¡Cuántos sentimientos, inspiraciones y recuerdos vienen a la mente al escuchar una bonita música tocada con perfección en un violín! En medio del deleite melódico, es posible que el oyente de la composición no considere cuánto esfuerzo hay detrás de las armonías. El propio instrumento, aunque inanimado, necesita consonar con la destreza de quien lo ejecuta. De hecho, antes de que oigamos sus sublimes cadencias, tuvo que pasar por un «doloroso» pero indispensable proceso…
La afinación forma parte de la «vida» de este instrumento de cuerda. Para que dé lo mejor de sí, necesita ser ajustado; y si esto no se hace con cuidado, ¡sus cuerdas pueden romperse!
Si estuviera dotado de inteligencia y se encontrara en los comienzos de su actividad, seguramente pensaría: «¿Por qué tensan tanto mis cuerdas? ¡No se dan cuenta de lo mucho que me duele esto!». Podríamos considerar tal reflexión como la «prueba» por la que todos los violines tienen que pasar. Fabricados para cautivar a los hombres con sus melodiosas notas y ser manejados por músicos de prestigio, antes se ven tensados y enmendados.
No obstante, para desarrollar todo su potencial el violín debe considerar que de esta regulación dolorosa depende una estupenda ejecución. Esto es aplicable a cualquier instrumento musical, pero muy concretamente al que nos atañe.
¿Qué sería del violín si no hubiera alguien que ajustara sus cuerdas en el tono adecuado o, incluso, qué final tendría si rechazara las hábiles manos y el agudo oído de quien lo afina? La respuesta es evidente: se convertiría en un objeto sin ninguna utilidad, indigno de formar parte de una orquesta y de vibrar al unísono con otros instrumentos que sí se dejaron afinar.
Por lo tanto, un violín que no permitiera que lo tensaran nunca llegaría a ser un instrumento válido para ejecutar composiciones que repercutieran en el fondo de las almas, pues en la desafinación solamente suena la cacofonía.
Lo mismo sucede con el alma humana: precisa que una mano divina, con bondad y precisión, la corrija.
Concebido en el pecado original y aún más rebajado bajo el peso de los pecados actuales, el hombre necesita absolutamente ser «afinado» en la ley de Dios. Por eso, en la Sagrada Escritura leemos: «Hijo mío, no rechaces la reprensión del Señor, no te enfades cuando Él te corrija, porque el Señor corrige a los que ama, como un padre al hijo preferido» (Prov 3, 11-12).
Y lo mismo sirve con respecto del que tiene la misión de guiar al prójimo. Que no omita aquel el deber que los llevará a los dos al Paraíso: «Quien no usa la vara odia a su hijo, quien lo ama lo corrige a tiempo» (Prov 13, 24). Advertir a alguien de sus errores forma parte de la virtud de la caridad. Dios o un hombre bajo su inspiración pueden librar al otro del mal, proporcionándole con ello frutos de santidad.
He aquí un valioso principio para nuestra vida espiritual: ¡dejemos que sean apretadas las «clavijas» de nuestras almas! Dios somete a sus amados elegidos a duras correcciones; no recalcitremos contra las indicaciones de quien nos ama.
Los que en esta tierra se dejen perfeccionar de esa manera formarán parte del reino de los bienaventurados en el Cielo, donde alabarán eternamente a Nuestro Señor Jesucristo y a María Santísima, supremos regentes con los que debemos configurarnos como arquetipos de la creación. ◊