Beato Francisco Palau: «Mis relaciones con la Iglesia» – El verdadero rostro de la Iglesia

Embebidos de amor filial, somos llevados a suplicar, parafraseando al apóstol San Felipe: «Señor, muéstranos la gloria de nuestra madre, la Iglesia, y nos basta».

Prefigurada por el pueblo elegido en el Antiguo Testamento, la Iglesia fue instituida por Nuestro Señor Jesucristo en la plenitud de los tiempos, para perpetuar su presencia entre los hombres y conducirlos así a la salvación. Originaria del griego εκκλησία — ekklēsía—, la palabra iglesia significa convocación o asamblea.

En este sentido, mucho más que una mera estructura material o jurídica, la Iglesia es una realidad viva. De ahí que la veamos representada unas veces como la viña o el campo del Señor (cf. 1 Cor 3, 9; Mt 21, 33-43), otras como el rebaño del que Cristo es el Buen Pastor (cf. Jn 10, 11-16), pero también como un edificio espiritual construido con piedras vivas: la Jerusalén celestial (cf. 1 Pe 2, 5; Ap 21, 9-14).

Considerando la dimensión «personal» de la Santa Iglesia, es natural preguntarse: ¿tendrá fisonomía esta venerable dama?

Sin embargo, San Pablo presenta una imagen aún más sublime. En su epístola a los colosenses, el Apóstol de las gentes afirma que Jesús es «la cabeza del cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1, 18). Y tan estrecho es el vínculo entre el divino Salvador y la institución por Él fundada que, como enseña Santo Tomás de Aquino, «la cabeza y los miembros son como una sola persona mística».1

La Iglesia, nuestra Madre

Si, de hecho, es lícito admitir ese carácter como que personal de la Iglesia, con mayor facilidad le añadiremos también su carácter materno. En efecto, por las aguas del Bautismo nos hace nacer a la vida en Jesucristo; por la gracia de los demás sacramentos nos alimenta, fortalece y sana; y por su magisterio nos enseña las verdades eternas. Además, esta visualización se ve reforzada por la tradición católica, que desde hace siglos acostumbra a referirse a la Esposa Mística del Redentor con la expresión Santa Madre Iglesia.

Teniendo en cuenta esa dimensión «personal» y materna de la Jerusalén celestial, es natural preguntarse: ¿tendrá fisonomía esta venerable dama? ¿Cuál será? Embebidos de amor filial, somos llevados a suplicar, parafraseando al apóstol San Felipe: «Señor, muéstranos la gloria de nuestra madre, la Iglesia, y nos basta» (cf. Jn 14, 8).

Ése fue el ardiente deseo que llevó a un joven catalán a ingresar en el convento carmelita de Barcelona en 1832.

Apasionado por la Iglesia de Cristo

Nacido en el seno de una familia fiel al altar y al trono, Francisco Palau y Quer vino al mundo el 29 de diciembre de 1811, en la pequeña localidad de Aitona, cercana a los Pirineos. Habiendo recibido una educación religiosa ejemplar, no tardó en formular su propósito de entregarse al servicio divino.

En 1828 entró en el seminario diocesano de Lérida y estudió allí hasta los 21 años, cuando, discerniendo en sí la vocación carmelita, fue admitido en el noviciado del convento de Barcelona. En noviembre de 1833 profesó los votos religiosos, recibiendo poco después las órdenes menores.

Ahora bien, una pasión especial lo impelía hacia los caminos de la vida consagrada: «Separado del mundo, retirado en el convento, pregunté por la cosa amada, la busqué. […] La buscaba en las austeridades de la vida religiosa, en el ayuno, en el silencio, en la pobreza; la busqué y ¡la encontré…! ¡Vi a mi amada y me uní con ella en fe, en esperanza y amor! Su presencia satisfizo mi pasión y con ella yo era feliz, su belleza me bastaba. Dios y el prójimo, o sea, la Iglesia Católica se me apareció tan bella como una divinidad».2

Cautivado, pues, por la belleza sobrenatural de la Esposa Mística del Salvador, el joven carmelita hizo de su amor por ella la razón de su existencia. Sin embargo, la Providencia no tardó en poner a prueba su fidelidad a su amada, permitiéndole ser, durante mucho tiempo, blanco de la persecución que los enemigos de la Iglesia siempre promueven en su insaciable afán de mancillarla, deformarla y, si fuera posible, destruirla.

Vida de intensas batallas y profundo recogimiento

En 1835 estalla una conflagración de carácter anticlerical en Cataluña. Dominados por un satánico furor, los revolucionarios le prenden fuego al convento carmelita de Barcelona. El Beato Palau escapa milagrosamente del atentado y se dirige a Barbastro, donde sería ordenado sacerdote al año siguiente.

A partir de entonces continuará sufriendo una serie de ataques, a menudo con intención homicida, por parte de adversarios visibles de la Iglesia de Cristo, sumados de embestidas diabólicas, y ya no podrá tener una residencia estable. Comenzó a alternar períodos de misión apostólica —como las llevadas a cabo en el territorio de las Islas Baleares—, con los de exilio —como los once años que pasó en Francia.

Sin embargo, el sacerdote carmelita nunca cedió ante las presiones de sus adversarios: por medio de la oración, del exorcismo, de la polémica y de la predicación, sostuvo una batalla sin cuartel.

El amor a la Iglesia era la razón de su existencia, y la veía bajo la forma de una doncella, con la que mantenía sentidos coloquios

Entre las numerosas iniciativas apostólicas que llevó a cabo destaca el boletín El Ermitaño, donde, además de increpar los pecados de su tiempo, registraba cierto número de sus experiencias místicas, algunas de las cuales, en el contexto de revelaciones privadas, pueden considerarse verdaderas profecías.

La fuerza de este indómito luchador procedía de sus frecuentes meditaciones y su asiduo recogimiento. De vez en cuando se dirigía a un islote rocoso del Mediterráneo y pasaba allí días enteros en soledad. Estos retiros en la isla de Es Vedrá resultó en un gran número de contactos sensibles entre el Beato Palau y la Jerusalén celestial. En 1860, su amada comenzó a aparecérsele en forma de doncella con la que mantenía conmovedores diálogos, como relata en su obra póstuma Mis relaciones con la Iglesia.

Finalmente, informado de que una epidemia asolaba su región natal, se apresuró a administrar los sacramentos a los enfermos. Su salud, no obstante, ya quebrantada por las incesantes actividades y las prolongadas penitencias, sufrió un golpe decisivo en el ardor de esa misión. Llegado a Tarragona el 10 de marzo de 1872, el paladín de la Santa Iglesia entregó su alma a Dios el día 20. Había pasado toda su vida en combate por aquellos a quienes tanto amaba: Dios y el prójimo.

Reconocida la ortodoxia de sus escritos y la santidad de su vida, fue beatificado el 24 de abril de 1988.

Beato Francisco Palau; no fundo, Ilha de Es Vedrá, Ibiza (Espanha)Beato Francisco Palau; de fondo, islote de Es Vedrá, Ibiza (España)

Divina didáctica

Vistos algunos rasgos biográficos del Beato Palau, podemos pasar a considerar sus místicas relaciones con la Santa Iglesia.

Al mismo tiempo que el divino Redentor le hacía penetrar en el misterio de su unión con los hombres manifestado en su Esposa Mística —a quien había buscado desde su juventud—, el alma del santo carmelita ansiaba cada vez más contemplar su verdadera fisonomía. Y el Señor atendió ese noble deseo con refinamientos de sutileza y —por qué no decirlo— de didáctica.

En efecto, al ser una realidad espiritual sublime, la Iglesia supera la capacidad de comprensión humana. Por eso muchas de sus perfecciones le fueron presentadas al beato en la persona de distintos personajes de la historia sagrada. A continuación, enumeraremos algunos de ellos.3

Figuras vivas de la esposa del Cordero

En marzo de 1865, el carmelita fue a la isla de Ibiza para predicar una misión. Pensando que estaba solo, se sorprendió al toparse con una hermosa joven vestida de pastora. Sorprendido, el beato le preguntó por su identidad.

Yo soy Raquel —le respondió ella.

Reconociendo en la hija de Labán (cf. Gén 29, 5-10) la figura de su amada, el sacerdote le indagó:

Cuando me veas solo, ¿estarás conmigo?

A la respuesta positiva, la pastora añade:

Y también cuando estés en compañía, porque yo soy los prójimos unidos entre sí por amor, bajo Cristo, mi cabeza; y cuando estás con ellos estás conmigo, y yo en ti.

Alegoría de la Iglesia – Museo de l’OEuvre Notre-Dame, Estrasburgo (Francia)

Una vez más, le preguntó el misionero:

—Cuando estoy solo, ¿quién eres tú, oh amabilísima compañera?

Yo soy entonces la congregación de todos los ángeles y santos del Cielo y de la tierra bajo Cristo, mi cabeza.

De hecho, la joven cumplió su promesa. Durante una misión, el día 2 de abril, el P. Palau se encontró nuevamente ante la misma doncella, que le dijo:

—Yo soy la hija de Labán, y esas gentes que corren tras de ti […] son el ganado que apaciento en los bosques de ese mundo.

El 3 de marzo de 1866, el beato se encontraba en las ruinas de un castillo, cuando se topó con la figura de Ester, que representaba la potestad regia de la esposa de Cristo. Después de hacerle varias comunicaciones sobre la Orden de Nuestra Señora del Carmen, para los últimos tiempos, la soberana afirmó:

Sobre las ruinas del imperio infernal yo me levantaré en gloria, y en las ruinas de mi santuario yo edificaré mi alcázar imperial con una gloria cual nunca la haya tenido sobre la tierra.

A través de figuras emblemáticas del Antiguo Testamento, quiso la Providencia revelarle al P. Palau las perfecciones de la esposa del Cordero

En los días siguientes, la Iglesia volvió a dirigirse al P. Palau, esta vez en la figura de la jueza que lideró a los hijos de Israel en la guerra contra Jabín y su general Sísara (cf. Jue 4).

La dama le dijo:

Yo soy Débora. ¡Muera Jabín y Sísara, abajo los demonios! Como Sísara fue clavado en tierra por un clavo por manos de Jahel, así Belcebú y sus príncipes caerán a mis manos y van a ser lanzados al abismo.

Y agregó:

Presenta en mi nombre sobre el altar por precio de redención el cuerpo y sangre de Jesús, mi Esposo, y lanza al infierno los demonios, porque en la batalla han sido derrotados y vencidos.

Por medio de estas figuras, la Providencia quiso revelarle al Beato Palau las perfecciones de la esposa del Cordero. Otros aspectos de ella se mostraron personificados igualmente en Rebeca, que con ternura y habilidad favoreció a Jacob (cf. Gén 27, 6-29); en la casta viuda Sara, que tuvo siete maridos asesinados por Asmodeo y que finalmente pudo casarse tras encontrar un varón puro y digno, Tobías (cf. Tob 3, 8); y también en la terrible Judit, que le cortó la cabeza al impío Holofernes (cf. Jdt 13, 3-11).

María Santísima: el modelo perfecto

Sin embargo, aunque fueran auténticas imágenes de la Iglesia, estas damas la representaban parcial e imperfectamente. Era necesario que el P. Palau conociera a la única criatura capaz de contener en sí la totalidad de las perfecciones morales de la esposa de Cristo.

Una noche, mientras se encontraba en el monte Vedrá, el sacerdote carmelita percibió, de forma confusa y velada, la presencia de su amada bajo la forma de una figura hasta entonces desconocida.

¿Cuál es tu nombre? —le preguntó él.

Yo soy María, la Madre de Dios.

«Dicho esto, se abrieron los cielos, se desvanecieron las sombras y figuras», narra el beato. Durante el diálogo, la Virgen Santísima le aseguró que en adelante sería en Ella donde el carmelita contemplaría la Iglesia, aunque sus otras imágenes seguirían visitándole.

Efectivamente, al cabo de un tiempo Rebeca apareció nuevamente, explicándole los motivos del cambio:

Las demás mujeres y yo representamos la Iglesia muy imperfectamente; y en los principios convenía para tu bien que fuésemos Judit, Raquel, Ester, Débora, yo, y otras las que en ti empezáramos la obra. Ahora ya crees y por tu fe puedes ver otra cosa más perfecta. […] María Virgen es el único tipo, la única figura que en el Cielo representa con más perfección la Iglesia santa, porque criada y formada para este fin, es, tanto en el orden moral y espiritual como en el físico y material, la obra más acabada y perfecta de la sabiduría y omnipotencia de Dios.

Nuestra Señora de las Virtudes – Casa del Beato Palau, Aitona (España)

Años más tarde, el beato explicaría esta realidad con las siguientes palabras: «Sólo María, Madre de Dios fue virgen y madre; y en estas perfecciones es la sola que nos figura la pureza, virginidad y maternidad de la Iglesia. Esta es virgen, porque en su concepción, en sus partos, obra en ella el Espíritu Santo; es madre fertilísima que cuenta por hijos todos los preordenados para la gloria».

Iglesia santa, católica, apostólica… ¡y marial!

Impresiona constatar la armonía existente entre los escritos del Beato Palau y las enseñanzas del magisterio eclesiástico. De hecho, reconociendo a Nuestra Señora como «tipo y ejemplar acabadísimo»4 de la esposa mística de Cristo, el Concilio Vaticano II afirma: «En el misterio de la Iglesia, que con razón es llamada también madre y virgen, precedió la Santísima Virgen, presentándose de forma eminente y singular como modelo tanto de la virgen como de la madre».5

Sólo María puede representar con perfección la Iglesia santa, porque es la obra más acabada de la sabiduría y de la omnipotencia de Dios

A su vez, el Catecismo de la Iglesia Católica6 recuerda que la Madre de Dios representa a la Iglesia no sólo en lo que es, sino en lo que será; en otras palabras, reconoce que el Cuerpo Místico de Nuestro Señor, a través de un crecimiento continuo en gracia y santidad, alcanzará su plenitud cuando se asemeje enteramente a la Inmaculada.

En este sentido, haciendo nuestros los ardientes deseos del Beato Palau por la glorificación de la Iglesia, hemos de preguntarnos: ¿cuándo la humanidad tendrá la dicha de contemplar, en la esposa mística de Cristo, la fisonomía de la Madre de Dios?

San Luis María Grignion de Montfort profetiza una era en la que «las almas respirarán a María tanto como los cuerpos respiran el aire».7 Sin duda, cuando esto suceda, podremos referirnos a la Iglesia no sólo como una, santa, católica y apostólica, sino también como marial. Será entonces el gran Nunc dimittis de las almas fieles: «Ahora, Señor, puedes dar por concluida la historia, pues todas las glorias de tu esposa han sido plenamente manifestadas». ◊

 

Notas


1 SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. III, q. 48, a. 2, ad. 1.

2 BEATO FRANCISCO PALAU Y QUER. «Mis relaciones con la Iglesia». In: Obras selectas. Burgos: Monte Carmelo, 1988, p. 350.

3 Los hechos narrados a continuación, así como los diálogos reproducidos, han sido tomados de la obra Mis relaciones con la Iglesia, citada anteriormente.

4 CONCILIO VATICANO II. Lumen gentium, n.º 53.

5 Idem, n.º 63.

6 Cf. CCE 972.

7 SAN LUIS MARÍA GRIGNION DE MONTFORT. «Traité de la vraie dévotion à la Sainte Vierge», n.º 217. In: Œuvres Complètes. Paris: Du Seuil, 1966, p. 634.

 

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