus adeptos a su propia suerte.
En esa hora, ¿quiénes permanecerán en pie sino los auténticos «ciudadanos del Cielo», que con las miras elevadas esperan en el Señor y por eso tienen valentía (cf. Sal 26, 4)? Saben que el Creador del universo posee el poder para someterlo todo (cf. Flp 3, 21).
Con quienes viven así, a ejemplo del patriarca Abrahán, Dios establece una alianza indisoluble (cf. Gén 15, 18), por la cual, incluso en medio de las más terribles tinieblas del panorama actual, pueden proclamar: «El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? El Señor es la defensa de mi vida, ¿quién me hará temblar?» (Sal 26, 1). ◊
Notas
1 Cf. San León Magno. Sermón 51, n.º 2: SC 74bis, 25.
Gracias por este mensaje.
Muy aleccionador.
En medio de las tinieblas sólo confiar en Dios que se ocupará de poner todo en orden.
Que así sea!!