¿Cómo alcanzar la felicidad?

En el sufrimiento aceptado con amor reside el secreto para alcanzar la felicidad en esta tierra y la gloria en la eternidad.

VI Domingo de Pascua

Si tuviéramos que definir a Dios con una sola palabra, sin duda sería amor. «Dios es amor» (1 Jn 4, 8), nos enseña el apóstol San Juan. El amor forma parte de la esencia divina, el amor impulsa la convivencia entre las tres personas de la Santísima Trinidad, el amor llevó al Creador a realizar su obra; en resumen, es el amor del Todopoderoso el que gobierna la historia. Dios todo lo hace en función de su infinito amor y sin amor no hace nada.

Ese amor de Dios es uno de los aspectos que más está presente en el Evangelio del sexto domingo de Pascua (Jn 14, 23-29). El Señor declara: «El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él» (Jn 14, 23). Es una afirmación osada, porque Jesús afirma que Dios habitará no sólo con, sino en el interior de quien lo ama. Y, por si fuera poco, promete enviar a los Apóstoles el propio Espíritu Santo, amor sustancial que une al Padre y al Hijo. ¿Puede haber mayor prueba de su amor para con los hombres?

Desgraciadamente, solemos entender de manera equivocada ese amor, creyendo que la prueba del afecto de Dios por nosotros consiste en que Él nos dé todo lo que necesitemos, nos ofrezca todo tipo de felicidad, atienda nuestros mínimos caprichos. Pero la verdad es todo lo contrario. Cuanto más nos ama el Señor, más sufrimientos nos envía. Si nos proporcionara una vida en la que sólo hubiera alegrías, perderíamos innumerables ocasiones de ganar méritos con vistas al Cielo y rara vez nos acordaríamos de mirar hacia lo alto.

¿Ha habido algún hombre más amado por Dios que Nuestro Señor Jesucristo en su naturaleza humana? ¿Y cuál fue el mayor regalo que le hizo el Padre? La cruz. ¿Ha habido alguna mujer más amada por Dios que la elegida por Él como Madre, María Santísima? ¿Y cuál fue el regalo que le hizo el Padre? Acompañar la muerte atroz de su divino Hijo, sufriendo con Él y mezclando sus propias lágrimas con su preciosísima sangre. Y lo mismo ocurre con el resto de la humanidad.

Ahora bien, cuando una persona pierde esa visión sobrenatural del sufrimiento y comienza a juzgar los acontecimientos con ojos materialistas, por tanto, fuera de la perspectiva de Dios, la realidad que le rodea acaba perdiendo su sentido, todo parece inexplicable y los reveses se presentan como auténticas tragedias.

El mundo de hoy, lamentablemente, ignora cada vez más el amor de Dios y, en consecuencia, procura la felicidad en una vida libre de sufrimiento. La búsqueda constante de placeres y comodidades se ha convertido en la tónica de la sociedad contemporánea. El hombre olvida que cuanto más se huye del sufrimiento, más se sufre.

El secreto para alcanzar la felicidad consiste en aceptar nuestras cruces de cada día. Al obrar así, demostramos el amor que le tenemos a Dios y le retribuimos su amor por nosotros. ◊

 

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