Con motivo de la Gran Guerra, Europa puso en marcha sus fuerzas armadas, entre las que, por su alto potencial, destacaba el ejército alemán.
Las circunstancias en las que se desarrolló la contienda obligaron a los ejércitos rivales a mantener sus pelotones atrincherados en territorio francés durante largos meses. Y ante la ardua necesidad de defenderse, reclutaron para combatir en estos frentes a todos los hombres con capacidad para luchar, lo que incluía un elevado número de estudiantes universitarios y recién graduados e incluso seminaristas.
El P. Pablo Forster, misionero redentorista natural de Landshut (Alemania), fue uno de esos reclutas de la nación germánica. Sintiéndose llamado al sacerdocio, había ingresado muy joven en el seminario de la Orden y estaba ansioso por terminar sus estudios cuando, bruscamente, la Providencia cambió el rumbo de su vida…
Al encuentro con la muerte
A la edad de 26 años había sido convocado para la guerra junto con dos compañeros suyos, también seminaristas, y el 30 de diciembre de 1914 la compañía en la que se había alistado recibió la orden de marchar al frente. Todos sabían muy bien que aquel viaje significaba ir al encuentro con la muerte, pues eran pocas las probabilidades de escapar con vida de las trincheras. En el tosco tren que los transportaba, los tres amigos se vieron por última vez.
Meses después de su ingreso en la guerra, los dos colegas de Pablo dieron sus vidas en medio de un duro combate en campo raso. En cuanto a él, no obstante, un designio especial parecía envolverlo. En realidad, poseía algo muy precioso que ciertamente atraía sobre su persona la mirada de la Providencia: una profunda devoción a la Virgen.
Forster se confiaba de manera incesante al socorro materno de María, como lo demuestra un piadoso poema que compuso en mayo de 1915, cuando había sido enviado a un puesto especialmente arriesgado:
Si tengo que dar la vida,
por mi patria en el mes de mayo,
al destello de un crepúsculo;
a ti ya pertenezco, muriendo.
¡Oh María, Madre mía!
Exclamaré ya herido mortalmente.
Bañado en rubra sangre,
el corazón de un hijo tuyo se ha ido.
Entonces me llevarás contigo,
pues a ti pertenezco como nadie más.
Incluso lejos de tu cuadro,
tú estarás siempre cerca de tu guerrero.1
Bajo la protección de su Madre celestial, y contra toda expectativa, el joven seminarista pasó la guerra casi incólume, porque, según sus palabras, una «mano invisible»2 desviaba las balas en otra dirección… Delicada, afable, pero poderosa como un ejército en orden de batalla (cf. Cant 6, 10), esa mano realizó verdaderos prodigios a su favor, alguno de los cuales serán narrados en las líneas que siguen.
El poder del Rosario en la hora del peligro
Un día, cuando apenas estaba amaneciendo, hubo un encarnizado enfrentamiento con los franceses, que acabó en un intenso fuego de cañones revólveres, dirigido precisamente contra el ala donde se encontraba Pablo. Junto a él, muchos fueron heridos de muerte, en la cabeza o en el pecho. «Nunca olvidaré», cuenta, «el penetrante ruido de una bala atravesando la frente de mi vecino. Yo ocupaba la misma posición elevada que el resto de mis compañeros. No sé cómo logré salir ileso».3
A la mañana siguiente de la terrible pelea, el batallón fue llamado a revista; sin embargo, al ser nombrados, muchos no respondieron… «Tan sólo un bendecido sentimiento se apoderó de todos: la convicción de haber escapado a tremendo peligro. Yo, sobre todo, tenía un motivo especial para ser agradecido para con Dios y su Madre Santísima»,4 reconoce el seminarista soldado.
Otra milagrosa protección le salvaría aún la vida poco tiempo después. Lo destinaron como centinela de observación durante un bombardeo enemigo. Tenía que estar seis horas seguidas casi a merced de los franceses… Sobre su cabeza zumbaban horriblemente granadas y metralla: «El estruendo era incesante, la explosión a mi alrededor, continua. […] Finalmente empecé a rezar el Rosario, encomendándome con insistencia a la protección de la Madre de Dios. Explosiones en las cercanías me interrumpían con frecuencia».5
De pronto, se le ocurrió cambiar de posición y avanzó unos veinticinco metros. Se detuvo en un sitio desde donde podía ver mejor el daño que sus compañeros le causaban al enemigo. No pasó mucho tiempo y tres potentes granadas explotaron dentro de la trinchera alemana, muy cerca del lugar que había abandonado minutos antes… ¡La zanja entera acabó soterrada! Ante tan impactante hecho, algunos le atribuyeron una enorme suerte; pero él sabía con toda seguridad de donde le había venido la protección: «Me acordé de mi Rosario».6
Apuntado por los fusiles enemigos
Humilde y confiado en el auxilio celestial más que en sus fuerzas, armas y destreza, Pablo confiesa que durante su participación en la guerra, numerosas veces ya no contaba con salvar su vida. Y añade: «Siempre, no obstante, a última hora encontraba una puerta abierta. Siempre la bala que me apuntaba erraba su objetivo…».7
Un impresionante hecho ocurrió cuando su destacamento tuvo que atacar una trinchera enemiga. Prosigue su narración: «Yo acometí por la derecha. Inmediatamente a mi izquierda el teniente Dickmann ajustó su ametralladora y empezó a traquetear. Pero el fuego en la salida del cañón despertó la atención del enemigo, que respondió con disparos cerrados de sus metralletas. Las balas golpeaban, con furia, en el antepecho de acero. Una bala, sin embargo, encontró una apertura en el escudo, punto de mira, y mató instantáneamente al oficial. La ametralladora se calló. Entonces los fusiles enemigos me apuntaron. Las salvas eran para mí y para mi compañero, Juan Teufelhart, un joven voluntario de guerra. En un instante el pobre yacía en el suelo con veinticuatro balas en el cuerpo. […] A mí no me pasó nada…».8
Confianza puesta a prueba
Acunado en los brazos de María, Forster pasó aún por otras ocasiones de peligro, hasta que, como suele ocurrir con todos los que deciden entrar por la puerta estrecha del Reino de los Cielos (cf. Lc 13, 24), su confianza fue puesta a prueba.
Durante un asalto a un fortín enemigo, una granada estalló a veinte metros de distancia de donde Pablo se encontraba. Sintió un brusco golpe en su mano derecha y, a continuación, la sangre corriéndole por el brazo… Era un fragmento de metal de seis centímetros que se le había incrustado en la palma de la mano, cortándole los tendones y nervios de los tres primeros dedos. Éstos pronto enrigidecieron y se hincharon.
Enviado al puesto de socorro, el médico jefe pensó que era mejor dispensarlo del campo de batalla y enviarlo de vuelta a su patria, donde sería tratado. ¡Inmensa alegría! No obstante, una gran prueba… ¿Habría alguna posibilidad de que su mano volviera a estar sana como antes? Si no, lo cual era casi una evidencia, ¿cómo podría ser ordenado sacerdote? En aquel tiempo, tal minusvalía constituía un impedimento canónico para ello.
De hecho, el accidente tuvo como consecuencia que los músculos de los dedos pulgar, índice y medio se contrajeran y, al no poder ser suturados, terminaron perdiendo flexibilidad… El celo por su vocación, sin embargo, y su fidelidad a la Virgen lo impulsaron a un supremo acto de confianza: apelar a Roma.
Cuando acabó la guerra, Pablo se presentó ante el nuncio Eugenio Pacelli, futuro Papa Pío XII, que entonces residía en Múnich, en busca de una dispensa para ser ordenado. Al principio, el prelado no le dio muchas esperanzas, pero luego la autorización le fue otorgada y la confianza del seminarista, ¡recompensada!
De por vida, el P. Forster guardó profunda y cariñosa gratitud para con su Madre celestial, tratando de confesarla siempre ante Dios y los hombres.9
«¡Madre mía, ayúdame!»
«¡De mil soldados no teme la espada quien lucha a la sombra de la Inmaculada!», canta el inmortal himno de las Congregaciones Marianas. En efecto, ¿qué pueden las fuerzas humanas contra aquellos a quienes Nuestra Señora les protege?
Atraída sin duda por la vocación sacerdotal de Pablo, pero también por la filial confianza que este joven le profesaba, la Santísima Virgen obró a su favor grandes cosas. Ahora bien, Ella no dejará de hacer lo mismo también por cada uno de sus hijos e hijas que supieren recurrir a su materna intercesión.
Bajo el fuego de nuestros enemigos, sean terrenales o infernales, no dudemos, por tanto, en exclamar con fe ardiente y sencillez de corazón: «¡Madre mía, confianza mía, ayúdame!». ◊
Notas
1 FORSTER, CSsR, Paulo. Diário de guerra. Minha participação na Guerra Mundial. São Paulo: [s.n.], 1965, p. 90.
2 Ídem, p. 138.
3 Ídem, p. 71.
4 Ídem, p. 73.
5 Ídem, p. 74.
6 Ídem, p. 75.
7 Ídem, p. 137.
8 Ídem, p. 138.
9 Uno de sus gestos de gratitud figura en la sala de los milagros del Santuario Nacional de Aparecida: habiendo ido como misionero a Brasil, el P. Pablo Forster depositó allí una condecoración militar que había recibido, acompañada de una enternecedora dedicatoria a su Madre y protectora, la Virgen María.