Ayuno y abstinencia

La Iglesia, incumbida por el Salvador de llevar a los hombres al Cielo, dispone sabias reglas para el ayuno prescrito por Nuestro Señor Jesucristo. ¿Cuáles son?

Interrogado a propósito de por qué sus seguidores no hacían ayuno, como los de San Juan Bautista y los de los fariseos, Nuestro Señor Jesucristo afirmó: «¿Es que pueden guardar luto los amigos del esposo, mientras el esposo está con ellos? Llegarán días en que les arrebatarán al esposo, y entonces ayunarán» (Mt 9, 15).

De hecho, con la partida de Jesús hacia la eternidad, los discípulos empezaron a ayunar, pero de un modo distinto al de los fariseos. «Cuando ayunéis», les había dicho el divino Maestro, «no pongáis cara triste, como los hipócritas que desfiguran sus rostros para hacer ver a los hombres que ayunan. […] Tú, en cambio, cuando ayunes, perfúmate la cabeza y lávate la cara» (Mt 6, 16-17).

Teniendo en vista esta enseñanza, la Iglesia, incumbida por el Salvador de llevar a los hombres al Cielo, estableció reglas para el ayuno y para la abstinencia. ¿Y cuáles son? Antes de responder, consideremos el significado más profundo de esta costumbre tan antigua como la religión.

¿Por qué se ayuna?

El ayuno no es más que la privación voluntaria de alimentos —comer menos o no comer nada—, práctica diferente de la abstinencia, que implica la privación de determinados tipos de alimentos, pero sin tener que reducir necesariamente su cantidad. Por ejemplo, alguien puede abstenerse de carne, pero no ayunar. Ambas cosas, no obstante, son formas de mortificación.

Santo Tomás de Aquino1 explica que, para que el ayuno sea un acto de virtud, es necesario practicarlo con vistas a un fin sobrenatural; ayunar por vanidad no tiene mérito ante Dios… Cuando el hombre ayuna por una finalidad religiosa, lo mueve sobre todo la compenetración de que se encuentra en una tierra de exilio y que su verdadera patria es el Cielo. Ahora bien, para llegar hasta allí hay que tener los ojos puestos en la vida futura, echándole poca cuenta a los bienes terrenos.

Además, también existen objetivos más específicos por los cuales se debe ayunar: para contener la concupiscencia de la carne, elevar más libremente el alma a la contemplación de realidades sublimes y reparar nuestros pecados. Cada uno, por razón natural, está obligado a ayunar tanto como sea posible para alcanzar dichos objetivos. Por eso el ayuno se incluye entre los preceptos de la ley natural.2

Sin embargo, le corresponde a la autoridad eclesiástica definir el tiempo y el modo del ayuno, según las conveniencias y la utilidad del pueblo cristiano, lo que constituye precepto positivo.3 Siendo así, la Iglesia tiene el derecho y el deber de prescribir normas para el ayuno de los fieles, de acuerdo con las necesidades y posibilidades de cada época y conjunto de individuos. Veamos entonces, resumidamente, cómo se ayunó a lo largo de los siglos.

Sublimación de una costumbre hebrea

Así como la flor brota del capullo, la Iglesia proviene de la sinagoga. Por esa razón en los primeros tiempos del cristianismo se adoptaban las costumbres del ayuno hebreo. No obstante, esa praxis no tardó en sufrir ciertas adaptaciones.

En las semanas que precedían a la celebración de la Pascua —principal fiesta litúrgica desde el Antiguo Testamento—, se instituyó un período de ayuno preparatorio, que se fijó enseguida en cuarenta días. Eran los comienzos del Tiempo de Cuaresma, ya en el siglo I. Posteriormente, en muchas comunidades se estableció el hábito de intensificar el ayuno durante la Semana Santa, especialmente el Viernes Santo.

El ayuno y la abstinencia en esa época eran practicados más rigurosamente por medio de la xerofagia, «que consistía en comer, una vez que el sol se había puesto, comidas secas, con exclusión de verduras y frutas frescas. Si bien que la forma ordinaria era tomar la única comida después de la puesta del sol, con exclusión de carne, lácteos, huevos y vino. Una forma más suave (semiayuno) era anticipar la única comida a las tres de la tarde, como en Occidente se hacía los miércoles y viernes y, a veces, el sábado, en los primeros siglos del cristianismo».4

Con el paso de los años, los días de penitencia fueron aumentando y en la Edad Media —cuando por primera vez las leyes eclesiásticas comenzaron a prescribir la abstinencia—, además de la Cuaresma eran días de abstinencia todos los viernes y sábados del año, las cuatro témporas5 y las vigilias de ciertas fiestas litúrgicas.6

Época de mitigaciones y dispensas

Después de ese período comenzó lo que algunos han definido como «la época de la mitigación y las dispensas», los tiempos modernos, en los que paulatinamente se eximían las exigencias de eras anteriores, así como se consolidaba una refacción por la tarde, además de la comida principal, costumbre que data de finales de la Edad Media.7

Más cercano a nosotros, a inicios del siglo pasado, solía haber tres comidas: la parvedad —desayuno—, la colación, que era algo más sustanciosa, y la comida principal. Estas dos últimas se podían tomar, o bien a la hora del almuerzo, o bien en la cena, según la conveniencia. Había días de ayuno y abstinencia, ayuno sin abstinencia y abstinencia sin ayuno.8

¿Cómo se debe ayunar en la actualidad?

En nuestra época, la Iglesia continúa prescribiendo ocasiones de ayuno y de abstinencia: los días y tiempos penitenciales, que son todos los viernes del año y el período de Cuaresma.9

Los viernes —a no ser que coincidan con una solemnidad litúrgica— debe guardarse la abstinencia de carne o de otro alimento que haya determinado cada Conferencia Episcopal.

También hay dos días en los que no sólo se debe guardar la abstinencia, sino también el ayuno: el Miércoles de Ceniza y el Viernes Santo. Actualmente la Iglesia determina que el ayuno debe consistir en no tomar más que una comida completa, permitiéndose, no obstante, algún alimento otras dos veces al día.10

En cuanto a la abstinencia de carne también se contemplan otras opciones. Puede ser sustituida, según la libre voluntad de los fieles, por cualquiera de las siguientes prácticas recomendadas por la Iglesia: «Lectura de la Sagrada Escritura, limosna (en la cuantía que cada uno estime en conciencia), otras obras de caridad (visita de enfermos o atribulados), obras de piedad (participación en la Santa Misa, rezo del Rosario, etc.) y mortificaciones corporales. Sin embargo, en los viernes de Cuaresma debe guardarse la abstinencia de carnes, sin que pueda ser sustituida por ninguna otra práctica».11

La ley de abstinencia obliga a los que han cumplido los 14 años; la del ayuno, a partir de los 18 (mayoría de edad canónica) hasta que hayan cumplido 59 años. Con todo, los que cuidan de las almas y los padres deben velar sobre aquellos que, debido a la edad, aún no están obligados a esta norma, a fin de ser formados en el verdadero significado de la penitencia.

Habiendo conocido algo más sobre el origen de la práctica del ayuno, su desarrollo y la actual observancia, procuremos seguir este precepto —que es el cuarto mandamiento de la Iglesia— para que, así, alcancemos todos los frutos espirituales que nuestra Santa Madre desea para sus hijos. 

 

Notas


1 Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. II-II, q. 147, a. 1.

2 Cf. Ídem, a. 1; 3.

3 Cf. Ídem, a. 3.

4 RÖWER, OFM, Basilio. Dicionário litúrgico. 3.ª ed. Petrópolis: Vozes, 1947, p. 124.

5 Cuatro témporas, o simplemente témporas, eran días especiales de ayuno —miércoles, viernes y sábado— fijados en 1078 por San Gregorio VII, para cuatro épocas del año: la primera semana de Cuaresma, la primera semana después de Pentecostés, la tercera semana de septiembre y la tercera semana de Adviento (cf. Ídem, p. 194).

6 Cf. Ídem, pp. 13-14.

7 Cf. VACANDARD, Elphège. Carême. In: VACANT, Alfred; MANGENOT, Eugène (Dir.). Dictionnaire de Théologie Catholique. Paris: Letouzey et Ané, 1910, v. II, col. 1744-1746.

8 Cf. NORMAS PRÁCTICAS PARA LA OBSERVANCIA DE LA LEY DEL AYUNO. In: O Legionário. São Paulo. Año IX. N.º 192 (1 mar, 1936); p. 3.

9 Sobre la observancia actual del ayuno y la abstinencia, véase: CIC, can. 1250-1253.

10 SAN PABLO VI. Pænitemini, III, III, 2.

11 CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, Boletín Oficial de la Conferencia Episcopal. Madrid. Año IV. N.º 16 (feb, 1987); pp. 155-156.

 

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