La segunda Persona de la Santísima Trinidad se encarnó para manifestar su amor por los hombres, prodigándoles los tesoros infinitos de su Sagrado Corazón. Y, por si fuera poco, a lo largo de la Historia suscita almas escogidas de las cuales hace receptáculos vivos de ese amor misericordioso, a fin de recordarle a la humanidad la infinita ternura de un Dios siempre dispuesto a perdonar y restaurar.
Dichas almas, verdaderas amigas del Corazón de Jesús, son llevadas hasta un apogeo de relaciones sobrenaturales con el Salvador. Sin embargo, se les exige cúspides de sufrimiento y abandono a la voluntad divina. Les corresponde, en suma, realizar el aforismo que el propio Maestro divino enseñó: «Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos» (Jn 15, 13).
Conozcamos, mediante estas líneas, a una de esas almas predilectas.
La aurora de una vocación
Iba ya avanzada la hora aquel 11 de febrero de 1876, fiesta de la primera aparición de Nuestra Señora de Lourdes. En la casa de la familia Joubert, situada en la meseta del Alto Loira, se habían congregado parientes y amigos para celebrar un nacimiento. En mitad de la conmemoración un misterioso y alegre carillón se hizo oír de repente, repicando sin cesar durante varios minutos. Desconociendo el origen de ese sonido, todos se preguntaban qué relación tendría con el bebé recién nacido. El futuro lo diría…
Desde temprana edad, la niña mostró una índole alegre, pero tranquila. Con 5 años dejaba el cuidado paterno para ser educada en el pensionado de las Ursulinas de Monistrol-sur-Loire, cuya rígida disciplina y austeras abstinencias fueron celosamente observadas por la joven interna. En la convivencia con las demás siempre buscaba el último lugar y a menudo recibía más reproches que elogios. En otro colegio en el que estudió, una de sus profesoras, para templar su carácter, le acusaba de faltas que no había cometido. Sin embargo, asumía la culpa y no permitía que las amargas decepciones turbaran el cielo de su cándida alma.
Esos pequeños sacrificios, sin saberlo, la iban preparando para los grandes actos de generosidad que un día llevaría a cabo.
Modelo de piedad, virtud y modestia
Su devoción a María era notoria, como lo atestigua una de sus compañeras: «Mientras me hablaba de la Santísima Virgen, me parecía ver el Cielo en su mirada».1
Cada semana de mayo la alumna que obtuviera mejores notas solía recibir una flor. Eugenia se esforzaba con ahínco ese mes dedicado a María y tenía el gozo de poder ofrecerle cuatro hermosas flores. Aun siendo muy pequeña, cuando deseaba ardientemente una gracia, rezaba el Rosario completo durante nueve días seguidos, a los que añadía cinco sacrificios que más le costara. Y su Madre celestial siempre la atendía.
Más tarde Eugenia afirmaría: «La amo porque la amo, porque es mi Madre. Me lo ha dado todo; me lo da todo; es Ella la que quiere dármelo todo. La amo porque es toda bella, toda pura. La amo y quiero que cada uno de los latidos de mi corazón le diga: ¡Madre mía Inmaculada, sabéis muy bien que os amo!».2
Cuando terminó sus estudios regresó a la casa de sus padres, donde se entregó a diversas obras de caridad y piedad inusuales para su edad. Ora visitaba a los enfermos en el hospital de la ciudad, animándolos con su inocente entusiasmo, ora se privaba del postre para dárselo a los pobres. Se complacía conversando largamente sobre asuntos espirituales con las religiosas que se encargaban de aquel establecimiento sanitario.
Ya en esa época se aplicó también en el apostolado con los niños, enseñándoles la práctica de la oración y el catecismo mediante esa virtud que tanto les atrae y pacifica: la paciencia. Sus buenas maneras eran siempre edificantes y su modestia, perfecta.
¿Qué vendría a ser esta alma tan preservada? Era la pregunta que muchos se hacían. No obstante, procuraba abandonarse a la voluntad divina y confiaba que el Señor le mostraría el camino a seguir: «No he tomado ninguna decisión todavía; ando buscando dónde quiere Jesús que yo fije mi tienda».3 Y Él pronto se lo revelaría.
Su vocación se define
En octubre de 1893, cuanto tenía 17 años, Eugenia fue a visitar a su hermana, que había ingresado en la recién fundada congregación de las Hermanas de la Sagrada Familia del Sagrado Corazón, lo cual fue ocasión de gracias inmensas.
Encantada con el estilo de vida de las monjas, enseguida discernió el punto central de la vocación de estas religiosas: el entrañable amor que provenía de la devoción al Sagrado Corazón de Jesús, precisamente el que animaba todas sus obras de apostolado y de piedad.
¿Sería con estas hermanas donde el Señor la invitaba a «fijar su tienda»? La visita le causó una profunda impresión, como lo demuestran algunas anotaciones dirigidas a la Virgen: «Desde mi niñez, mi corazón, si bien pobre, tosco y terrenal, buscaba en vano saciar su sed. Él quería amar, pero solamente a un Esposo bello, perfecto, inmortal, cuyo amor fuera puro e inmutable».4 Así pues, al parecer había encontrado finalmente lo que andaba buscando desde hace años.
El hecho decisivo que determinó su completa entrega a Dios fue una conversación con el fundador de la congregación, el P. Louis-Étienne Rabussier, el 2 de julio de 1895. Esta fecha la recordaría hasta el final de sus días, porque las palabras del sacerdote le ayudaron sobremanera a discernir la llamada divina.
El 6 de octubre de 1895, Eugenia ingresa en la vida religiosa definitivamente. La gracia le hizo sentir la dulzura de una existencia de obediencia, pureza y sacrificio. Su alegría era enorme al «haber sido admitida en la Sagrada Familia de Jesús, María, José; en esta casa de fervor donde sólo Jesús es Rey, donde María es la Dueña de todos los corazones».5
Al despedirse de su madre, ésta le aconsejó: «Te entrego al buen Dios. No mires atrás, sino conviértete en una santa»,6 palabras que la religiosa pondría en práctica con ejemplar fidelidad.
«Vencerse hasta el final»
«Vencerse, vencerse hasta el final», fue su meta desde que era postulante. Para ello, se adentró en las vías de la perfección como un guerrero en la batalla, según se desprende claramente de un breve fragmento extraído de sus escritos: «Combatir la cobardía con la generosidad. Más amor aún. ¡Más sacrificio todavía! No mirarse a sí misma, sino mirar al Corazón de Jesús, al Corazón de María. Nada de lo que el amor exige es pequeño».7
Desde el principio mostró una profunda seriedad y madurez, que superaba lo común en las jóvenes de su edad. Un modo de ser forjado por la responsabilidad de una elevada vocación e iluminado por una concepción de la vida sin ilusiones sentimentales. Sus gestos y palabras denotaban «un alma que se aplicaba por vivir con Nuestro Señor en lo hondo de su corazón».8
No escatimaba esfuerzos para desprenderse enteramente de las criaturas, a fin de tener libre su corazón para Dios. Un día de Cuaresma, durante la cual había asumido el oficio de portera, vio que se acercaba una amiga, a la que había conocido en el pasado, y le dijo:
—Estamos en Cuaresma y no se permiten las visitas.
Tras estas pocas palabras, cerró la puerta y su amiga se alejó sin rechistar.
Atraer la mirada de Jesús por las humillaciones y la obediencia
Formaba parte de las actividades de las Hermanas del Sagrado Corazón enseñarles el catecismo a niños pobres y de escasa instrucción. En los alrededores de Le Puy-en-Velay, el resultado de este apostolado era excelente. El párroco de Aubervilliers, deseoso de verlo fructificar en los suburbios de París, un entorno hostil a la religión y muy trabajado por la propaganda socialista, apeló a la benevolencia de las religiosas.
En 1896, siete de ellas acudieron a la llamada, entre las que se encontraba Eugenia, quien hacía poco había recibido el hábito. Era una oportunidad que se le presentaba para demostrar su amor y se entregó sin reservas a esta misión durante cuatro años.
Eugenia nunca rehuía el trabajo; impartía numerosas clases a lo largo del día, llegando a perder la voz a menudo. Poseía un don especial para cautivar a los niños, principalmente a los más rudos e indomables, los cuales se volvían dóciles y afables durante sus lecciones. ¿Qué hacía? Nadie lo sabe… Su seriedad se imponía sin jactancia y su sonrisa sincera infundía confianza y respeto.
Poco a poco fue motivando la aparición de pequeños apóstoles. Una vez, uno de sus alumnos —quizá el más inquieto de todos— reunió a sus compañeros en la calle, ante un crucifijo, se subió en un banco y, alzando la voz, les preguntó:
—¿Quién clavó a Jesús en la cruz?
Como nadie contestaba, añadió:
—Fuimos nosotros los que hicimos que muriera a causa de nuestros pecados. ¡Debemos pedirle perdón!
Y los muchachos se arrodillaron para rezar el acto de contrición.
Sin embargo, en medio de las actividades apostólicas, le afligía una santa preocupación: ¿cómo unirse más al Sagrado Corazón de Jesús? La respuesta a tal cuestión no tardaría en llegar, pues pronto comenzaría una dura prueba.
Subiendo al calvario
En 1901, Eugenia regresó a la casa de la congregación a fin de continuar los estudios regulares. Durante los preparativos de la fiesta del Sagrado Corazón de 1902, sintió en su interior una ardiente invitación a estrechar su unión con Dios. Deseaba dárselo todo al Señor: su voluntad, su libertad e incluso su vida.
La noche de la fiesta, surgieron los síntomas de la enfermedad que la conduciría hasta la eternidad; el diagnóstico no se hizo esperar: tuberculosis. La joven religiosa era invitada a la inmolación de sí misma en un acto de amor y abandono. Fiel a su Amado, no rechazaría nada: «La cruz es el más precioso de todos los dones, de todas las diademas. El Señor me ama, quiere unirme a Él. Respuesta: Fiat. […] Seré su pequeña hostia y la Santísima Virgen será el sacerdote que la ofrecerá según el agrado del Señor».9
Un cambio brusco se producía en su existencia. Víctima de una dolencia que la consumía poco a poco, la laboriosidad de su vida de estudios, trabajo y apostolado dio lugar a una aparente inacción. Y a los dolores del cuerpo se le sumaron las penas del alma. ¿Soportaría el abandono interior en el que se vería? ¿Qué valor tendría su vocación si ya no poseía las fuerzas para cumplirla?
No obstante, habiendo sido siempre magnánima en las pequeñas y cotidianas obras, en el momento de la gran adversidad su generosidad superó las expectativas.
En medio de los sufrimientos, íntima unión con el Sagrado Corazón
El sufrimiento es el instrumento del que se sirve el Señor para elevar a quienes lo aman a niveles de santidad sin precedentes. Y con Eugenia no fue diferente. Sus últimos días estuvieron marcados por enormes padecimientos.
Debido a un clima más favorable, la enviaron a Lieja, donde tuvo una leve mejoría, pero pasajera. En medio del silencio y la soledad de la enfermería, Eugenia permitió que el Señor se apropiara de su alma. Sus sufrimientos no dejaron de ser recompensados con profusas gracias místicas.
De ese período datan algunos coloquios con el Señor transcritos por ella, que permiten vislumbrar el cambio que el Redentor obraba en su alma. «Hija mía, déjame hacer en tu corazón y en todo tu ser lo que yo quiero. […] Desde toda la eternidad he visto tus faltas, tus infidelidades. ¿Acaso no soy el Maestro? ¿No soy libre de amar tu miseria, tu nada? Con tal que tu nada sea obediente, sobre ella es donde siempre cimento mis obras».10
Por su parte, ella le preguntó cómo retribuirle tantas gracias y Él le respondió: «Me darás lo que yo te doy. Me amarás con mi Corazón. Obedecerás con mi voluntad. Mis deseos serán los tuyos y salvarás las almas conmigo».11
Pese a ello, arduos fueron aquellos días. «Todo está seco, frío e impotente en mi corazón. ¡Ven, Jesús, ten piedad de mí!». A lo que el Maestro le contestaba: «¿Por qué, hija mía, te parece mal lo que a mí me parece bien? La oración del sufrimiento y del sacrificio me agrada más que la contemplación».12
¡«Consummatum est»!
El 18 de junio de 1904, Eugenia cayó en cama para no levantarse nunca más. Las hemoptisis eran continuas. En cada ataque de tos no dejaba de murmurar: «Todo por ti, todo por ti…».
El día 26 empeoró su estado y le administraron la Unción de los Enfermos. La intensidad de los dolores no entibió su ánimo ni turbó su esperanza. Uno de los testigos de esos momentos escribiría con admiración: «Nuestra querida hermanita está encantadora en su lecho de sufrimientos. La paz, la alegría, irradian a su alrededor».13
Otro de los presentes la animaba a que uniera sus sufrimientos a los de la Pasión de Jesús, a lo que respondió: «Lo hago sin cesar en mi corazón. Sufrir sin el buen Dios, ¡no podría!».14
El 2 de julio, después de rezar algunas oraciones, Eugenia preguntó la hora. Eran las diez de la mañana. La respuesta hizo que entreabriera una enorme sonrisa: era exactamente el día y la hora en que, hacía nueve años, había escuchado el llamamiento divino de consagrarse a la vida religiosa.
Los dolores de la agonía se intensificaron y su vida parecía estar prendida de un hilo, que insistía en no romperse. Entre terribles crisis de asfixia, decía casi sin voz: «Ya no puedo más… ¿Cuándo vendrá Él?». Nuestro Señor le exigía hasta la última gota de sufrimiento.
Finalmente, besando piadosamente un crucifijo y pronunciando tres veces el nombre de Jesús, la religiosa de 28 años exhaló el último suspiro, entregando su alma a aquel del que se había hecho íntima amiga. Era el primer viernes de mes, día dedicado al Sagrado Corazón de Jesús.
Su vida, a primera vista simple y discreta, pero impregnada de gracias místicas y actos de insigne virtud, revela el profundo misterio de amor que envuelve el Sagrado Corazón de Jesús. Al ser Dios, todo lo posee y todo lo puede. Sin embargo, desea almas que lo consuelen y en las cuales pueda derramar su bondad, almas que sean sus amigas y estén dispuestas a la entrega completa de sí mismas.◊
Notas
1 UNE ÉPOPÉE DE VAILLANCE. La Servante de Dieu Sœur Eugénie Joubert. Liège: Saint-Gilles, 1927, p. 9.
2 Ídem, p. 40.
3 Ídem, p. 17.
4 Ídem, p. 20.
5 Ídem, p. 24.
6 Ídem, p. 25.
7 Ídem, p. 32.
8 Ídem, p. 27.
9 Ídem, pp. 72-73.
10 Ídem, pp. 77-78.
11 Ídem, p. 79.
12 Ídem, p. 80.
13 Ídem, p. 105.
14 Ídem, p. 106.