Preguntas… La vida está llena de ellas. En el caso de los Heraldos, por ejemplo, algunas se repiten con tal asiduidad que el indagado es capaz de adivinarlas en labios de su interlocutor antes incluso de que hayan sido formuladas. Sin duda, casi todos los miembros de esa institución se habrán topado muchas veces con la siguiente interrogación: «¿Por qué usáis esa ropa?».
Más que comprensible. Al fin y al cabo, en pleno siglo xxi, encontrar a hombres y mujeres, la mayoría jóvenes, hablándose entre sí con un lenguaje distinguido, involucrado por un timbre de voz sin trabas, y caminando con la cabeza erguida y con paso decidido en cualquier lugar, incluso en el presbiterio, puede suscitar cierta estupefacción. Y en gran parte de los casos, tales actitudes generan un juicio muy rápido y definido, ya sea de admiración o de rechazo.
La unión entre lo religioso y lo militar ideada por Mons. João encanta y deslumbra, arrastrando a las almas hacia la santidad
Se diría que la suma de todas esas impresiones se condensa en el hábito que visten, una prenda en la que conviven dos realidades tan discrepantes —en apariencia— que cuando se juntan parece que friccionan hasta soltar chispas: el escapulario con una gran cruz, la cadena de esclavitud a la Virgen, un hermoso rosario y… ¡¿botas?! Se trata de una unión entre lo religioso y lo militar, ideada por Mons. João, que lejos de producir un retraimiento de la opinión pública respecto de la Iglesia en cuanto supuestamente «intolerante», «rígida» o «sectaria» —como refunfuñan sin clemencia los fundamentalistas del diálogo y de la «misericordia» —, en la mayoría de las ocasiones encanta, deslumbra, conmueve e incluso llega a arrastrar hacia la santidad.
Todo esto, nuevamente, plantea preguntas que merecen respuestas. Preguntas, preguntas…
Marcialidad y fe: ¿una paradoja?
En realidad, la explicación del fenómeno resulta muy sencilla, por mucho que pueda chocarles a ciertas mentalidades: detrás de ese estilo de vida reluce uno de los aspectos más bellos del espíritu de Nuestro Señor Jesucristo.
De hecho, ¿no lo afirma el Salvador en los evangelios: «No he venido a sembrar paz, sino espada» (Mt 10, 34)? Y, como canta la sagrada liturgia, ¿no libró Él un duelo admirable con la muerte, que se perpetúa en la historia y culminará en su triunfo definitivo al final de los tiempos (cf. Ap 17, 14)?
El espíritu guerrero no se opone en modo alguno a la religión. Por la fe, declara la Carta a los hebreos, hubo hombres que «fueron valientes en la guerra, y rechazaron ejércitos extranjeros» (11, 33-34). En efecto, la fe implica un combate que todo católico debe afrontar para conquistar la vida eterna (cf. 1 Tim 6, 12). «¿No es acaso milicia la vida del hombre sobre la tierra?» (Job 7, 1).
No obstante, ¿cómo se desarrolla esa lucha en nuestros días?
El combate de la fe hoy
«Caballeros que aquí me oís, escuchad únicamente los gemidos de Sion», gritaba el Beato Papa Urbano II hace mil años, cuando Jerusalén se hallaba bajo el dominio de personas mortalmente hostiles al cristianismo y necesitaba ayuda. La expresión parece sobremanera esclarecedora: en cada período histórico, Sion —es decir, la Santa Iglesia Católica— gime a la espera de héroes que la defiendan. La lucha del cristiano se cifra en responder a dicha solicitud.
Hoy, quizá más que nunca, los estertores de la Esposa Mística de Cristo se prolongan con angustia lacerante. ¡Pobre amenaza representan las hordas de bárbaros, comparadas con las interminables falanges de enemigos externos y traidores internos!
Contra el triunfo de las tinieblas no hay otro antídoto sino hombres que se revelan «luz del mundo». Ahora bien, toda luminosidad digna de ese nombre resulta de una única combustión: abrasarse por la causa de la religión.
Elogio de un príncipe de la Iglesia
Se tiene la impresión de que el cardenal Franc Rodé, CM, nutría pensamientos de ese tipo cuando, en 2009, fue a Brasil para conferirle al fundador de los heraldos la medalla Pro Ecclesia et Pontifice. Ya conocía de cerca a la institución desde hacía dos años y, en el momento de entregar la condecoración, el entonces prefecto de la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica pronunció unas palabras, empezando por recordar una frase de San Bernardo de Claraval: «Corrió por todo el mundo la noticia de que no ha mucho nació uno nuevo género de milicia».1
El purpurado continuó su alocución mencionando una «nueva caballería», nacida del «noble corazón» de Mons. João y dotada de un «nuevo ideal de santidad y heroico compromiso con la Iglesia», en el que no podía dejar de ver un acto de la Divina Providencia en vista de las necesidades del mundo actual.
Estaba todo dicho: en la raíz de aquel movimiento se hallaba la fidelidad de un varón que supo decir sí al soplo del Espíritu y se hizo guerrero por amor al Reino de los Cielos, a pesar de todos los sufrimientos inherentes a tal condición.
Un año de tormentos
En los albores de 1958 comenzaba el servicio de la recién creada 7.ª Compañía de Guardias, en el cuartel Parque Dom Pedro, de São Paulo. El reloj marcaba las siete de la mañana.
Mientras los oficiales analizaban las filas de jóvenes fornidos, vestidos con el clásico uniforme de faena —camisa y pantalón de brin, gorra de visera, botas de combate—, es muy posible que la atención de alguno de ellos, dotado de mayor acuidad psicológica, se sintiera atraída por un joven de mediana estatura, delgado, físicamente corriente, pero cuya mirada y actitud revelaban la lucidez de espíritu y la firmeza de carácter propias de los idealistas.
En la raíz de los Heraldos del Evangelio se hallaba la fidelidad de un varón, que supo decir sí al soplo del Espíritu y se hizo guerrero por amor al Reino de los Cielos
Pese a la gran promesa que esto significaba en una carrera militar, lo cierto es que el soldado 113 no deseaba estar allí. Junto a esos atributos —o más bien, flotando por encima de ellos en una zona inaccesible al horizonte de aquellos oficiales— existían otros. João Scognamiglio Clá Dias —ése era su nombre de civil— pertenecía a la naciente obra del Prof. Plinio Corrêa de Oliveira y, cultivando una intensa vida de piedad, ya meditaba con frecuencia, rezaba el rosario y comulgaba todos los días. Desde que se encontró con su maestro espiritual por primera vez, se había entregado para siempre a una vocación de carácter nítidamente religioso.
Además, el ambiente del cuartel era propenso a causar no pocos inconvenientes. Condiciones promiscuas, sumadas a las conversaciones groseras de muchos reclutas y otras ocasiones de tentación, lo obligaban a sacrificios y peripecias para conservarse intacto en la fe y en la práctica de la castidad.
Como resultado, sus compañeros lo perseguían, a tal punto que pasaba noches enteras en vela, preocupado por lo que pudiera pasar. Llegó incluso a pedir entre lágrimas que la Santísima Virgen se llevara su alma, pues le parecía no tener fuerzas para aguantar esa situación, que él mismo calificó como «un año de tormentos».
Detrás de la prueba, un designio
Sabemos, no obstante, que todo sufrimiento aceptado con generosidad acaba convirtiéndose en una oportunidad de progreso. Si «Dios escribe recto en renglones torcidos», el soldado Clá Dias supo transformar esas líneas torcidas en una amplia avenida hacia la santidad…, ¡hacia una forma inédita de santidad!
Al darse cuenta de que estaba destinado a quedarse allí durante un año entero, tomó la deliberación de esforzarse por aprender lo mejor posible las atribuciones de un militar, porque se serviría de ellas para el apostolado. Poco a poco, las nuevas impresiones le revelaron a aquella joven alma una filosofía de vida.
En primer lugar, refulgió ante sus ojos la disciplina. Bastaba que un soldado apareciera con un botón de menos en su camisa o fuera visto en la calle después de las diez de la noche para que inmediatamente lo mandaran al calabozo…
Los reclutas aprendían, igualmente, a afrontar todo tipo de situaciones adversas, sometiendo el cuerpo a las exigencias del deber. Realizaban ejercicios y trabajos pesados, entre ellos caminatas de hasta treinta horas, con mochila, botas de combate y fusil. La exención de las actividades por malestar físico estaba regulada por el termómetro: si la fiebre no pasaba de los 37 °C, el soldado aún debía permanecer con el conjunto… y sólo cuando alcanzaba los 37,5 grados podía retirarse.
Sin duda, se trataba de un régimen rígido, propio a formar hombres fuertes —quizá incluso demasiado duros cuando se tiene la vocación de ser padre de una familia espiritual. Afortunadamente, en el caso de Mons. João esa firmeza reposó sobre la dulzura de los amigos de Nuestro Señor Jesucristo.
Católico en cuanto militar, militar en cuanto católico
El soldado Clá Dias, no lo olvidemos, era católico de comunión diaria. Décadas después del servicio militar, aún recordaría el esfuerzo invertido para conseguir la autorización de sus oficiales a fin de acercarse a la mesa eucarística en las ocasiones en las que le tocaba pernoctar en el cuartel, y la pintoresca escena del joven soldado siendo llevado en un todoterreno del Ejército hasta la catedral de la Sé y entrando allí de uniforme, pistola del 45 y porra, para recibir el Santísimo Sacramento. Una vez hizo un lance similar a fin de obtener el permiso para realizar un retiro espiritual de unos días.
«Dios escribe recto en renglones torcidos»: durante el servicio militar, el soldado Clá Dias supo transformar esas líneas torcidas en una amplia avenida hacia una forma inédita de santidad
Finalmente, dejando de lado los inconvenientes mencionados más arriba, la vida en el cuartel terminó arrebatándole: le encantaba el fusil de bayoneta calada, la marcha, las órdenes de mando, la disciplina. Sobre todo, le maravillaba constatar cómo los principios derivados de la sabiduría marcial podían constituir un instrumento de santificación para sí y para los demás.
El día que recibió la dispensa del servicio obligatorio, habiendo sido ya ascendido a cabo y condecorado con la medalla Mariscal Hermes, el comandante del cuartel, Iván de Andrade, lo llevó aparte para hablar. El exsoldado vestía chaqueta y corbata, y portaba el distintivo de congregado mariano en la solapa. Mientras andaban, el oficial señaló la pequeña insignia y dijo: «¡Ahora entiendo de dónde viene todo su valor!».
Luego le ofreció el ingreso en la Academia Militar de Agulhas Negras, augurándole al joven una brillante carrera en las Fuerzas Armadas. João se había adaptado tan bien a aquella vida que la propuesta le representó una verdadera tentación. Afortunadamente, su veneración por la Iglesia y por el Dr. Plinio ya lo habían enrolado en otra guerra más elevada…
Lo providencial del servicio militar
El Grupo del Dr. Plinio aún no presentaba el aspecto marcial que en breve lo caracterizaría. De modo que cuando Mons. João pasaba por delante del cuartel sus ojos lagrimeaban de nostalgia por aquella vida de combatividad.
Esta prueba duró aproximadamente cinco años, hasta el momento en que entró en contacto con las anotaciones de una reunión hecha por el Dr. Plinio, en la que discurría acerca de su deseo de constituir su obra como una verdadera orden de caballería, con las adaptaciones propias a los tiempos. Mucho más que una predicción, para el joven caballero aquellas palabras eran una promesa.
A partir de entonces comenzó el largo proceso que esculpiría la obra según ese molde. Se promovieron simposios que pasarían a la historia del Grupo bajo el nombre de «Itaqueras», en referencia al barrio de São Paulo donde estaba situada la casa en la que se realizaban. La disciplina que allí regía los horarios y las actividades de los jóvenes comportaba ya algo de militar, inspirada en el ejemplo de los Marines2 y en las experiencias adquiridas por Mons. João durante el período de servicio en la 7.ª Compañía de Guardias.
«Las “Itaqueras” empezaban con una reunión en la que se explicaba la importancia de la disponibilidad, la prontitud, el desapego de sí mismo y del egoísmo, y la necesidad de prepararse para los acontecimientos que el futuro traería. Luego, además de clases de catecismo, la secuencia del programa incluía debates doctrinarios y adiestramientos intelectuales o físicos, muchas veces en momentos inopinados, en los cuales se insistía especialmente en la incondicionalidad. […] Esta virtud era presentada como la cumbre del espíritu militar y la característica esencial del perfecto esclavo de María, que debería estar dispuesto a todo, en cualquier momento, sin imponer condiciones a su dedicación y obediencia».3
Según el Dr. Plinio, las «Itaqueras» constituyeron una felicísima prolongación de su sistema cotidiano de instruir: «Tenía el valor de la seriedad, en el reconocimiento de la insuficiencia del hombre y, por tanto, de la necesidad de un método. Y esto ocurre también en la formación de la voluntad: es la resolución de adquirir reflejos, de volverse flexible, rápido, decidido, de “desembobarse” y de ser capaz de sacrificios de toda especie».4
Instituciones con acentuada nota caballeresca
De ahí en adelante aparecería dentro del movimiento una serie de símbolos e instituciones con acentuada nota caballeresca. Surgiría la capa roja, el paso de marcha, con su carácter firme y elegante, el hábito…
En particular, cabe señalar la fundación del Éremo de São Bento, en el que debería florecer un carácter espiritual, una escuela de pensamiento y una mentalidad propias, capaces de formar al esclavo de María, guerrero y monje, al apóstol de los últimos tiempos de los que habla San Luis Grignion de Montfort. Este pequeño puñado sería la matriz de algo que esparciría el buen olor de Nuestro Señor Jesucristo por toda la faz de la tierra.
Mons. João transfirió a la obra del Dr. Plinio la experiencia militar que había adquirido en el ejército, a fin de constituir la orden de caballería tan soñada por su padre y fundador
Tras el fallecimiento de su maestro y guía, Mons. João logró hazañas aún mayores: la creación de un ejército de doncellas y un batallón de sacerdotes, enriqueciendo la admirable simbiosis entre caballería y religión, a través de la cual ambas brillan inseparables, ya sea en el esplendor de las ceremonias, ya sea en el calor de los púlpitos, o incluso en la reservada lealtad de los confesionarios.
En resumen, podemos aplicar a Mons. João algunas palabras del Dr. Plinio sobre su obra, pues fue a través de él que ésta se convirtió en «una versión en términos contemporáneos del espíritu del caballero cristiano de antaño: en el idealismo, ardor; en el trato, cortesía; en la acción, dedicación sin límites; en presencia del adversario, circunspección; en la lucha, altanería y coraje; y, por el coraje, ¡victoria!».
La caballería, una maravilla por completar
¿Solamente eso? ¿No hablaba el cardenal Rodé, en el discurso mencionado antes, de una caballería nueva? ¿Qué hay de verdaderamente inédito en la obra de Mons. João para convertirla no en una reedición de instituciones del pasado, sino en algo que apunta al futuro?
«No es bueno que el hombre esté solo» (Gén 2, 18). Este versículo del primer libro de la Revelación expresa una regla de la «arquitectura» divina en el universo: Dios quiso que algunas de las realidades más sublimes sólo alcanzaran su plenitud unidas a otras.
Así, al analizar la historia de la caballería, se tiene la impresión de estar ante una ojiva que aún espera recibir su piedra angular. Eminentes epopeyas como las de San Luis Rey, Balduino IV de Jerusalén o Santa Juana de Arco emergen aquí y allá como clarinadas prenunciadoras en una melodía en compás de espera, que se alza en el deseo de besar el Cielo.
Por otro lado, los innumerables episodios de apariciones angélicas en las guerras, desde el misterioso «general del ejército del Señor» (Jos 5, 14) visto por Josué en vísperas de la invasión de Jericó, o el jinete de blanco blandiendo armas de oro colocado al frente de los Macabeos (cf. 2 Mac 11, 8), hasta las cargas celestiales narradas en las crónicas medievales, sugieren que hay una reciprocidad, una especie de afán de lo alto de unirse a la caballería de los hombres.
En la milicia del León de Judá, ángeles y hombres comparten idéntico escenario de batalla y cierran filas a una misma carga, tienen en común las armas, el combate y la gloria
Uno de los primeros símbolos de la Orden de los Templarios —dos caballeros que comparten la misma montura— parece ser la expresión heráldica de ese anhelo del universo de una unión que sólo se realizará en plenitud al final de los tiempos, cuando Jesucristo, Caballero divino de espada entre los labios, descienda de los Cielos acompañado por aquellos que el Apocalipsis denomina, sin distinción entre ángeles y hombres, los «ejércitos celestes» (19, 14).
Sí, en la milicia de los seguidores del León de Judá, criaturas angélicas y humanas comparten idéntico escenario de batalla, cierran filas a una misma carga, en definitiva, tienen en común las armas, el combate y la gloria.
Cómo no ver la coincidencia entre esta realidad y el deseo de Mons. João por sacralizar en estándares militares, hasta el mínimo detalle, el apostolado y la vida de los Heraldos del Evangelio. No escondamos la lámpara debajo del celemín: se trata de una táctica de combate espiritual. Y, gracias a ella, se configuraron los inicios de una auténtica caballería angelical.
¿Qué más decir? ¿Con qué condecoración debemos galardonar a este caballero que hizo de su vida entera una epopeya en pro de la fe? El cardenal Franc Rodé, cuyas palabras recordamos una vez más, parece haber encontrado una fórmula feliz: «Gracias, monseñor, por su noble compromiso, gracias por su santa audacia, gracias por su amor apasionado por la Iglesia, gracias por el espléndido ejemplo de su vida. ¡Eres de la estirpe de los héroes y de los santos!». ◊
Notas
1 SAN BERNARDO DE CLARAVAL. «De laude novæ militiæ», n.º 1. In: Obras completas. 2.ª ed. Madrid: BAC, 1993, t. I, p. 496.
2 United States Marine Corps es una rama de las Fuerzas Armadas estadounidenses que actúa como estructura anfibia en operaciones navales. A finales de la década de 1960, cayó en las manos de Mons. João una revista que traía un reportaje acerca de esa tropa de élite, que le sirvió de inspiración para las «Itaqueras».
3 CLÁ DIAS, EP, João Scognamiglio. El don de sabiduría en la mente, vida y obra de Plinio Corrêa de Oliveira. Cità del Vaticano-Lima: LEV; Heraldos del Evangelio, 2016, t. IV, p. 364.
4 Idem, p. 365.